MORIR CON APARICIO
HUGO GIOVANETTI VIOLA
DÉCIMA ENTREGA
EL ECLIPSE (6)
Ahora estoy viendo
los ojos del Negro cuando Juan Serrador le prestó la bicicleta. Yo tenía cinco
años y todavía no había empezado a ir a la escuela ni al catecismo. Vivíamos en
la casilla del fondo de la casilla de la tía Felipa y de postre chupábamos
flores, con mi hermano. Juan Serrador vivía al costado de la carretera, en un
chalé muy lindo. Se hicieron tan amigos con el Negro que un viernesanto que
ellos se iban a Minas Juan le prestó la bicicleta por el fin de semana. La
trajeron de noche y mi hermano lloró como tres horas para que lo dejaran andar
una vuelta. Papá le daba cachetazos y mamá le sonaba los mocos diciéndole:
“Mañana de mañana andás hasta aburrirte, Negro. Hoy te podés matar”. Después
tomamos el café con leche y nos fuimos a dormir: la bicicleta estaba abajo de
la luna que entraba por el enrejado de madera y el Negro se había sentado a
oscuras a mirarla. Cuando me desperté para ir al baño me pareció que iba a
pasarse toda la noche así, porque los aujeros del enrejado ya se habían puesto
verdes. Después papá se levantó para ir a buscar changas y al final lo dejaron
sacar la bicicleta. Pero la encontraron pinchada. Entonces el Negro nos empezó
a pedir un peso a cada uno por turno para comprar un parche, y no hubo quien le
hiciera entender que no teníamos nada. Él miraba la llanta y nos miraba así,
con una cara rara que me hacía arrodillarme por adentro.
A la otra temporada
papá empezó a pilotear lanchas en Punta del Este y en febrero pudimos alquilar
una casilla cerca de un campamento gitano. Ya no éramos tan pobres como antes,
porque de noche comíamos arroz. Entonces los chiquilines de mi clase armaron
programa para ir al cine el domingo de pascua. Yo la fui preparando a mamá toda
la semana, aunque nunca en mi vida había ido al cine y la palabra matiné me
sonaba a kermese. Pero fue un Turismo lluvioso -sin excursiones ni a la isla
Gorriti- y tuvimos que volver a cenar café con leche. Así que cuando llegó el
domingo, mientras volvíamos de la misa mamá me dijo que no me podía dar la
plata. Yo me acosté y no comí arroz y traté de llorar hasta llorar de veras, de
tanta rabia que me dio. Después ella se apareció corriendo y me puso un saquito
celeste de mi prima y me llevó a la plaza. “No te olvides que te estoy dando
sesenta pesos que no tengo” dijo por el camino: “Bueno, mucho cuidado a la
salida, Alondra. No vayas a cruzar hasta que no me veas parada aquí, ¿me
oíste?”. La matiné fue linda cuando dieron las tres primeras películas, de
indios y caubois y del gordo y el flaco. Pero al final dieron una película de
Don Quijote, un viejo medio loco que llegaba a un lugar donde le hacían de
todo, hasta que lo reventaron a pedradas. Yo empecé a ver borroso por primera
vez en mi vida, mientras los otros se morían de risa. Entonces me escapé, y al
salir a la calle encontré a la gente haciendo cola para reírse del loco. En la
plaza lloviznaba. Y mañana terminan las vacaciones y ellos hacen la cola tan
contentos, Dios querido, pensé. Por eso me fui sola hasta casa, corriendo.
Me acuerdo que casi
todos los chiquilines del barrio nos habíamos hecho amigos de los gitanitos,
aunque mamá me dijo que tuviera cuidado con no ir al campamento “porque nunca
se sabe bien qué es eso”. Pero cuando Carmela tocaba el acordeón nosotros nos
escondíamos a escuchar entre los transparentes. Ella se había hecho amiga de
mamá después del carnaval, cuando toda la tribu salió a buscar a la Gorrión y al cacharrero
jipi que la robó en Gorlero. Carmela era la madre y Lucio el padre. Lucio no
venía nunca al campamento pero tenía el camión más lindo, porque era el
cacique. Nosotros lo vimos de espaldas una vez, cuando llegó de traje negro y
gacho y entró sin hacer ruido. Ella se asustó tanto que el acordeón se le
despatarró. Entonces se pelearon en otro idioma y abrieron la carpa más chica y
vimos cantidad de vestidos colorinches tirados en cajones. Al otro día Carmela
cayó a ver mamá, llorando como loca. A nosotros no nos dejaron escuchar, pero
yo pesqué en la casa de la tía Felipa que Lucio había adivinado enseguida lo
que ningún otro gitano descubrió en dos semanas. “Después fueron al camping de
Punta Ballena. Y allí estaban los dos” le contaba la tía Felipa a doña Pepa
(una curandera de la vuelta que le estaba leyendo las barajas): “Quince años la
mocosa, y él más de treinta. Dicen que el cacharrero salió guapeando de la
carpa, aunque no pasó nada. Al jipi lo arreglaron con unos cobres y ella volvió
tan desilusionada que no se ha hecho otro moño hasta ahora que el de viuda.
Dicen que está infladita, doña Pepa. Es eso. Y no quiere sacárselo ni a
ganchos”.
Ese año yo ya
estaba en tercero de escuela. Los gitanitos estaban todos en primero y segundo
(aunque muchos tenían como diez años) porque se habían atrasado viajando desde
Perú y Bolivia. Nosotros éramos amigos de los Urracas, unos mellizos hermanos de
la Gorrión y la Torcaza. Siempre
andábamos juntos, y tres noches después que sacamos la lotería -me acuerdo
porque papá llegó con la noticia de que había comprado el terreno para hacernos
la casa- nos invitaron a una fiesta. “Se desinfló mi hermana” dijo Tuco (el más
feo): “Y están todos bailando por el angelito”. Nosotros ni pedimos permiso y
rajamos a escuchar en la carpa más chica. Ya no había vestidos colorinches, y
en un catre del fondo estaba la
Gorrión , mirando para abajo. Después Tuco nos hizo entrar en
la carpa más grande. En el medio había armada una mesa con botellas y fuentes y
un montón de faroles a mantilla. Todo el mundo hablaba menos Carmela y Lucio
(que estaba sentado de espaldas con una capa roja). “¿Y cómo se va a llamar el
angelito?” le pregunté a Tuco. “Así nomás. Angelito” me dijo. Y me agarró de un
brazo y me llevó otra vez hasta la carpa chica. Cuando nos acercamos a la Gorrión ella estaba tirada
bocarriba, y yo viché un cajón que había al lado del catre y casi pego un grito
cuando vi que a Angelito le habían puesto monedas arriba de los ojos. Por eso
le pedí a Tuco que le avisara a Lucio. Entonces nos volvimos a meter todos en
la carpa más grande, donde Carmela seguía tocando el acordeón con la cara
mojada. Tuco se arrimó al padre y no sé lo que le habrá dicho, porque Lucio se
dio vuelta de golpe y me clavó los ojos como si ya supiera dónde estaba yo. Fue
una mirada verde que me miró con lo del medio y la parte más blanca del mismo
color, rajándome los ojos.
Siempre pienso en
la tarde del eclipse, también. Fue justo el día anterior a que nosotros nos
mudáramos a la casa nueva, y de mañana la maestra nos explicó en el pizarrón
cómo la luna iba a meterse entre el sol y la tierra y después nos repartió los
negativos para poder mirarlo. A mí el doctor no me quiso dejar, porque yo ya
andaba lagañosa y borrosa y con unos dolores de cabeza más horribles que el que
me vino al otro día del baile de Angelito.
Ahora estoy
acordándome del miedo que me dio la noche de la matanza, este invierno pasado.
Yo ya sabía bastante cómo iba a ser la zafra porque apenas vinimos a la isla
Cruz me explicó que él se quedaba aquí para que nadie asustara a los animales.
Al principio se pasaba vigilándolo al Negro para que no buscara colmillos ni
maderas de barcos en las partes de lobos. “No se puede vivir donde están ellos”
nos decía: “Porque el lobo se asusta del olor del hombre”. Me acuerdo que la
mañana que empezó la zafra había cantidad de loberos jugando a la baraja, al
fútbol y a las bochas. Tomaban mucho pero no se peleaban -al principio- y yo
hasta me olvidé para qué habían venido. Pero una tarde empezó el temporal y
después se pasaron hablando de donde iba a ser la corrida al otro día. Hablaban
de las piedras que tenían que pisar y de los escarpines que usan para saltar
sin resbalarse arriba de las piedras. Y esa noche hubo lío entre mamá y papá.
“No hay problema mujer” decía papá borracho: “Siempre se necesitan más y uno va
con un palo”. “Pero vos nunca fuiste, Liborio. Te podés lastimar”. “No jodas
más mujer” gritó papá al final y se tiró en el catre a hablar con el hermano
muerto. Al otro día de mañana esperamos todos juntos a que volvieran Cruz y
otro puntero viejo, el Rayo: habían ido a las cañas para ver si largaban la
corrida. Los loberos tenían olor a grasa y respiraban hondo cuando decían que
el viento estaba “para acá”. Ya había pasado el temporal más fuerte, pero hacía
un frío del diablo y nosotros estábamos temblando y de pasamontañas. Después
que sonó el pito y arrancó la fila, mamá nos llevó para dentro y se puso a
llorar. Yo me di cuenta que había empezado la corrida cuando chillaron todas
las gaviotas juntas. Después contó papá que los lobos siguieron durmiendo los
más tranquilos y el Rayo les pasó entremedio, espantando gaviotas (porque ya
habían estado toda la semana haciéndoles lo mismo, para que en la corrida no se
despertaran). Entonces se largaron todos y les cerraron las salidas al agua.
“No dejen armar chorro, no dejen armar chorro” dice que gritaban algunos
loberos levantando los palos. Pero después se encocoró un peluca y hubo que
reventarlo a palazos y él mordió varios pies. A dos finos tuvieron que matarlos
mientras iban arriándolos porque les vino rabia, y así pierden el pelo. De
tarde los llevaron en lotes hasta el corral más chico y los bichos pasaban por
al lado de casa, gritando y arrastrándose. Papá no pudo ni cenar porque vio la
matanza y al acodillador clavándoles el naife para que otros dos hombres les
pelaran la piel. Esa tarde soltaron a las hembras y a los pelucas y pusieron
las pieles en la saga, que es una cuerda metida en el mar donde vienen los
patos y los tiburones a comerse la grasa -al otro día Guitarrero pescó un
pintarroja con un gancho de fierro al lado de la saga, y mamá hizo milanesas:
las comimos con huevos de gaviota fritos. Pero esa noche el olor fue espantoso
y en la cama me vino un miedo oscuro parecido al de cuando me morí.
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