MORIR CON APARICIO
HUGO GIOVANETTI VIOLA
VIGÉSIMOCTAVA
ENTREGA
CUARTO (4)
PABLO durmió hasta
tarde, torturado por una pesadilla donde tenía que contener la orina a toda
costa para no transformar su sábana en un sudario. Cuando se despertó vio a su
hermano sentado en la cama de al lado, mirándolo con acumulada fijeza. Leonardo
ya tenía doce años, aunque apenas entraba en la estilización adolescente: las
piernas y los abrazos se le habían alargado bastante desde el verano anterior,
pero su infancia humeaba sostenida por un hilo de tiempo que le aguantaba el
rostro -igual que un antifaz- separado del bozo y el acné y la bobera. Pablo
escondió de apuro su erección urinaria cuando su madre entró al cuarto a
besarlos y a subir la persiana. “Te venía a despertar” le dijo: “Anoche terminé
de hacer una valija y quiero que me digas qué precisás poner en la otra”. “Ya
voy” le dije: “Andá”. Recién al volver a cerrarse la puerta me di cuenta que
Leonardo tenía puesto el equipo completo del Atenas, con zapatos de fútbol y
todo. “¿Y vos dormiste así?” le pregunté. “No” contestó Leonardo: “Me lo puse
hace un rato”. Y después te quedaste mirándome, pensó Pablo escapándose al
baño. Antes de contorsionarse para enfocar el ojo de su sexo en el water se
miró en el espejo y entendió que el sentimentalismo lo iba a estar acechando
durante todo el domingo como una repugnante baba de oro -un rastro de sirena-
por donde revolcarse humillando al coraje. Vamos varón, pensé: Vamos con
Aparicio. Su madre estaba terminando de hacer la segunda valija en el comedor.
Había puesto tanta cosa que no quedó lugar para las partituras ni para el
banquito de la guitarra. “Eso podés llevarlo en un bolso de mano” dijo sin
darle la menor importancia. “¿Eso?”
gritó el muchacho: “¿Así que armaste dos valijas grandes como dos casas juntas
y todavía viniste a preguntarme que quería poner yo -que soy el que se va- y ahora falta lugar para poner mis cosas?”. “No te remontes que no sos
cometa” dijo su madre: “Todo esto son tus cosas. Mirá que vos te vas pero
nosotros nos quedamos, mijo”. Me dio pereza tratar de entenderla. “¿Y papá?”
pregunté. “A papá se le ocurrió ponerse a trabajar justo este domingo de
mañana. Andá un rato con él que yo te arreglo esto” protestó suspirando. Al
salir me di vuelta para observarla reordenar la ropa y mechar partituras -que
quedarían planchadas o arrugadas del todo- y no sé si pensé que la abnegación
ciega embellece dañinamente a la gente, aunque lo supe por primera vez. Mi
padre me oyó entrar al local de la sastrería (un galpón reformado) y sonrió
levantando los ojos por encima de los lentes, sin dejar de planchar. “Hola,
Boy” murmuró. Aquello me tocó, porque hacía años que ya no me llamaba como al
primogénito de Tarzán. “Hola, Bundolo” dije. Mi padre subió el volumen de la
radio y Vivaldi estancó su flotación en el polvo del sol que moteaba la
sastrería. “Hace un rato que te perdiste nada menos que el Kanon de Pachelbel”
dijo dándome un mate. “Siempre me lo pierdo” rezongó Pablo, con la lengua
quemada. En ese momento se proyectó la sombra de su hermano, removiendo la
enredadera del ventanal. “¿Venís a hacer jueguito?” le preguntó mostrándole una
pelota reglamentaria. “No jodas, Leonardo” rezongó Pablo haciendo una seña
espantamoscas. Su padre volvió a alzar los ojos sonrientes, sin dejar de
planchar. “Bundolo nunca falla” le dijo. Entonces el muchacho no tuvo más remedio
que salir a la calle, donde jugó hasta cansarse y olvidarse que esa tarde
viajaba a Montevideo.
Almorzaron tarde. Cuando su padre rezó el brindis de siempre -Per tutti gli altri presenti e assenti- con la copa de vino enarbolada, Pablo se sorprendió recordando a Justo y a Sabino. El domingo que viene les cuento lo de Magdalena, pensó perezoso. La sobremesa fue transportada al porche y el muchacho tocó inspirado, entre el perfume amargo de los Sinniko fino y al arcoírico esplendor de las zinnias. Su abuelo se durmió, pero Leonardo aguantó varias obras en completo silencio -cosa casi increíble- y hubo una larga aparición de su madre que lo desconcertó: sabía que había dejado de lavar la cocina para mirarlo tocar (porque jamás lo escuchaba) y pareció flotar velada por el tul verde de la fiambrera hasta que se esfumó poco antes de la Suite en Re de Weiss. Ya estábamos todos de acuerdo en que yo tomara la Onda solo en Punta del Este -para no andar formalizando dramatismos inútiles- después de saludar a la tía Natacha. Tuvieron que ayudarme a cargar las valijas y el bolso y la guitarra hasta la carretera: mis padres se pelearon durante varias cuadras y al final decidieron mandarme una de las valijas por Onda, al otro día. “Acordate que tu abuelo te encargó que le consiguieras una novia joven” dijo mi madre al final de la discusión: “Y decile al tío Pacho que se largue con vos algún domingo de estos. Ya van a hacer diez años que no viene a San Carlos”. Mi padre la abrazó y yo volví a verlos rebrillar como una indivisible simbiosis submarina. Después apareció el ómnibus por la lejanía negra de la carretera, y Pablo besó primero a su hermano y enseguida a sus padres. Entonces sucedió: Leonardo pegó un salto y lo abrazó con un jadeo mojado que parecía chuparle el costado izquierdo de la camisa. Cuando se lo arrancaron de los huesos y Pablo pudo subir al ómnibus Pablo estaba asustado, aunque se distrajo viendo la imitativa euforia tarzanesca con que su padre se golpeaba el pecho: ahora todos reían. San Carlos desapareció. El muchacho prendió un cigarrillo de apuro y no pudo oír lo que le dijo el chofer al guarda con la boca torcida, apenas lo vieron sentarse: “Este gurí parece uno de los gringuitos de las películas que se van a pelear al frente de batalla”. “A lo mejor se va” retrucó el guarda riéndose.
La tía Natacha
invitó a Pablo con café y oporto, y se mató de risa escuchando la receta que le
había dado Magdalena Tomillo para la borrachera. El muchacho le mostró la
tarjeta de recomendación escrita sin puntos ni comas y ella lo miró fijo y
sentenció: “Vas a ser un artista digno del instrumento que heredaste. Pero tené
cuidado, nene”. “De qué” le pregunté. “De no desesperarte demasiado” contestó
tía Natacha. Tomamos otro oporto y terminamos tocando If I fell a dúo: en lugar de cantar en inglés hacíamos la-la-la,
ella arriba y yo abajo. Ella arpegiaba la primera guitarra y yo rascaba sin
dejar de mirarle los ojos. La despedida casi no existió, porque de todas
maneras iban a seguirse viendo una vez por semana. Pablo repechó el declive
hasta Gorlero con la guitarra a cuestas (la valija y el bolso estaban
depositados en la terminal de la Onda) sintiéndose indiferentemente ajeno al
corso de muchachas embellecidas por el lujo. Ahora sí tenía tiempo para fumarme
un cigarrillo a solas frente a la isla Gorriti, desafiando cualquier
certidumbre escandalosa. Fue contorneando las luces del puerto y bajó al
muellecito enclavado en el flujo penumbroso: entonces se sentó -con las
colgantes piernas gravitando hacia el Ponto- y al proteger un fósforo del
viento y levantar la cara descubrió maravilladamente la flotación de Venus
sobre el destino humano, como un astro guardián brillando entre el misterio. Me
recordó una flor.
1976 / 1981
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