HORACIO CAVALLO
URUGUAY: VIVEZA CRIOLLA
(artículo
recuperado de la revista colombiana Arcadia)
En Uruguay, como en
el resto de los países sudamericanos, basta una tapita de refresco, una pelota
de papel o incluso una botella de plástico para que al menos dos niños
improvisen un partido de fútbol en el patio de una escuela, en la vereda, en
una plaza. Esa fascinación, que es llevada a cabo con lo mínimo indispensable
–algo que patear– atraviesa varias generaciones. Si bien hoy los juegos de
fútbol en las consolas y la interminable oferta a la que invitan los canales de
cable mostrando una amplísima gama de partidos en diferentes rincones del
mundo, han sacado a muchos de esos niños y muchachos de la calle, se mantiene
ese afán de mover piernas y brazos, de dar alaridos, de pedirla, de intentar
meterla entre la línea imaginaria que forman dos piedras.
Hace veinte o
treinta años cualquier excusa era buena para salir a la calle con una pelota
sencilla de cueros pegados. Nuestros padres sabían que no había peor penitencia
que prohibirnos salir a jugar. Cuando a través de la ventana o en los gritos
lejanos uno adivinaba los pases, las moñas de los pibes de la barra, hundía la
cabeza dentro de la almohada con toda la rabia del mundo. También esos vecinos
amargos que se negaban a que cada tanto la pelota diera en las paredes de sus
casas, como un arrítmico corazón que confabulaba contra la siesta, lo sabían.
Entendían que detrás de nuestros ojos brillantes, la mugre de nuestras piernas
y el ojo atento para evitar los coches, estaba naciendo una pasión que
culturalmente nos hermanaba. Esos vecinos –doy fe– más de una vez rompieron la
pelota que caía en sus techos enterrándole un cuchillo y devolviéndola a la
calle como una masa sin forma. Supimos de la tristeza y de la impotencia viendo
aquél amasijo de goma y cuero. Algunos de esos niños practicaba fútbol en
alguno de los clubes del barrio, otros seguían con sus padres o tíos el rumbo
del campeonato uruguayo, y otros más solo jugaban en las esquinas cada tanto, sintiéndose
un poco pataduras, pero confiados en aquella popular cancioncita que decía:
“Ganamos, perdimos, igual nos divertimos”. Unos querían ser como el delantero
de Nacional, otros como el arquero de Peñarol, como el mediocampista de Cerro,
o el zaguero de Defensor. Tarde o temprano, ante partidos internacionales y
frente a la inminencia de un nuevo Mundial, nos unía a todos el celeste en el
pecho y el negro en los pantalones. No había entonces algo que tuviera la
fuerza con la que se nos aparecía en los sueños un jugador mundialista. Y si
Uruguay quedaba fuera de la competencia demasiado rápido, cada uno sabía si se
pasaría con los argentinos o con los brasileños, por una cuestión de cercanía.
Aunque también cabía la posibilidad de que algún jugador destacado de
cualquiera de los países participantes se ganara, por sus habilidades o sus
locuras, toda nuestra admiración: pienso en las maravillas circenses de René
Higuita, por ejemplo, que hizo que muchos de los niños que jugaban de porteros
decidieran salir a la cancha. O Chilavert, pateando aquellos tiros libres que
en caso de errarlos lo ponían en desventaja atravesando el campo de juego a
toda velocidad, confiado en que los jugadores de su equipo lo protegerían a
capa y espada.
Aunque el fervor
por la Selección Nacional no ha cambiado, durante años de magras actuaciones,
los uruguayos sufrimos en primera instancia para clasificar para un Mundial y
en segunda por no mantenernos en la competencia más que tres o cuatro partidos.
En los últimos años la devoción creció con base en ciertos logros conseguidos,
algunos en el ámbito técnico y otros en destacadas individualidades que
acabaron por funcionar en colectivo. Si para mi generación y las anteriores el
mito del Maracaná empezaba a convertirse en un inalcanzable que oíamos una y
cien veces en las mesas del bar de boca de quienes habían vivido, o bien, a
quienes se los habían contado de primera mano, el momento más alto de la
Selección uruguaya que acompañé fue el partido de Sudáfrica 2010 contra la
selección de Ghana. Un partido peleado que bien le habría costado la derrota a
nuestro equipo si no existiera eso que por acá siempre se llamó la viveza
criolla, y que en este caso traía una cuota de suerte: el partido que está por
terminar en empate, un ataque de Ghana y Luis Suárez que evita en la línea de
gol que la pelota entre usando las manos. La duda, los nervios. Fucile que en
un gesto altruista finge ser quien la tocó con la mano para que no expulsen a
Suárez. La repetición. Suárez sacando la pelota con la mano como si fuera
Fernando Muslera. La roja y el tiro de penal. El mostrador del comercio donde
trabajo con los cuatro empleados en silencio. Tres. Uno decide ir al baño. No
soporta la presión. Prefiere no ver. El tiro en el travesaño y la pelota afuera.
El festejo de Suárez camino a los vestuarios. Unos minutos más y los otros
tiros de penal, los que definían la permanencia o no en el campeonato. El
empleado que por cábala vuelve al baño. El grito de gol cuando Abreu pica la
pelota al centro del arco y un ómnibus cruza por la calle Galicia. Ese segundo
donde los rostros que aparecen en la ventana del ómnibus y el mío se encuentran
con los brazos en el aire. Esos rostros junto a una bandera que flamea y que no
volveré a ver, o que no reconoceré, cuando volvamos a ser tipos normales y nos
crucemos en una feria, en una calle, cuando contemos cada uno a su manera
aquella tarde donde estalló un grito ronco en cada bar, donde las veredas se
cubrieron de gente con la cara pintada, y los automóviles se llenaron de banderines,
con la certeza de que nuestro Mundial podía terminar ahí, de que eso era
suficiente, de que podríamos contarlo mil veces aun sabiendo que de ninguna
forma podríamos transmitir lo que en verdad sentimos aquella tardecita.
No hay comentarios:
Publicar un comentario