GRAHAM GREENE (1904 – 1991)
EL PODER Y LA GLORIA
TRIGESIMOSEXTA
ENTREGA
SEGUNDA
PARTE
III (2)
-¿Eres tú, Catalina? En realidad no lo creo, ¿sabe
usted? No es más que una pregunta.
-Ahora que yo tengo de qué quejarme -continuó la
voz anterior-. Un hombre ha de defender su honor. Todos ustedes admiten esto,
¿verdad?
-Yo no
sé nada del honor.
-Yo estaba en la cantina y el hombre de
quien hablo se acercó a mí y me dijo: “Su madre de usted es una tal”. Bueno, yo
no podía hacerle nada: llevaba revólver. Bebió demasiada cerveza, pude darme
cuenta, y cuando salió vacilando yo le seguí. Yo tenía una botella y la
estrellé contra la pared. Ya ve usted, no llevaba mi pistola. Su familia tenía
influencia con el jefe; si no, yo nunca hubiera entrado aquí.
-Es
terrible matar a un hombre.
-Habla
usted como un cura.
-Fueron
los curas los que lo hicieron -insistió el anciano-. En eso tiene usted razón.
-¿Qué
quiere decir?
-¿Qué importa lo que diga un viejo como éste? Yo quisiera
hablarle a usted de algo distinto...
Una voz
de mujer dijo:
-Ellos
le quitaron la hija.
-¿Por
qué?
-Era
ilegítima. Obraron correctamente.
Al oír la palabra “ilegítima” su corazón latió
dolorosamente: fue como si un enamorado oyera pronunciar a un extraño un nombre
de flor que también fuese nombre de mujer. “¡Ilegítima!” La palabra lo llenaba
de miserable felicidad. Lo acercaba a su propia niña: la vio bajo el árbol,
junto al bananero, abandonada a todos los peligros. Repitió:
-¡Ilegítima!
-como pudiera repetir el nombre propio de la hija, con ternura disfrazada de
indiferencia.
-Dijeron que era un padre indigno. Pero, claro,
cuando los curas huyeron, la chica tuvo que volver con él. ¿Adónde si no había
de ir? -Esto parecía un final feliz, hasta que añadió ella-: Por supuesto, ella
le aborrecía.
El cura imaginaba, al escucharla, la boquita
compuesta de una mujer burguesa. ¿Qué estaría haciendo en la cárcel?
-¿Por
qué está preso el viejo?
-Tenía
un crucifijo.
La fetidez del cubo aumentaba por momentos; la
noche rodeaba a todos como un muro carente de ventilación, y el cura oyó que
alguno hacía aguas tamborileando en los lados de la lata.
-No
tenían derecho a meterse... -empezó.
-Hicieron
lo justo, desde luego. Aquello era un pecado mortal.
-No es
justo hacerle aborrecer a su padre.
-Ellos
saben lo que es justo.
-Fueron unos malos sacerdotes al hacer semejante
cosa -manifestó él-. El pecado estaba hecho. Su obligación era enseñar...,
bueno, el amor.
-Usted
no sabe lo que es justo. Los curas lo saben.
Después
de un momento de vacilación, confesó él con claridad:
-Yo soy
sacerdote.
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