JOSÉ LEZAMA LIMA
LA EXPRESIÓN AMERICANA
UNDÉCIMA ENTREGA
CAPÍTULO I (4)
Mitos y cansancio clásico (4)
En la otra estación imaginativa, los monstruos son colocados en la
tierra desconocida, en la incunnábula. Yo le llamaría a la fiebre que recorrió
la Europa prerrenacentista, la imaginación de Kublai Kan, desatada por los
viajes de Marco Polo a Cipango. La imaginación de un imperio centrado en una
nueva ciudad, por una dinastía que se inicia, donde situar los monstruos como nuevas maravillas del mundo. Los sonajeros
en el combate de los chalquenses, parecen recordar las instrucciones musicales
de Kublai Kan, para entrar en el combate. “Tan pronto como se disponía el orden
del combate, los músicos hacían sonar un número infinito de instrumentos de
viento, atabales y chirimías, y todos cantaban a toda voz, según la costumbre
de los tártaros antes de entrar en la lucha. No comenzaban a pelear antes de
oír la señal emitida por címbalos y tambores, y era tal el tañer de címbalos y
el golpear de tambores y tal el canto, que era maravilla para el oído”. Todavía
en la época de Coleridge, precisado por las nubes marmóreas del opio, la ciudad
de Kublai Kan, mantenía sus emblemáticos poderes imaginativos. Se buscaba por
todas partes algo mongólico, bárbaro y desusado, que calmase el cansancio de la
dinastía de los Sung. La intimidad que guía a los hombres de la conquista es el
encuentro de una sangre nueva o bárbara, que en plena entrada del Renacimiento,
aportarse el nuevo fervor. Se diría que en las cortes de Juan II, de Francisco
I, de Enrique VIII, había el deseo de encontrar los nuevos mongoles, los nuevos
bárbaros, la nueva sangre. Esa apetencia de imaginaria búsqueda mongólica,
unida a los restos de la imaginación provenzal, traía aparejado el concepto del
“salvaje bueno”, y posteriormente de las “indias galantes” en la época ya
remansada de Couperin, donde el cansancio de la imaginación europea había
descendido de la búsqueda de la bondad al
encuentro de las delicias.
La imaginación de Kublai Kan está vivaz y en relumbre en nuestros días.
Cuando en La tierra purpúrea de
Hudson, el relato de los estancieros en lo inverosímil y desusado, llega a la
gran serpiente lampalagua, del tamaño del muslo de un hombre, que absorbe el
aire, a través de la distancia, poniendo en camino la presa, hasta adentrarse
por la cueva de su garganta -retrotrae a la era de la imaginación Kublai Kan.
Los prodigiosos animales de Kamandú, en la Persia de Marco Polo, dirigen con su
red imaginaria la aparición de las otras “maravillas del mundo”. La “niebla
seca” ya prepara la trampa para los viajeros desusados que abandonados a sus
deleites ingenuos, se sienten rodeados del polvo y de envolvente oscuridad,
hasta que despiertan entre flechas, y la mano de humo dulce, que comienza a
ceñirlos y a desangrarlos.
Esa imaginación elemental propicia a la creación de unicornios y
ciudades levantadas en una lejanía sin comprobación humana, nos ganaban aquel
calificativo de niños, con que nos regalaba Hegel en sus orgullosas lecciones
sobre la Filosofía de la Historia Universal, calificativo que se nos extendía
muy al margen de aquella ganancia evangélica para los pequeñuelos, sin la cual
no se penetraba en el reino. Hay allí una observación, que no creo haber visto
subrayada, que es necesario crear en el americano necesidades, que levanten sus
actividades de gozosa creación. Además de la función y el órgano, hay que crear
la necesidad de incorporar ajenos paisajes, de utilizar sus potencias
generatrices, de movilizarse para adquirir piezas de soberbia y áurea
soberanía. “Recuerdo haber leído, dice Hegel con una displicencia casi exenta
de ironía, que a media noche un fraile tocaba una campana para recordar a los
indígenas sus deberes conyugales”. ¿Han meditado en lo que implica esa testaruda
afirmación de Hegel, de desarrollar en el americano, el concepto y la vivencia
de la necesidad? La gana española que pasa a nosotros como desgana, falta de
rechazo y aproximación. La gana española es una manifestación de signo
negativo, no tener ganas en el español es apertrecharse para una resistencia si
alguien pretende sacarlo de sus apetencias. En el desgano americano hay como un
vivir satisfecho en la lejanía, en la ausencia, en el frío estelar ganando las
distancias dominadas por el impersonal rey del abeto.
Es muy significativo que tanto los que hacen crónicas sin letras, un
Bernal Díaz del Castillo, como los misioneros latinizados y apegados a las
sutilezas teologales, escriben en prosa de primitivo que recibe el dictado del
paisaje, las sorpresas del animal si descubierto, acorralado. Se percibe en las
primeras teogonías americanas, aun en los cantos guerreros, un no resuelto, un
quedarse extasiado ante las nuevas apariencias de las nubes. Es muy curioso que
en las tribus precortesinas hay el convencimiento de que alguien va a venir, se
está en la espera de la nueva aparición. Sin embargo, en los cronistas el
asombro está dictado por la misma naturaleza por un paisaje que ansioso de su
expresión se vuelca sobre el perplejo misionero, sobre el asombrado estudiante
en quien la aventura rompió el buen final del diploma de letras.
Al extremo de que cuando la batalla se establece sobre el retrato de
primores, minucias trabajadas con alucinación, los indios sorprenden en los
campamentos y en las tertulias levantadas en el fanal de la proa. La cornucopia
solemne y ceremoniosa, abiertas ante Cortés, los deslumbra y achica, “lo
primero que vio, dice Bernal Díaz del Castillo, una rueda de hechura de sol de
oro muy fino, que sería tamaño como una rueda de carreta, con muchas maneras de
pinturas, gran obra de mirar”. Todo esto haría pensar a los españoles en las
embajadas persas ante el Papa, en la llegada de los hermanos Polo a la remota
Cipango. Existe por parte de los aztecas como un afán cruel, de secreto desdén,
en abrumar lo necesario imprescindible, la pobreza castellana, la enjutez de
las naos avisadas tan sólo para el botín. Y luego, “otra mayor rueda de plata,
figurada la luna, y con muchos resplandores y otras figuras en ella”. Ante ese
vuelco del primor obsequioso, se percibe a Cortés atolondrado, vacilando para
lograr la igualdad con aquellos hechizos. Cortés debe haberse considerado
obligado a extraer de sus valijas y secretos, es escondida obra muy querida,
que todos llevamos en los viajes, una hoja iniciada, un cuchillo con volante
medialuna. El hidalgo castellano, que aun en su pobreza, extrema el sacrificio
al de volver la embajada, envía “una copa de vidrio de Florencia, labrada y
dorada con muchas arboledas y monterías que estaban en la copa”. Momentánea
tregua del señorío, en que compiten los primaverales cuarteles del envío y el
despliegue lujoso, como en ese primer movimiento de los guerreros al
enfrentarse, en el que desenredan un garbo, o sueltan el halcón tan sólo por la
fiesta de su amarillo candela.
La primera embajada de Moctezuma había sido plástica y detallada. ¿Por
qué se perdieron esos primeros retratos que los artistas de Moctezuma hacían de
Cortés y sus capitanes? Exquisitos artistas se solazan no tan sólo en los
nuevos rostros, sino pintan lebreles, pelotas y los desconocidos caballos.
Cortés, antes del cambio ceremonioso de la obsequiosidad, les juega la broma
por el susto. Manda que se preparen las lombardas para el trueno gordo, rodado
por la garganta de los roquedales. Los enviados plásticos, después del natural
asombro, se aplicaron a pintar el mismo trueno, que es prueba de adelantar al
enemigo, asegurándole en el diseño previo y la previsión topográfica.
La relación de los cronistas no lo consigna, pero el asombro de Cortés
debe de haber sido crecido y temeroso en secreto, ver aquellos embajadores
plásticos, afanosos de copiar su ejército hombre por hombre, todas las piezas y
animales. Tampoco se consigna el natural júbilo tribal, de ver llegar aquel
ejército reducido por la miniatura y el doble. Aquellas danzas de la muerte que
se deben haber trenzado entre los retratados, los doblados, sabiendo cómo
agrupar las flechas para cada rostro. Sutilizadas las vanguardias guerreras por
aquel doblaje plástico, se comprende porque Cortés cuando llegaron los envíos
de la obsequiosidad mayor y lujosa, no le quedó más remedio que echarle mano a
aquella copa florentina recorrida de arboledas y floridas venatorias.
Por esta falta de apostilla para lo que después va a interesar a otras
secularidades, no tenemos noticias suficientes ni desarrollos de aquellos casos
de españoles colonizados por los indios, como aquel Gonzalo Guerrero que no
quiso ganarse el destino de Aguilar, el traductor. Ya casado, ya con tres
hijos, ya con las orejas horadadas. Y también cacique. Además, tranquila y
eficazmente dominado por su mujer, que cuando Aguilar, el traductor, intenta
sonsacarlo, le dice: “Mira conque viene este esclavo a llamar a mi marido; idos
vos y no curéis de más pláticas”.
Eran los hombres sin insistencias humanísticas los que podían captar el
asombro, el nuevo unicornio, que no regresaba para morir; la gran serpiente, y
no marina, aspirante tromba de aire, que desde la lejanía, ordena los deseos de
su incorporación, con fruitivos espasmos para el anhelo que no ha sido visto.
Los hombres del gran enchape clásico, un Mateo Alemán, un Gutierre de Cetina,
refugiados en México, balbucean, hacen ejercicios de pronunciación, o se
pierden en lances coloniales de escalas y farol tuerto. Devorados por la
mitología greco romana, por el período tardío de sus glosadores, no podían
sentir los nuevos mitos con fuerzas suficientes para desalojar de sus
subconciencias los anteriores. Dos mitos, sin embargo, en las últimas treguas
de la colonización y en las primeras de los virreinatos, recorren las obras del
barroco incipiente, del despertar americano para la acumulación y la
saturación. El mito de Acteón, a quien la contemplación de las musas lo lleva a
metamorfosearse en ciervo, durmiendo con las orejas tensas y movientes,
avizorando los presagios del aire. El otro mito tomado de Plinio, sobre la
vigilancia de las águilas, que alejan el sueño con una garra levantada,
sosteniendo una piedra para que al caer se vuelva a hacer imposible el sueño.
Símbolos de astucia, de cautela o resguardo ¿qué enemigos justificaban esa
vigilancia extremada? ¿Se iba realizando aquella monarquía universal, aquella
luz de imperio, aquella Ecumene prometida? Muy al contrario, aflojado aquel
centro metropolitano, la escenografía con sus gárgolas de cartón sudado, con la
reina disfrazada de la pastora Marcela y el rey de niño amor, ocupaba el sitio
donde el hombre avanza dentro de la naturaleza, acompañándose tan sólo del
ruido de sus propios pasos naturales para alcanzar la gracia sobrenatural.
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