JOSÉ LEZAMA LIMA
LA EXPRESIÓN AMERICANA
DUODÉCIMA ENTREGA
CAPÍTULO II (1)
La curiosidad barroca (1)
Cuando era un divertimiento, en el siglo XIX, más que la negación, el
desconocimiento del barroco, su campo de visión era en extremo limitado,
aludiéndose casi siempre con ese término a un estilo excesivo, rizado,
formalista, carente de esencias verdaderas y profundas, y de riego
fertilizante. Barroco, y a la palabra seguía una sucesión de negaciones
perentorias, de alusiones deterioradas y mortificantes. Cuando en lo que va del
siglo, la palabra empezó a correr distinto riesgo, a valorarse como una
manifestación estilista que dominó durante doscientos años el terreno artístico
y que en distintos países y en diversas épocas reaparece como una nueva
tentación y un reto desconocido, se amplio tanto la extensión de sus dominios,
que abarcaba los ejercicios loyolistas, la pintura de Rembrandt y el Greco, las
fiestas de Rubens y el ascetismo de Felipe de Champagne, la fuga bachiana, un
barroco frío y un barroco brillante, la matemática de Leibnitz, la ética de
Spinoza, y hasta algún crítico excediéndose en la generalización afirmaba que
la tierra era clásica y el mar barroco. Vemos que aquí sus dominios llegaban al
máximo de su arrogancia, ya que los barrocos galerones hispanos recorren un mar
teñido por una tinta igualmente barroca.
De las modalidades que pudiéramos señalar en un barroco europeo,
acumulación sin tensión y asimetría sin plutonismo, derivadas de una manera de
acercarse al barroco sin olvidar el gótico y de aquella definición tajante de
Worringer: el barroco era un gótico degenerado. Nuestra apreciación del barroco
americano estará destinada a precisar: Primero, hay una tensión en el barroco; segundo,
un plutonismo, fuego originario que rompe los fragmentos y lo unifica; tercero,
no es un estilo degenerescente, sino plenario, que en España y en la América
española representa adquisiciones de lenguaje, tal vez únicos en el mundo,
muebles para la vivienda, formas de vida y de curiosidad, misticismo que se
ciñe a nuevos módulos para la plegaria, maneras del saboreo y del tratamiento
de los manjares, que exhalan un vivir completo, refinado y misterioso,
teocrático y ensimismado, errante en la forma y arraigadísimo en sus esencias.
Repitiendo la frase de Weisbach, adaptándola a lo americano, podemos
decir que entre nosotros el barroco fue un arte de la contraconquista.
Representa un triunfo de la ciudad y un americano allí instalado con fruición y
estilo normal de vida y muerte. Monje, en caritativas sutilezas teológicas,
indio pobre o rico, maestro en lujosos latines, capitán de ocios métricos,
estanciero con quejumbre rítmica, soledad de pecho inaplicada, comienzan a
tejer en torno, a voltejear con amistosa sombra por arrabales, un tipo, una
catadura de americano en su plomada, en su gravedad y destino. El primer
americano que va surgiendo dominador de sus caudales es nuestro señor barroco.
Con su caricioso lomo holandés de Ronsard, con sus extensas tapas para el cisne
mantuano, con sus plieguillos ocultos con malicias sueltas de Góngora o de Polo
de Medina, con la platería aljorada del soneto gongorino o el costillar
prisionero en el soneto quevediano. Antes de reclinar sus ocios, el soconusco,
regalo de su severa paternidad episcopal, fue incorporado con cautelas
cartesianas, paras evitar la gota de tosca amatista. Y ya sentado en la cóncava
butaca del oidor, ve el devenir de los sans
culotts en oleadas lentas, grises, verídicas y eternas.
Ese americano señor barroco, auténtico primer instalado en lo nuestro,
en su granja, canongía o casa de buen regalo, pobreza que dilata los placeres
de la inteligencia, aparece cuando ya se han alejado del tumulto de la
conquista y la parcelación del paisaje del colonizador. Es el hombre que viene
al mirador, que separa lentamente la arenisca frente al espejo devorador, que
se instala cerca de la cascada lunar que se construye en el sueño de propia
pertenencia. El lenguaje al disfrutarlo se trenza y multiplica; el saboreo de
su vivir se le agolpa y fervoriza. Ese señor americano ha comenzado por
disfrutar y saborear, pieza ya bien claveteada, si se le extrae chilla y
desentona. Su vivir se ha convertido en una especie de gran oreja sutil, que en
la esquina de su muy espaciada sala, desenreda los imbroglios y arremolina las
hojas sencillas. Sala llamada galpón, y en noticias del Inca Garcilaso, tomada
del lenguaje de las Islas de Barlovento. “Los reyes incas, tuvieron esas salas
tan grandes, dice el mismo Garcilaso, que servían de plaza para hacer sus
fiestas en ellas cuando el tiempo era lluvioso”. Ese señor exige una dimensión:
la de su gran sala, por donde entona la fiesta con todas las arañas
multiplicando sus fuegos fatuos en los espejos, y por donde sale la muerte con
sus gangarrias, con su procesión de bueyes y con sus mantas absorbiendo la
lúgubre humedad de los espejos venecianos.
Si contemplamos el interior de una iglesia de Juli, una de las portadas
de la catedral de Puno, ambas en el Perú, nos damos cuenta que allí hay una
tensión. Entre el frondoso chorro de las trifolias, de emblemas con lejanas
reminiscencias incaicas, de trenzados rosetones, de hornacinas que semejan
grutas marinas, percibimos que el esfuerzo por alcanzar una forma unitiva,
sufre una tensión, un impulso si no de verticalidad como en el gótico, sí un
impulso volcado hacia la forma en busca de la finalidad de su símbolo. En la
Basílica del Rosario, en Puebla, donde puede sentirse muy a gusto ese señor
barroco, todo el interior, tanto paredes como columnas es una chorretada de
ornamentación sin tregua ni paréntesis espacial libre. Percibimos ahí también
la existencia de una tensión, como si en medio de esa naturaleza que se regala,
de esa absorción del bosque por la contenciosa piedra, de esa naturaleza que
parece rebelarse y volver por sus fueros el señor barroco quisiera poner un
poco de orden pero sin rechazo, una imposible victoria donde todos los vencidos
pudieran mantener las exigencias de su orgullo y de su despilfarro.
Vemos que en añadidura de esa tensión hay un plutonismo que quema los
fragmentos y los empuja, ya metamorfoseados hacia su final. En los preciosos
trabajos del indio Kondori, en cuyo fuego originario tanto podrían encontrar el
banal orgullo de los arquitectos contemporáneos, se observa la introducción de
una temeridad., de un asombro: la indiatide. En la portada de San Lorenzo, de
Potosí, en medio de los angelotes larvales, de las colgantes hojas de piedra,
de las llaves que como galeras navegan por la piedra labrada, aparece,
suntuosa, hierática, una princesa incaica, con todos sus atributos de poderío y
desdén. En un mundo teológico cerrado, con mucho aun del furor a lo divino tan
medieval, aquella figura, aquella temeridad de la piedra obligada a escoger símbolos,
ha hecho arder todos los elementos para que la princesa india pueda desfilar en
el cortejo de las alabanzas y las reverencias.
Ese barroco nuestro, que situamos a fines del XVII y a lo largo del
XVIII, se muestra firmemente amistoso de la Ilustración. En ocasiones,
apoyándose en el cientificismo cartesiano lo antecede. Los quinientos polémicos
volúmenes que Sor Juana tiene en su celda, que la devoción excesiva del Padre
Calleja, hace ascender a 4.000: muchos “preciosos y exquisitos instrumentos matemáticos
y musicales”, el aprovechamiento que hace para Primero Sueño, de la quinta
parte del Discurso del método: el conocimiento del Ars Magna, de Kircherio
(1671); donde se vuelve a las antiguas súmulas del saber de una época, todo
ello lleva su barroquismo a un afán de conocimiento universal, científico, que
le acerca a la Ilustración. En el amigo de la monja jerónima, Don Carlos
Sigüenza y Góngora, el lenguaje y la apetencia de física o astronomía,
destellan como la cola de Juno. Figura extraordinariamente simpática, de
indetenible curiosidad, de manirroto inveterado, de sotana enamorada, une la
más florida pompa del verbo culto y el más cuidadoso espíritu científico. Su
“Manifiesto filosófico contra los cometas”, su “Libra astronómica”, justifican con
la sorpresa de los nombres, la innovación en el verbo poético y el afán del
conocimiento físico, de las leyes de la naturaleza, que van más allá de la
naturaleza como tentación para dominarla como el Doctor Fausto.
Aquellas “maravillas del mundo”, en el conquistador, reaparecen como el
sorprendente “gabinete de física”, de estos barrocos de la Ilustración. En el
recuerdo del palacio de Salastano, en Gracián, surgen los primores del Brasil
confitado, según su decir, mezclando los dijes de esencias senequistas con la
corteza de una materia harinosa, realista, pletórica de inmediatez. No
solamente en esa cercanía a la Ilustración, el barroco nuestro se particularizó
con eficacia, sino en los intentos de falansterio, de paraíso, hecho por los
jesuitas en el Paraguay. Con eso se volvía a una inocencia que situaba a
nuestro barroco en un puro recomenzar. Y aunque en la Ilustración, un Voltaire,
un Diderot, parecieron burlarse de esa obra de la Compañía, se nota en ella, el
espíritu que por dos veces burló a ambos. Los jesuitas con los Padres Sejee y
Poré, maestros de Voltaire en las letras humanas, y a Diderot en las burlas
cuando lo de la Enciclopedia, en las que definitivamente salió burlado. Pero
antes del nuevo paraíso, hablemos de la delicadeza de las fablas que lo
preludian y transparentan.
Si observamos el eco hispánico al gongorismo, precisamos que ni Bernardo
Soto de Rojas, con su lenta fruición y su extendida voluptuosidad, logra captar
el chisporroteo, el fuego metálico de Don Luis, haciéndolo andar por tantas
puertas y compuertas frutales, que le disminuyen la intención; Trillo y
Figueroa, se detiene en el soneto diletante, todo juego de magia verde,
mientras Polo de Medina, detenido poco tiempo en los arrayanes de Murcia, se
rinde al sombrío apólogo quevediano. Es en la América, donde sus intenciones de
vida y poesía, de crepitación formal, de un contenido plutónico que va contra
las formas como contra un paredón, reaparecen el colombiano Don Hernando
Domínguez Camargo. El mismo frenesí, la misma intención desatada, el mismo
desprecio por lo que los vulgares consideran mal gusto. “Lo que hay de
embriagador en el mal gusto, nos dice Baudelaire, es el placer aristócrata de
desagradar”. Su “lugarteniente del pezón materno”, tan reído por
pseudohumanistas peninsulares, está a la misma altura del “relámpago de risas
carmesíes”, y del Baco en cama de viento
está dormido. Sus banquetes de estrellas y de frutos nuevos, su pelota
ignaciana, elogio de la pelota vasca jugada por hombres que aspiran a la
bienaventuranza, el juego de billar entre un doctor de la Sorbona y San
Ignacio, a treinta soles, para no decir tantos:
Al tiempo pues en que el aro
aprieta
su marfil el doctor, con mano
activa
sin violarlo Loyola una falqueta
del trofeo al marfil opuesto
priva,
y calándose al aro la viñeta,
su bola por el truco fugitiva,
tan lince penetró, tan encañada
que en el bolsillo se quedó
clavada.
Más que una voluptuosidad, un disfrute de los dijes cordobeses y de la
encristalada frutería granadina, en Hernández Camargo el gongorismo, signo muy
americano, aparece como una apetencia de frenesí innovador, de rebelión
desafiante, de orgullo desatado, que lo lleva a excesos luciferinos por lograr
dentro del canon gongorino, un exceso aun más excesivo, que los de Don Luis,
por destruir el contorno con que al mismo tiempo intenta domesticar una
naturaleza verbal, de suyo feraz y temeraria.
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