HACERSE UN LUGAR A COMBOS: CLAUDIA DONOSO ENTREVISTA A LA COLORINA
STELLA DÍAZ VARÍN
por Tomás Henríquez
(6-4-2021)
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La palabra escondida: conversaciones con Stella Díaz Varín es un libro
publicado este año sobre la vida de la poeta nacida en La Serena, quien por su
obra y su personalidad llegó a hacerse un camino hasta llegar a ser reconocida
como un icono de la literatura nacional.
Alta, robusta,
imponente, de mirada penetrante, voz gruesa, ronca y teatral. Pero sobre todo
es recordada por el furioso atardecer de su cabellera. «La Colorina», como le
decían, parece inolvidable. Cada tanto se la recuerda como la poeta feminista
precursora del punk, la nihilista rabiosa, la polémica, la irascible, o bien la
última femme fatale de la literatura chilena, famosa por
pegar, no carterazos sino combos. Porque Stella Díaz Varín practicó el desacato
como una forma de vida. O así se deja leer en La palabra escondida:
conversaciones con Stella Díaz Varín (Ediciones UDP, 2021), texto que
reúne 12 entrevistas que la periodista Claudia Donoso le realizó entre 1999 y
2006, pocos meses antes de su muerte. Se trata de la transcripción de un
diálogo entre dos amigas, desde un principio pensado para terminar en algo así
como una memoria o una biografía.
Nació en La Serena en
1926. Vivió su infancia arriba de una yegua tan roja como su cabello. Ya de
niña escribía poemas en los que cultivó un amor desmedido por su padre. Cuando
falleció ella tenía apenas 7 años. Entendió entonces que venía de una familia
de mujeres solas. Que estaban condenadas a quedarse solas.
De ahí que se criara
sintiendo compasión por las viudas, las abandonadas, o aquellas mujeres que
solo heredaron deudas. Y por eso de joven su madre siempre la quiso casar con
Urquízar, el dueño de un fundo carbonero. Él le regalaba catitas australianas
que días después amanecían muertas. Así, Stella entendió el significado real
del matrimonio: era una jaula de la que no saldría con vida. La Serena no era
muy distinto. La biblioteca se transformó en un refugio donde no había otra
lectora más que la Colorina.
Ya de grande, ejerció
como periodista de crónica roja. Apasionada por crímenes y accidentes, incluso
llegó a advertir a Carabineros de su oficio: muerto que haya, muerto
que me notifican.
En ese tiempo era
marxista devota. En un acto de campaña le cantó a González Videla (“No te
vayas, Gabriel/ Quédate en La Serena/ Es mujer y contigo se siente acariciada”),
quien para sorpresa de todos, tiempo después resultó ser un traidor.
El Partido Comunista
hizo correr el rumor de que Stella era su amante, infamia que la indignó y la
llevó a romper filas. Se volvió trostkista, no sin antes tatuarse una calavera
en el antebrazo izquierdo. Para ella, ese Judas no merecía otra cosa sino la
muerte.
No tardó mucho y se
fue a Santiago. Quería vivir sola, ser periodista, estudiar medicina y
escribir poesía. Formó parte de la generación del 50, jóvenes poetas
amparados al alero de viejos próceres todavía en actividad: Francisco Coloane,
Tomás Lago, Alberto Romero. También figuraban las disputas entre Neruda y De
Rokha.
En ese contexto, la
Colorina generaba fascinación. Fue durante años una virgen inalcanzable, la
musa decadentista para un puñado de hombres más interesados en su garbo que en
su poesía. Fue amiga de Teófilo Cid —el último gran príncipe de la noche, el
dandi de la miseria—. Juntos vivieron entre la bohemia, en los matarifes de
Santa Rosa y los parroquianos de la Unión Chica. Ahí se hizo amiga de Jorge Teillier,
el gran héroe de la melancolía y la derrota.
También destaca su
amistad con Nino García, un artista demasiado fino para este país de
mierda, recordado músico que, a principios de los noventa, acabaría
pegándose un tiro. En esos diez años Stella publicaría el grueso de su
obra: Razón de mi ser (1949), Sinfonía del hombre
fósil (1953) y Tiempo, medida imaginaria (1959). De
este último, conservamos versos inapelables:
«Me aproximo
a tu figura alada,
a tus pequeños
vértigos;
y te enseño a mirar
como sólo pueden
hacerlo los peces,
en órbitas que tus
manos desconocían.
Emerjo —pequeño dios—
desde el vientre más
recóndito
para unirte con la
distancia, tan precisa».
Stella también se da
tiempo para hablar de su joven amorío con Alejandro Jodorowski. Era muy
lindo, dice la Colorina. Todavía no tenía esa cara de gallinazo ridícula
que tiene ahora. Cuenta que un día se juntaron en la Plaza de Armas. Ella
le leyó un poema, se lo dedicó. Y de inmediato comenzó un terremoto. Se
abrazaron creyendo que era señal de que estarían unidos para siempre. Pero no
fue así. Durante su vida la poetisa tendría varios amantes, pero fiel al sino
trágico que cruzaba su estirpe familiar, se quedó sola. Pensándolo
bien, nunca he amado a un hombre. (…) En realidad, no le tengo respeto a ningún
hombre.
Durante la UP dejó la
poesía. El momento histórico merecía estar a la altura. A pesar de ser vetada
por el PC, gracias a Alfonso Alcalde, trabajó en Quimantú.
Luego del golpe fue
perseguida, y aunque le costó mucho conseguir trabajo, hizo de publicista y
escribió para La Tercera. Oscuro tiempo en el que tuvo que hacerse un lugar,
literalmente, a combos. Famosa es la anécdota de cuando golpeó a Enrique
Lafourcade, dizque por soplón. «Hace bien pelear porque manejas tu
adrenalina, diría luego con cierto orgullo». Así devino señera figura
gótica de nuestro reciente medioevo que se paseaba elegante y ruinosa en pleno
oscurantismo dictatorial.
«No quiero
que mis muertos
descansen en paz.
Tienen la obligación
de estar presentes
vivientes en cada
flor que me robo
a escondidas
al filo de la
medianoche
cuando los vivos al
borde del insomnio
juegan a los dados
y enhebran su
amargura».
Pero quizás el
gran mito que se le carga a la Colorina es la imagen de mujer loca, de
incontrolable y peligrosa. Mujer que, acaso intentando sobrevivir a la
hostilidad de su época, debió masculinizar su figura.
Lo cierto es que si
bien ella misma ayudó a construir ese mito, también fue consecuencia de la
amenaza que constituía el deseo femenino para la poesía, consabido territorio
de hombres. Stella fue una pesadilla para la masculinidad, en tanto, se negó a
someterse a ella. Antes que una musa o la fuente de inspiración para la vanidad
ajena, supo forjar una voz propia, sombría, rotunda, estentórea y que parecía
tener un objetivo claro:
«Una sola
será mi lucha
y mi triunfo:
encontrar la palabra
escondida
aquella vez de
nuestro pacto secreto
a pocos días de
terminar la infancia».
Estos versos
corresponden a Los dones previsibles (1992), texto con el que
cortaría más de 30 años sin publicar, y que le valió el siempre esquivo
reconocimiento. En los 2000 ganó un Fondart para escribir sus memorias.
Con esa plata cambió
las cañerías del agua y del gas de su pequeño departamento. Vivía en un cuarto
piso, en ese pueblo triste y fuera del tiempo que es la Villa Olímpica. Allí
pasó sus últimos años, borracha, desdentada, insufrible, escéptica ante la
alegría de la transición, pero resistiendo estoica el desamparo y la pensión de
miseria que recibía. Y como fuera, se las arreglaba. Robaba flores en la calle,
se fumaba las colillas de cigarro que recogía en los teatros y cocinaba con
oficio de malabarista.
Aun así, seguía
generando fascinación, ahora en jóvenes que peregrinaban a escuchar sus
anécdotas. O bien, a entrevistarla. «Ni ella ni yo creíamos a pie juntillas
en este libro», confiesa Donoso en el prólogo. Y quizá por eso demoró
quince años en publicarlo. En sus manos tenía una joya. Nada menos que los
recuerdos de una mujer que vio llorar a Violeta destruida por amor. Que vio
llorar a Allende frustrado ante la división de la izquierda. Y que ella misma
lloró muchas veces, pero nunca dejándose arrasar ni por la angustia ni por la
pena. Así era la Colorina.
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