JULIO CORTÁZAR (1914 – 1984)
EL
PERSEGUIDOR
TERCERA ENTREGA
Como
es natural mañana escribiré para Jazz Hot
una crónica del concierto de esta noche. Pero aquí, con esta taquigrafía
garabateada sobre una rodilla en los intervalos, no siento el menor deseo de
hablar como crítico, es decir de sancionar comparativamente. Sé muy bien que
para mí Johnny ha dejado de ser un jazzman y que su genio musical es como una
fachada, algo que todo el mundo puede llegar a comprender y admirar pero que
encubre otra cosa, y esa otra cosa es lo único que debería importarme, quizá
porque es lo único que verdaderamente le importa a Johnny.
Es
fácil decirlo, mientras soy todavía la música de Johnny. Cuando se enfría...
¿Por qué no podré hacer como él, por qué no podré tirarme de cabeza contra la pared?
Antepongo minuciosamente las palabras a la realidad que pretenden describirme,
me escudo en consideraciones y sospechas que no son más que una estúpida
dialéctica. Me parece comprender por qué la plegaria reclama instintivamente el
caer de rodillas. El cambio de posición es el símbolo de un cambio en la voz,
en lo que la voz va a articular, en lo articulado mismo. Cuando llego al punto
de atisbar ese cambio, las cosas que hasta un segundo antes me habían parecido
arbitrarias se llenan de sentido profundo, se simplifican extraordinariamente y
al mismo tiempo se ahondan. Ni Marcel ni Art se han dado cuenta ayer de que
Johnny no estaba loco cuando se sacó los zapatos en la sala de grabación.
Johnny necesitaba en ese instante tocar el suelo con su piel, atarse a la
tierra de la que su música era una confirmación y no una fuga. Porque también siento
esto en Johnny, y es que no huye de nada, no se droga para huir como la mayoría
de los viciosos, no toca el saxo para agazaparse detrás de un foso de música,
no se pasa semanas encerrado en las clínicas psiquiátricas para sentirse al
abrigo de las presiones que es incapaz de soportar. Hasta su estilo, lo más
auténtico en él, ese estilo que merece nombres absurdos sin necesitar de
ninguno, prueba que el arte de Johnny no es una sustitución ni una
completación. Johnny ha abandonado el lenguaje hot más o menos corriente hasta hace diez años, porque ese lenguaje
violentamente erótico era demasiado pasivo para él. En su caso el deseo se
antepone al placer y lo frustra, porque el deseo le exige avanzar, buscar,
negando por adelantado los encuentros fáciles del jazz tradicional. Por eso,
creo, a Johnny no le gustan gran cosa los blues, donde el masoquismo y las
nostalgias... Pero de todo esto ya he hablado en mi libro, mostrando cómo la
renuncia a la satisfacción inmediata indujo a Johnny a elaborar un lenguaje que
él y otros músicos están llevando hoy a sus últimas posibilidades. Este jazz
desecha todo erotismo fácil, todo wagnerianismo por decirlo así, para situarse
en un plano aparentemente desasido donde la música queda en absoluta libertad,
así como la pintura sustraída a lo representativo queda en libertad para no ser
más que pintura. Pero entonces, dueño de una música que no facilita los
orgasmos ni las nostalgias, de una música que me gustaría poder llamar
metafísica, Johnny parece contar con ella para explorarse, para morder en la
realidad que se le escapa todos los días. Veo ahí la alta paradoja de su
estilo, su agresiva eficacia. Incapaz de satisfacerse, vale como un acicate
continuo, una construcción infinita cuyo placer no está en el remate sino en la
reiteración exploradora, en el ejemplo de facultades que dejan atrás lo
prontamente humano sin perder humanidad. Y cuando Johnny se pierde como esta
noche en la creación continua de su música, sé muy bien que no está escapando
de nada. Ir a un encuentro no puede ser nunca escapar, aunque releguemos cada
vez el lugar de la cita; y en cuanto a lo que pueda quedarse atrás, Johnny lo
ignora o lo desprecia soberanamente. La marquesa, por ejemplo, cree que Johnny
teme la miseria, sin darse cuenta de que lo único que Johnny puede temer es no
encontrarse una chuleta al alcance del cuchillo cuando se le da la gana de
comerla, o una cama cuando tiene sueño, o cien dólares en la cartera cuando le
parece normal ser dueño de cien dólares. Johnny no se mueve en un mundo de
abstracciones como nosotros; por eso su música, esa admirable música que he
escuchado esta noche, no tiene nada de abstracta. Pero sólo él puede hacer el
recuento de lo que ha cosechado mientras tocaba, y probablemente ya estará en
otra cosa, perdiéndose en una nueva conjetura o en una nueva sospecha. Sus
conquistas son como un sueño, las olvida al despertar cuando los aplausos lo
traen de vuelta, a él que anda tan lejos viviendo su cuarto de hora de minuto y
medio.
Sería
como vivir sujeto a un pararrayos en plena tormenta y creer que no va a pasar
nada. A los cuatro a cinco días me he encontrado con Art Boucaya en el Dupont
del barrio latino, y le ha faltado tiempo para poner los ojos en blanco y
anunciarme las malas noticias. En el primer momento he sentido una especie de
satisfacción que no me queda más remedio que calificar de maligna, porque bien
sabía yo que la calma no podía durar mucho; pero después he pensado en las
consecuencias y mi cariño por Johnny se ha puesto a retorcerme el estómago; entonces
me he bebido dos coñacs mientras Art me describía lo ocurrido. En resumen
parece ser que esa tarde Delaunay había preparado una sesión de grabación para
presentar un nuevo quinteto con Johnny a la cabeza, Art, Marcel Gavoty y dos
chicos muy buenos de París en el piano y la batería. La cosa tenía que empezar
a las tres de la tarde y contaban con todo el día y parte de la noche para
entrar en calor y grabar unas cuantas cosas. Y qué pasa. Pasa que Johnny
empieza por llegar a las cinco, cuando Delaunay estaba que hervía de
impaciencia, y después de tirarse en una silla dice que no se siente bien y que
ha venido solamente para no estropearles el día a los muchachos, pero que no
tiene ninguna gana de tocar.
-Entre
Marcel y yo tratamos de convencerlo de que descansara un rato, pero no hacía
más que hablar de no sé qué campos con urnas que había encontrado, y dale con
las urnas durante media hora. Al final empezó a sacar montones de hojas que
había juntado en algún parque y guardado en los bolsillos. Resultado, que el
piso del estudio parecía el jardín botánico, los empleados andaban de un lado a
otro con cara de perros, y a todo esto sin grabar nada; fíjate que el ingeniero
llevaba tres horas fumando en su cabina, y eso en Paris ya es mucho para un
ingeniero.
"Al
final Marcel convenció a Johnny de que lo mejor era probar, se pusieron a tocar
los dos y nosotros los seguíamos de a poco, más bien para sacarnos el cansancio
de no hacer nada. Hacía rato que me daba cuenta de que Johnny tenía una especie
de contracción en el brazo derecho, y cuando empezó a tocar te aseguro que era
terrible de ver. La cara gris, sabes, y de cuando en cuando como un escalofrío;
yo no veía el momento de que se fuera al suelo. Y en una de esas pega un grito,
nos mira a todos uno a uno, muy despacio, y nos pregunta qué estamos esperando
para empezar con Amorous. Ya sabes,
ese tema de Alamo. Bueno, Delaunay le hace una seña al técnico, salimos todos
lo mejor posible, y Johnny abre las piernas, se planta como en un bote que
cabecea, y se larga a tocar de una manera que te juro no había oído jamás. Esto
durante tres minutos, hasta que de golpe suelta un soplido capaz de arruinar la
misma armonía celestial, y se va a un rincón dejándonos a todos en plena
marcha, que acabáramos lo mejor que nos fuera posible.
"Pero
ahora viene lo peor, y es que cuando acabamos, lo primero que dijo Johnny fue
que todo había salido como el diablo, y que esa grabación no contaba para nada.
Naturalmente, ni Delaunay ni nosotros le hicimos caso, porque a pesar de los
defectos el solo de Johnny valía por mil de los que oyes todos los días. Una
cosa distinta, que no te puedo explicar... Ya lo escucharás, te imaginas que ni
Delaunay ni los técnicos piensan destruir la grabación. Pero Johnny insistía
como un loco, amenazando romper los vidrios de la cabina si no le probaban que
el disco había sido anulado. Por fin el ingeniero le mostró cualquier cosa y lo
convenció, y entonces Johnny propuso que grabáramos Streptomicyne, que salió mucho mejor y a la vez mucho peor, quiero
decirte que es un disco impecable y redondo, pero ya no tiene esa cosa
increíble que Johnny había soplado en Amorous."
Suspirando,
Art ha terminado de beber su cerveza y me ha mirado lúgubremente. Le he preguntado
qué ha hecho Johnny después de eso, y me ha dicho que después de hartarlos a
todos con sus historias sobre las hojas y los campos llenos de urnas, se ha
negado a seguir tocando y ha salido a tropezones del estudio. Marcel le ha
quitado el saxo para evitar que vuelva a perderlo o pisotearlo, y entre él y
uno de los chicos franceses lo han llevado al hotel.
¡Qué
otra cosa puedo hacer sino ir en seguida a verlo? Pero de todos modos lo he
dejado para mañana. Y a la mañana siguiente me he encontrado a Johnny en las
noticias de policía del Figaro,
porque durante la noche parece que Johnny ha incendiado la pieza del hotel y ha
salido corriendo desnudo por los pasillos. Tanto él como Dédée han resultado
ilesos, pero Johnny está en el hospital bajo vigilancia. Le he mostrado la
noticia a mi mujer para alentarla en su convalecencia, y he ido en seguida al
hospital donde mis credenciales de periodista no me han servido de nada. Lo más
que he alcanzado a saber es que Johnny está delirando y que tiene adentro bastante
marihuana como para enloquecer a diez personas. La pobre Dédée no ha sido capaz
de resistir, de convencerlo de que siguiera sin fumar; todas las mujeres de
Johnny acaban siendo sus cómplices, y estoy archiseguro de que la droga se la
ha facilitado la marquesa.
En fin, la cuestión es que he
ido inmediatamente a casa de Delaunay para pedirle que me haga escuchar Amorous
lo antes posible. Vaya a saber si Amorous
no resulta el testamento del pobre Johnny; y en ese caso, mi deber
profesional...
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