JUAN
RULFO (1917 – 1986)
PEDRO
PÁRAMO
CUADRAGÉSIMA ENTREGA
-Tengo la boca llena de tierra.
-Sí, padre.
-No digas: «Sí, padre». Repite conmigo lo que yo
vaya diciendo.
-¿Qué va usted a decirme? ¿Me va a confesar otra
vez? ¿Por qué otra vez?
-Ésta no será una
confesión, Susana. Sólo vine a platicar contigo. A prepararte para la muerte.
-¿Ya me voy a morir?
-Sí, hija.
-¿Por qué entonces no
me deja en paz? Tengo ganas de descansar. Le han de haber encargado que viniera
a quitarme el sueño. Que se estuviera aquí conmigo hasta que se me fuera el
sueño. ¿Qué haré después para encontrarlo? Nada, padre. ¿Por qué mejor no se va
y me deja tranquila?
-Te dejaré en paz,
Susana. Conforme vayas repitiendo las palabras que yo diga, te irás quedando
dormida. Sentirás como si tú misma te arrullaras. Y ya que te duermas nadie te
despertará... Nunca volverás a despertar.
-Está bien, padre. Haré lo que usted diga.
El padre Rentería,
sentado en la orilla de la cama, puestas las manos sobre los hombros de Susana
San Juan, con su boca casi pegada a la oreja de ella para no hablar fuerte,
encajaba secretamente cada una de sus palabras: «Tengo la boca llena de
tierra».
Luego se detuvo. Trató
de ver si los labios de ella se movían. Y los vio balbucir, aunque sin dejar
salir ningún sonido.
«Tengo la boca llena de
ti, de tu boca. Tus labios apretados, duros como si mordieran oprimidos mis
labios...»
Se detuvo también. Miró
de reojo al padre Rentería y lo vio lejos, como si estuviera detrás de un
vidrio empañado.
Luego volvió a oír la voz calentando su oído:
-Trago saliva espumosa;
mastico terrones plagados de gusanos que se me anudan en la garganta y raspan
la pared del paladar... Mi boca se hunde, retorciéndose en muecas, perforada
por los dientes que la taladran y devoran. La nariz se reblandece. La gelatina
de los ojos se derrite. Los cabellos arden en una sola llamarada...
Le extrañaba la quietud
de Susana San Juan. Hubiera querido adivinar sus pensamientos y ver la batalla
de aquel corazón por rechazar las imágenes que él estaba sembrando dentro de
ella. Le miró los ojos y ella le devolvió la mirada. Y le pareció ver como si
sus labios forzaran una sonrisa.
-Aún falta más. La
visión de Dios. La luz suave de su cielo infinito. El gozo de los querubines y
el canto de los serafines. La alegría de los ojos de Dios, última y fugaz
visión de los condenados a la pena eterna. Y no sólo eso, sino todo conjugado
con un dolor terrenal. El tuétano de nuestros huesos convertido en lumbre y las
venas de nuestra sangre en hilos de fuego, haciéndonos dar reparos de increíble
dolor; no menguado nunca; atizado siempre por la ira del Señor.
«Él me cobijaba entre sus brazos. Me daba amor.»
El padre Rentería
repasó con la vista las figuras que estaban alrededor de él, esperando el
último momento. Cerca de la puerta, Pedro Páramo aguardaba con los brazos
cruzados; en seguida, el doctor Valencia, y junto a ellos otros señores. Más
allá, en las sombras, un puño de mujeres a las que se les hacía tarde para
comenzar a rezar la oración de difuntos.
Tuvo intenciones de
levantarse. Dar los santos óleos a la enferma y decir: «He terminado». Pero no,
no había terminado todavía. No podía entregar los sacramentos a una mujer sin
conocer la medida de su arrepentimiento.
Le entraron dudas.
Quizá ella no tenía nada de que arrepentirse. Tal vez él no tenía nada de que
perdonarla. Se inclinó nuevamente sobre ella y, sacudiéndole los hombros, le dijo
en voz baja:
-Vas a ir a la presencia de Dios. Y su juicio es
inhumano para los pecadores.
Luego se acercó otra vez a su oído; pero ella
sacudió la cabeza:
-¡Ya váyase, padre! No se mortifique por mí. Estoy
tranquila y tengo mucho sueño.
Se oyó el sollozo de una de las mujeres escondidas
en la sombra.
Entonces Susana San Juan pareció recobrar vida. Se
alzó en la cama y dijo:
-¡Justina, hazme el favor de irte a llorar a otra
parte!
Después sintió que la
cabeza se le clavaba en el vientre. Trató de separar el vientre de su cabeza;
de hacer a un lado aquel vientre que le apretaba los ojos y le cortaba la respiración;
pero cada vez se volcaba más como si se hundiera en la noche.
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