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G. K. CHESTERTON (1874 – 1936)

EL HOMBRE QUE FUE JUEVES
(PESADILLA)

Traducción y prólogo de ALFONSO REYES


CUADRAGÉSIMOCUARTA ENTREGA


CAPÍTULO DECIMOTERCERO



LA TIERRA EN ANARQUÍA (3)



A esto pasaban por la parte más quieta de la ciudad. Apenas encontrarían uno o dos transeúntes, que no podrían darles idea cabal del aire favorable u hostil de la población. Pero ya las ventanas empezaban a iluminarse, lo cual daba una impresión de tierra habitada y humanitaria. El Dr. Bull, volviéndose hacia el Inspector, que había sido el guía durante la fuga, se permitió una de sus sonrisas tan amables y naturales.


-Estas luces alegran.


El Inspector Ratcliffe frunció el ceño.


-Sólo una luz puede alegrarme -dijo-, y es la del puesto de policía que creo distinguir al otro extremo de la ciudad. Dios quiera que lleguemos allá antes de diez minutos.


El buen sentido, el optimismo de Bull, se sublevaron.


Todo eso es locura -exclamó-; si usted se figura que todas esas casas están llenas de anarquistas, está usted más loco que un anarquista. Si hiciéramos frente a esos sujetos toda la población combatiría al lado nuestro.


-No -dijo el otro con desconcertante sencillez-. Toda la ciudad combatiría al lado de ellos. Lo va usted a ver.


Mientras esto hablaban, el Profesor, inclinado, escuchaba con gran inquietud.


-¿Qué ruido es ése? -preguntó.


-Supongo que es la caballería -dijo el Coronel-. Creí que ya la habíamos dejado muy atrás.


Apenas había dicho esto, cuando por la bocacalle de enfrente, vieron pasar a todo correr dos objetos brillantes que hacían un ruido pesado. Aunque pasaron muy de prisa, todos se dieron cuenta de que eran dos autos. El Profesor, pálido, juró que eran los otros dos autos del garage del Dr. Renard.


-Aseguro a ustedes que son los mismos -insistió con asombrados ojos-. Y están llenos de enmascarados.


-Eso es absurdo -dijo el Coronel con disgusto-. El Dr. Renard nunca hubiera consentido...


-Bien pueden haberle obligado -le interrumpió Ratcliffe con intención-. Todo el pueblo está con ellos.


-Pero ¿es posible que crea usted eso? -preguntó el Coronel.


-Y usted lo creerá también dentro de poco, -dijo el otro con la tranquilidad de la desesperación. Hubo un silencio, y el Coronel dijo al fin:


-No, no puedo creerlo. Es muy absurdo. ¡Todo el pueblo de una pacífica ciudad de Francia!...



Pero le interrumpió una detonación y un fulgor que pareció estallar en sus ojos. En su vertiginosa carrera, el auto dejó tras de sí una mota de humo en el aire. Syme había oído silbar una bala. 

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