VIRGINIA WOOLF (1882 – 1941)
LA NARRATIVA MODERNA
Cuando se hace cualquier revisión, no importa cuán suelta e informal, de
la narrativa moderna, es difícil no llegar a la conclusión de que la práctica
moderna de este arte es, de alguna manera, una mejora respecto a la anterior.
Podría decirse que, dadas sus herramientas sencillas y sus materiales
primitivos, Fielding se defendió bien y Jane Austen incluso mejor, pero
¡compárense sus oportunidades con las nuestras! De cierto que sus obras
maestras tienen un aire de simplicidad extraño. Sin embargo, la analogía entre
la literatura y el proceso de, por dar un ejemplo, fabricar un auto, apenas se
sostiene más allá de un primer vistazo. Es de dudar que en el transcurso de los
siglos, aunque hayamos aprendido mucho sobre cómo fabricar máquinas, hayamos
aprendido algo sobre cómo hacer literatura.
No
escribimos mejor. Lo que puede afirmarse que hacemos es seguir moviéndonos, si
ahora un poco en esa dirección, luego en esa otra, pero con una tendencia a lo
circular si se examina el trazo de la pista desde una cima suficientemente
elevada. Apenas merece decirse que ninguna presunción tenemos, ni siquiera
momentánea, de estar en ese punto de vista ventajoso. En la parte llana, entre
la multitud, cegados a medias por el polvo, miramos hacia atrás y con envidia a
esos guerreros más afortunados, cuya batalla ha sido ganada ya y cuyos logros
muestran un aire de realización sereno, de modo tal que apenas podemos
frenarnos de murmurar que la lucha no fue tan dura para ellos como para
nosotros. La decisión queda al historiador de la literatura; a él corresponde
informar si nos encontramos al principio, al final o en medio de un gran
periodo de narrativa en prosa, porque desde la llanura poco es visible. Tan
sólo sabemos que nos inspiran ciertas gratitudes y hostilidades; que algunas sendas
parecen conducir a tierra fértil y otras al polvo y al desierto. Acaso valga la
pena alguna exploración de esto último.
Así,
nuestra disputa no es con los clásicos, y si hablamos de disputar con los
señores Wells, Bennett y Galsworthy, en parte se debe al mero hecho de que al
existir ellos en carne y hueso, su obra tiene una imperfección viva, cotidiana,
activa que nos lleva a tomarnos con ella cualquier libertad que nos plazca.
Pero cierto es también que, mientras les agradecemos mil dones que nos han
dado, reservamos nuestra gratitud incondicional para Hardy, Conrad y en grado
mucho menor el Hudson de The Purple Land (La tierra púrpura), Green
Mansions (Mansiones verdes) y Far Away and Long Ago (Muy
lejos y hace mucho tiempo). Los señores Wells, Bennett y Galsworthy han
despertado tantas esperanzas y las han decepcionado con tanta persistencia, que
nuestra gratitud adopta mayormente como forma el agradecerles habernos mostrado
lo que pudieron haber hecho pero no hicieron; lo que ciertamente seríamos
incapaces de hacer pero, con igual certeza quizás, no deseamos hacer.
Ninguna
oración por sí misma resumiría la acusación o la queja que fue necesario
expresar contra una masa de obras tan abundante en volumen y que representa
tantas cualidades, sean admirables o lo contrario. Si intentamos formular
nuestro sentir en una palabra única, diremos que estos tres escritores son
materialistas. A causa de que se interesan por el cuerpo y no por el espíritu,
nos han decepcionado, dejándonos con la sensación de que cuanto antes les dé la
espalda la narrativa inglesa, tan cortésmente como se quiera, y se encamine
aunque sea al desierto, mejor para su alma. Pero, claro, ninguna palabra
alcanza de golpe el centro de tres blancos diferentes. En el caso del señor
Wells, se aparta notablemente del hito. Pero incluso en él muestra a nuestro
pensamiento la amalgama fatal de su genio, el enorme grumo de yeso que
consiguió mezclarse con la pureza de su inspiración. Pero tal vez el señor
Bennett sea el peor culpable de los tres, en tanto que es con mucho el mejor
obrero. Puede fabricar un libro tan bien construido y tan sólido en su
artesanía, que es difícil incluso al más exigente de los críticos deducir por
qué rajadura o grieta puede filtrarse la decadencia. No pasa ni la menor
corriente de aire por los marcos de las ventanas, ni hay la menor fractura en
las duelas. Sin embargo ¿qué si la vida se rehúsa a vivir aquí? Es un riesgo
que bien pueden presumir de haber superado el creador de The Old Wives’ Tale
(Cuento de viejas), George Cannon, Edwin Clayhanger y multitud de otras
figuras; sus personajes tienen vida en abundancia e, incluso, inesperada, pero
queda por preguntar ¿cómo viven y para qué viven? Termina pareciéndonos cada
vez más, incluso cuando desertan de la bien construida villa de Five Towns, que
pasan su tiempo en algún vagón de ferrocarril de primera clase y suavemente
acojinado, pulsando innumerables campanillas y botones; y el destino hacia el
cual viajan de modo tan lujoso se vuelve, cada vez menos indudablemente, una
eternidad de bienaventuranza pasada en el mejor de los hoteles de Brighton.
Difícilmente puede afirmarse del señor Wells que sea un materialista en el
sentido de que se deleita en exceso en la solidez de su fábrica. Es de mente
demasiado generosa en compasiones para permitirse dedicar mucho tiempo a dejar
las cosas en perfecto orden y substanciales. Es materialista dada la mera
bondad de su corazón, que lo hace echarse a las espaldas el trabajo que
debieron cumplir los funcionarios gubernamentales; en medio de la plétora de
sus ideas y de sus hechos, apenas tiene un respiro para darse cuenta de, o ha
olvidado considerar que tiene importancia, la crudeza y la tosquedad de sus
seres humanos. Y aún así, ¿qué crítica más dañina puede haber a su tierra y a
su cielo que el que deban ser habitados ahora y en el futuro por sus Joans y
sus Peters? La inferioridad de sus naturalezas ¿no empaña cualquier institución
e ideal que la generosidad de su creador les haya proporcionado? Tampoco, por
profundo que sea nuestro respeto por la integridad y el humanismo del señor
Galsworthy, encontraremos en sus páginas lo que buscamos.
Entonces,
si pegamos una etiqueta en todos esos libros, en la cual esté la palabra única
materialistas, queremos decir con ello que escriben de cosas sin importancia;
que emplean una habilidad y una laboriosidad inmensas haciendo que lo trivial y
lo transitorio parezcan lo real y lo perdurable.
Hemos de
admitir que estamos siendo exigentes y, además, que nos resulta difícil
justificar nuestro descontento explicando qué es lo que exigimos. Planteamos la
cuestión de modo diferente en distintos momentos. Pero reaparece del modo más
persistente cuando nos apartamos de la novela concluida en la cresta de un
suspiro: ¿Vale la pena? ¿Cuál es su propósito? ¿Sucede acaso que, debido a una
de esas desviaciones menores que el espíritu humano sufre de vez en cuando, el
señor Bennett aplicó su magnífico aparato de captar vida, cinco o diez
centímetros fuera de foco? La vida escapa y, tal vez, sin vida nada vale la
pena. Tener que recurrir a una imagen como ésta es una confesión de vaguedad,
pero difícilmente mejoramos la situación hablando, como son proclives a hacer
los críticos, de realidad.
Tras
admitir la vaguedad que aflige a toda crítica de novelas, arriesguemos la
opinión de que para nosotros, en este momento, la forma de narrativa más en
boga falla más a menudo de lo que asegura el objeto que buscamos. Lo llamemos
vida o espíritu, verdad o realidad, esto, el objeto esencial, se ha desplazado
o avanzado y se rehúsa a verse contenido en las vestimentas mal cortadas que le
proporcionamos. No obstante, con perseverancia, conscientemente, seguimos
construyendo nuestros treinta y dos capítulos de acuerdo con un diseño que cada
vez falla más en parecerse a la visión que tenemos en la mente. Demasiada de
esa enorme labor de explorar la solidez, la imitación de vida, de la historia
es no sólo trabajo desperdiciado sino mal colocado, al grado de que oscurece y
hace borrosa la luz de la concepción. El escritor no parece constreñido por su
propio libre albedrío, sino por algún tirano poderoso y sin escrúpulos que lo
tiene en servidumbre para que proporcione una trama, para que aporte comedia,
tragedia, amor, interés y un cierto aire de probabilidad, que embalsame el todo
de modo tan impecable que si todas las figuras adquirieran vida, se
encontrarían vestidas hasta el detalle último con sus sacos a la moda. Se
obedece al tirano, se fabrica la novela hasta el menor detalle. Pero a veces, y
más a menudo según pasa el tiempo, sospechamos que hay una duda momentánea, un
espasmo de rebelión, según se van llenando hojas del modo acostumbrado. ¿Es así
la vida? ¿Deben ser así las novelas?
Mírese al
interior y la vida, al parecer, se aleja mucho de ser “así”. Examínese por un
momento una mente ordinaria en un día ordinario. Esa mente recibe miríadas de
impresiones: triviales, fantásticas, evanescentes o grabadas con el filo del
acero. Esas miríadas vienen de todos sitios, una lluvia incesante de átomos innumerables;
y según descienden, según se transforman en la vida del lunes o del martes, el
acento cae en un lugar diferente al del viejo estilo; el momento importante no
viene aquí sino allí; de modo que si un escritor fuera libre y no esclavo, si
pudiera escribir de acuerdo con sus elecciones y no sus obligaciones, si
pudiera basar su trabajo sobre sus sentimientos y no las convenciones, no
habría trama, ni comedia, ni tragedia, ni intereses amorosos o catástrofes al
estilo aceptado y, tal vez, ni un sólo botón cosido al modo que quisieran los
sastres de Bond Street. La vida no es una serie de farolas ordenadas
simétricamente, sino un halo luminoso, una envoltura semitransparente que nos
rodea desde el inicio de nuestra conciencia hasta su final. ¿No es tarea del
novelista transmitir este espíritu variado, desconocido y sin circunscribir, no
importa qué aberraciones o complejidades manifieste, con tan poca mezcla de lo
ajeno y lo externo como sea posible?
No estamos
solicitando tan sólo valor y sinceridad, sino sugiriendo que la materia
adecuada de la narrativa es un tanto diferente a lo que quiere hacernos creer
la costumbre. En cualquier caso, es de alguna manera parecida a ésta que
buscamos definir la cualidad que distingue a la obra de varios escritores jóvenes,
el señor James Joyce el más notable entre ellos, de aquella de sus
predecesores. Intentan acercarse más a la vida, preservar con mayor sinceridad
y exactitud lo que les interesa y conmueve, incluso si para lograrlo hayan de
descartar la mayoría de las convenciones que suele observar el novelista.
Registremos los átomos según caen sobre la mente en el orden en el cual caen,
establezcamos el patrón, no importa cuán desconectado e incoherente en
apariencia, que cada visión o incidente imprima en la conciencia. No demos por
sentado que la vida existe con mayor plenitud en aquello comúnmente pensado
grande que en lo comúnmente pensado pequeño. Cualquiera que haya leído Portrait
of the Artist as a Young Man (Retrato del artista adolescente) o lo
que promete ser una obra mucho más interesante, el Ulysses (Ulises),
que en este momento aparece en la Little Review, arriesgará una teoría
de tal naturaleza respecto a la intención del señor Joyce. Por nuestra parte,
con sólo un fragmento así frente a nosotros, antes lo suponemos que lo
afirmamos. Pero no importa cuál sea la intención del todo, no hay duda que
muestra una sinceridad máxima y que el resultado, por difícil o desagradable
que lo juzguemos, es innegablemente importante.
En
contraste con quienes hemos llamado materialistas, el señor Joyce es
espiritual; se preocupa a cualquier precio por revelar los titubeos de esa
llama interna que destella sus mensajes a través del cerebro, y para
conservarla hace de lado con valor absoluto todo aquello que parezca adventicio,
se trate de la probabilidad, de la coherencia o de cualquier otra señal
caminera que por generaciones haya servido para dar apoyo a la imaginación del
lector, cuando se le pide que imagine lo que le es imposible tocar o ver. La
escena en el cementerio, por ejemplo, con su brillantez, su sordidez, su
incoherencia, sus relámpagos súbitos de significado, sin duda se aproxima tanto
a las honduras de la mente que, al menos en una primera lectura, es difícil no
suponer una obra maestra. Si lo que deseamos es la vida misma, aquí la tenemos
sin duda.
De hecho,
nos encontramos andando a tientas con bastante torpeza cuando intentamos decir
qué más deseamos, y por qué razón una obra así de original no se compara, pues
debemos ir a ejemplos elevados, con Youth (Juventud) o The
Mayor of’ Casterbridge (El alcalde de Casterbridge). Fracasa debido
a la pobreza relativa de la mente del escritor, pudiéramos conformarnos con
decir para acabar con el asunto. Pero cabe el presionar un poco más y
preguntarse si no nos estamos refiriendo a nuestra sensación de estar en una
habitación brillante pero estrecha, confinados y ahogados, antes que
enriquecidos y liberados; a cierta limitación impuesta por el método a la vez
que con la mente. ¿Será el método el que inhiba el poder creador? ¿Se deberá al
método que no nos sentimos joviales ni magnánimos y sí centrados en un yo que,
a pesar de sus temblores de susceptibilidad, nunca abarca o crea lo que está
fuera de él y a la distancia? El subrayado puesto, acaso didácticamente, a la indecencia
¿contribuye a dar el efecto de algo, angular y aislado? ¿Se tratará simplemente
de que ante cualquier esfuerzo así de original sea más fácil, sobre todo a los
contemporáneos, percibir lo que falta y no precisar lo que ofrece? En cualquier
caso, es un error mantenerse fuera examinando “métodos”. Cualquier método
sirve, sirve cualquier método que exprese lo que deseemos expresar sí somos
escritores, que nos acerque más a la intención del escritor si somos lectores.
Este método tiene el mérito de acercarnos más a lo que estamos dispuestos a
llamar la vida misma. ¿No sugirió la lectura de Ulysses cuánto de la
vida queda excluido o ignorado? ¿No vino tal idea con un sacudimiento al abrir
el Tristram Shandy y el Pendennis y vernos convencidos no sólo de
que hay otros aspectos de la vida, sino que encima de todo son más importantes?
Sea como
fuere, el problema al que hoy día se enfrenta el novelista, como suponemos que
ocurrió en el pasado, es ingeniar medios para ser libre de asentar lo que
elija. Debe tener el valor de decir que su interés no está ya en “esto” sino en
“aquello”, y sólo de ese “aquello” debe construir su obra. Es muy probable que
para los modernos “aquello”, el punto de interés, se encuentre en las partes
oscuras de la psicología. Por tanto y de inmediato, el acento cae en un punto
un tanto diferente; el subrayado va a algo hasta el momento ignorado; de
inmediato es necesaria una forma de bosquejo distinto, difícil de asir por
nosotros, incomprensible para nuestros predecesores. Nadie sino un moderno, tal
vez nadie sino un ruso, habría sentido el interés de la situación que Chéjov
transformó en el cuento llamado “Gusev”. Algunos soldados rusos yacen enfermos,
a bordo de un barco que los regresa a su patria. Se nos dan unos cuantos
fragmentos de su charla y algunos de sus pensamientos; la plática continúa
entre los otros por un tiempo, hasta que Gusev muere y, parecido “a una
zanahoria o un rábano”, es lanzado al mar. El subrayado aparece en lugares tan
inesperados, que de principio se diría que no hubiera ningún subrayado; pero
entonces, según los ojos se acostumbran a la penumbra y comienzan a discernir
las formas de los objetos en el cuarto, vemos cuán completa está la historia,
con cuánta profundidad y cuánta verdad, en obediencia a su visión, ha elegido
Chéjov esto, aquello y lo de más allá, uniéndolos para que compongan algo
nuevo. Es imposible decir “esto es cómico” o “esto es trágico”, y tampoco
estamos seguros, pues se nos ha enseñado que los cuentos deben ser breves y
concluyentes, si esto, vago e inconcluyente, debe ser llamado un cuento.
Los
comentarios más elementales sobre la narrativa inglesa moderna difícilmente
pueden evitar el hacer alguna mención de la influencia rusa, y si se menciona a
los rusos se corre el riesgo de pensar que es una pérdida de tiempo escribir
sobre cualquier narrativa que no sea la suya. Si queremos comprender el alma y
el corazón ¿dónde más conseguirlo con profundidad comparable? Si estamos hartos
de nuestro propio materialismo, el menos destacable de sus novelistas tiene,
por derecho de nacimiento, una reverencia natural por el espíritu humano.
“Aprende a convertirte en el igual de la gente… Pero que esta simpatía no sea
aquella de la mente -pues con la mente es fácil- sino aquella del corazón, con
amor hacia ella.” En todo gran escritor ruso parecemos discernir los rasgos de
un santo, si es que constituye santidad la simpatía por el sufrimiento de los
otros, el amor por ellos, el empeño por alcanzar alguna meta digna de las
demandas más exigentes del espíritu. Es el santo que habita en ellos lo que nos
deja confundidos con la sensación de nuestra propia irreligiosidad trivial,
transformando a tantas de nuestras novelas famosas en faramalla y trucos.
Las
conclusiones a que llega la mente rusa, tan abarcadora y compasiva como es, son
inevitables tal vez en toda tristeza extrema. De hecho, sería más exacto hablar
de que la mente rusa está inconclusa. Es la sensación de que no hay respuesta,
que si se examina con honestidad la vida, ésta presenta una pregunta tras otra,
a las que debe permitirse que resuenen una y otra vez ya concluida la historia
en un interrogatorio sin esperanza, que nos llena con una desesperación
profunda y a fin de cuentas resentida.
Tal vez
tengan razón; incuestionablemente, ven más lejos que nosotros y sin nuestros
crudos impedimentos de visión. Pero quizá vemos algo que a ellos se les escapa,
pues si no ¿por qué habría de mezclarse a nuestra melancolía esa voz de
protesta? Esa voz de protesta es aquella de una civilización distinta y
antigua, que parece haber insuflado en nosotros el instinto de gozar y luchar
antes que el de sufrir y comprender. La narrativa inglesa, desde Sterne a
Meredith, es testimonio de nuestro deleite natural en el buen humor y la
comedia, en la belleza de la tierra, en las actividades del intelecto y en el
esplendor del cuerpo. Pero cualesquiera deducciones que extraigamos de comparar
dos narrativas tan inconmensurablemente apartadas son fútiles, excepto en cuanto
nos imbuyan con la visión de las posibilidades infinitas del arte y nos
recuerden que el horizonte no tiene límites, y que nada -ningún “método”,
ningún experimento, incluso los más desbocados- está prohibido como sí lo están
la falsedad y la simulación. No existe “material adecuado para la narrativa”,
pues todo es material adecuado para la narrativa, todo sentimiento, todo
pensamiento; toda cualidad del cerebro y del espíritu de la que se eche mano;
ninguna percepción está fuera de lugar. Y si podemos imaginar al arte de la
narrativa adquirir vida y ponerse de pie en nuestro medio, sin duda nos pediría
que lo rompiéramos y lo hostigáramos, así como que lo honráramos y lo amáramos,
porque de esa manera se renueva su juventud y se asegura su soberanía.
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