GRAHAM GREENE (1904 – 1991)
EL PODER Y LA GLORIA
TRIGESIMOSÉPTIMA
ENTREGA
SEGUNDA
PARTE
III (3)
Aquello era el final: no hacía falta esperar más
tiempo. Los diez años de acoso terminaban por fin. Se hizo el silencio a su
alrededor. Aquel lugar se parecía mucho al mundo: atestado de lujuria, crimen y
amor desgraciado. Su hedor llegaba hasta el cielo. Pero él comprendió que,
después de todo, podía encontrar allí la paz al dar por cierto que le quedaba
poco tiempo.
-¿Un
sacerdote? -preguntó al fin la mujer.
-Sí.
-¿Y lo
saben “ellos”?
-Todavía
no.
Sintió
una mano palpando su manga. Dijo una voz:
-No
debió usted decírnoslo. Aquí, Padre, hay de todo. Asesinos...
La voz
que le había descrito el crimen protestó:
-No
tiene usted motivo para ofenderme. Que yo matara a un hombre no significa... -Se
iniciaron murmullos por todas partes. La voz continuaba con amargura-: Yo no
soy un soplón, sólo que cuando un hombre dice “su madre fue una tal”...
-No es preciso que nadie me delate. Sería un pecado.
Cuando llegue el día lo descubrirán por sí mismos.
-Le
fusilarán a usted. Padre -dijo la voz de mujer.
-Sí.
-¿Tiene
usted miedo?
-Sí.
Desde luego.
Habló una nueva voz desde el rincón donde antes sonaron
rumores de placer. Afirmó áspera y obstinadamente:
-Un
hombre no tiene miedo de una cosa como ésa.
-¿No? -preguntó
el cura.
-Una
pizca de dolor. ¿Qué supone? Tiene que llegar un día u otro.
-De
todos modos -manifestó el cura- tengo miedo.
-Peor es
un dolor de muelas.
-No
todos podemos ser valientes.
La voz
replicó con desprecio:
-Todos
los creyentes son ustedes lo mismo. El cristianismo los hace cobardes.
-Sí. Tal vez tenga usted razón. Ya ve usted, soy un
mal sacerdote y un mal hombre. Morir en pecado mortal –lanzó una risita
desasosegada-, figúrese usted.
-Ahí
está. Es lo que yo digo. El creer en Dios acobarda.
Era una
voz triunfante, como si hubiese demostrado algo.
-¿Entonces,
qué? –dijo el cura.
-Más
vale no creer; y ser un valiente.
-Ya veo;
sí. Y, por supuesto, si uno pudiera creer que el gobernador no existe, ni el
jefe
tampoco;
si pudiéramos fingir que esta cárcel no es ninguna cárcel, sino un jardín, ¡qué
valientes seríamos entonces!
-Eso no
es más que una bobada.
-Pero
cuando nos encontramos con que la cárcel es la cárcel, y que el gobernador
existe allá sin duda alguna, no tiene gran importancia el que hayamos sido
valientes una o dos horas.
-Nadie
puede decir que esta cárcel no sea cárcel.
-¿No?
¿No lo cree usted? Ya veo que no hace usted caso de los políticos.
Los pies le dolían mucho: tenía calambres en las
plantas, pero no podía ejercer presión en los músculos para aliviarlos. Todavía
no era medianoche; las horas de oscuridad extendíanse por delante de modo
interminable.
La mujer
dijo de pronto:
-Fíjense.
Tenemos un mártir aquí.
El cura
trató de reprimir la risa: no podía contenerse. Se expresó así:
-No creo que los mártires sean como yo. -Se
puso serio súbitamente, recordando las palabras de María: no sería digno el
atraer la burla sobre la Iglesia. Añadió-: Los mártires son hombres santos. Es
un error que por el solo hecho de morir... No. Les digo a ustedes que estoy en
pecado mortal. He hecho cosas de las cuales no les podría hablar: tan sólo
puedo susurrarlas en el confesonario.
Cuando él hablaba todos le escuchaban con atención,
como si lo hiciera en la iglesia; él meditaba dónde estaría sentado en aquel
momento el inevitable Judas; pero no sentía la presencia del inevitable Judas,
como la sintió en la choza del bosque. Le conmovía un afecto enorme y absurdo por
los habitantes de aquella cárcel. Le acudió una frase: Así amó Dios al mundo...
-Hijos míos, no habéis de creer nunca que los
santos mártires sean como yo. Para mí tenéis un nombre. Oh, yo os lo he oído
emplear antes de ahora. Soy un “pater-whisky”. Estoy aquí porque me encontraron
una botella de aguardiente en el bolsillo.
Intentó sacar los pies de debajo del cuerpo; había
pasado el calambre y los tenía como muertos, sin sensibilidad alguna. Oh,
bueno; podían seguir así. No los usaría por mucho tiempo.
El anciano refunfuñaba, y los pensamientos del cura
volvieron a Brígida. El conocimiento del mundo residía en ella como la oscura
mancha delatora en una radiografía. Sentía el angustioso deseo de salvarla,
pero ya conocía la sentencia del cirujano: el mal era incurable.
La voz
de la mujer dijo, excusando:
-Beber
un poco, Padre... no tiene tanta importancia.
Pensaba el cura por qué estaría allí: probablemente
por tener algún cuadro religioso en su casa. Tenía el fastidioso tono vehemente
de la mujer piadosa. ¿Por qué no quemarlos? No son necesarios los cuadros...
Pronunció con seriedad:
-Oh, no soy tan sólo borracho. -Le preocupó siempre
el destino de las mujeres devotas: tanto como el de los políticos. Se alimentan
de ilusiones. Se aterrorizaba por ellos. Con frecuencia llegan a la muerte en
un estado de complacencia invencible, hueros de caridad. Era un deber, si uno
podía, despojarles de sus nociones sentimentales acerca del bien... Declaró con
acento duro:
-Tengo
una hija.
¡Qué buena mujer era! Su voz excusaba en la
oscuridad. Él no pudo captar lo que dijo, pero fue algo sobre el buen ladrón.
Contestó:
-Hija mía, el ladrón se arrepintió. Yo no me he
arrepentido. -Se acordó de la niña entrando en la cabaña, la mirada experta,
maliciosa, oscura, con el sol a su espalda. Añadió-: No sé arrepentirme.
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