MIRCEA ELIADE
EL MITO DEL ETERNO RETORNO:
ARQUETIPOS Y REPETICIÓN
“Año”, Año Nuevo, cosmogonía
Los ritos y las creencias que aquí agrupamos bajo el título de
“regeneración del tiempo” ofrecen infinita variedad, y no nos engañamos en
cuanto a la posibilidad de encuadrarlos en un sistema coherente y unitario.
Debido a ello, en el presente ensayo podremos dispensarnos de la exposición de
todas las formas de regeneración del tiempo, así como de su análisis
morfológico e histórico. No emprendemos la tarea de saber cómo se ha llegado a
constituir el calendario ni en qué medida sería posible incluir en un mismo sistema
las concepciones del “año” a través de los pueblos. En la mayor parte de las
sociedades primitivas, el “Año Nuevo” equivale al levantamiento del tabú de la
nueva cosecha, que de tal modo se proclamaba comestible e inofensiva para toda
la comunidad. En los lugares en los que se cultivan varias especies de cereales
o de frutas, que alcanzan la madurez en diferentes estaciones, asistimos a
veces a varias fiestas del Año Nuevo. Eso significa que “los cortes del tiempo”
son ordenados por los rituales que rigen la renovación de las reservas
alimenticias; es decir, los rituales que aseguran la continuidad de la vida de
la comunidad entera. (No estamos autorizados, sin embargo, a continuar esos
rituales como simples reflejos de la vida económica y social: lo “económico” y
lo “social” revisten en las sociedades tradicionales una significación
totalmente distinta de la que un europeo moderno tiende a concederles.) La
adopción del año solar como unidad de tiempo es de origen egipcio. La mayoría
de las demás culturas históricas (y el propio Egipto hasta cierta época)
conocía un año, a la vez lunar y solar, de 360 días, o sea 12 meses de 30 días
cada uno, a los que se agregaban cinco días intercambiables (los epagómenos).
Los indios Zuñí llamaban a los meses los “escalones del año” y al año “el
pasaje del tiempo”. El principio del año variaba de uno a otro país y según las
épocas, pues sin cesar intervenían reformas del calendario con el fin de
concordar el sentido ritual de las fiestas con las estaciones a las cuales debía
corresponder.
No obstante, ni la movilidad del principio de Año Nuevo (marzo-abril, 19
de julio - como en el antiguo Egipto- , septiembre, octubre, diciembre-enero,
etc.) ni la diversidad de las duraciones atribuidas al año por los diferentes
pueblos conseguían reducir al mínimo la importancia que en todos los países
tenían el fin de un período de tiempo
y el principio de un nuevo período;
fácil es comprender entonces que nos es indiferente, por ejemplo, que la
población africana de los Yoruba divida el año en estación seca y estación de
las lluvias, y que la “semana” tenga cinco días en vez de ocho para los Ded
Calabar; o que los Warumbi distribuyan los meses según las lunaciones y
obtengan así un año de unos trece meses; o también que los Ahanta repartan cada
mes en dos períodos de diez días (o de nueve días y medio), etc. Para nosotros
lo esencial es que en todas partes existe una concepción del fin y del comienzo
de un período temporal, fundado en la observación de los ritmos biocósmicos,
que se encuadran en un sistema más vasto, el de las purificaciones periódicas
(cf. purgas, ayunos, confesión de los pecados, etc., al consumir la nueva
cosecha) y de la regeneración periódica de la vida. Esa necesidad de una
regeneración periódica nos parece en sí misma bastante significativa. Los
ejemplos que vamos a proponer al instante nos revelarán, sin embargo, algo
mucho más importante, a saber, que una regeneración periódica del tiempo
presupone, en forma más o menos explícita, y en particular en las civilizaciones
históricas, una creación nueva, es decir, una repetición del acto cosmogónico.
Y esa concepción de una creación periódica, esto es, de la regeneración cíclica
del tiempo, plantea el problema de la absolición de la “historia”, que es
precisamente el que nos preocupa en primer término en el presente ensayo.
Los lectores familiarizados con la etnografía y la historia de las
religiones no ignoran la importancia de toda una serie de ceremonias periódicas
que, por comodidad de exposición, podemos clasificar bajo dos grandes títulos:
1ro, expulsión anual de los demonios, enfermedades y pecados; 2do, rituales de
los días que preceden y siguen al Año Nuevo. En uno de los volúmenes de La rama dorada (parte VI, El chivo emisario), Sir James George
Frazer ha agrupado a su modo suficiente número de hechos de ambas categorías.
No se trata de rehacer ese legajo en las páginas que siguen. En líneas
generales, la ceremonia de la expulsión de los demonios, enfermedades y pecados
puede resumirse en los elementos siguientes: ayuno, abluciones y
purificaciones, extinción del fuego y su reanimación ritual en una segunda
parte del ceremonial; expulsión de los “demonios” por medio de ruidos, gritos,
golpes (en el interior de las habitaciones), seguida de la persecución de aquellos,
acompañada de gran estrépito, a través del pueblo: dicha expulsión puede
practicarse en la forma del despido ritual de un animal (tipo “chivo emisario”)
o de un hombre (tipo Mamurio Veturio) considerado como el vehículo material,
gracias al cual las tareas de la comunidad son transportadas allende los
límites del territorio habitado (el “chivo emisario” era expulsado “al
desierto” por los hebreos y los babilonios). A menudo se intercalan combates
ceremoniales entre dos grupos de figurantes, u orgías colectivas, o procesiones
de hombres enmascarados (que representan las almas de los antepasados, los
dioses, etc.). En numerosos lugares subsiste la creencia de que durante esas
manifestaciones las almas de los muertos se acercan a las habitaciones de los vivos,
que van respetuosamente a su encuentro y los colman de homenajes durante unos
días, tras lo cual las reconducen en procesión hasta el límite del pueblo, o
las echan. También en esa ocasión se inician las ceremonias de iniciación de
los jóvenes (de ello tenemos pruebas precisas entre los japoneses, los indios
Hopi, en ciertos pueblos indoeuropeos, etc.; véase más adelante). Casi en todas
partes, esa expulsión de los demonios, de las enfermedades y de los pecados
coinciden, o coincidió en cierta época, con la fiesta de Año Nuevo.
Ciertamente, es raro encontrar a la vez todos esos elementos resumidos
explícitamente; en ciertas sociedades predominan las ceremonias de extinción y
de reanimación del fuego; en otras, la expulsión material (por medio de ruidos
y de ademanes violentos) de los demonios y de las enfermedades, y en otras, la
expulsión del “chivo emisario” en su forma animal o humana, etc. Pero la
significación de la ceremonia global, como la de cada uno de sus elementos
constitutivos, es suficientemente clara: cuando ocurre ese corte del tiempo que
es el “Año”, asistimos no sólo al cese efectivo de cierto intervalo temporal,
sino también a la abolición del año
pasado y del tiempo transcurrido. Tal es, por lo demás, el sentido de las
purificaciones rituales: una combustión,
una anulación de los pecados y de las faltas del individuo y de la comunidad en
su conjunto, y no una simple “purificación”. La regeneración es, como lo indica
su nombre, un nuevo nacimiento. Los ejemplos citados en el capítulo precedente,
y sobre todo los que ahora vamos a analizar, muestran claramente que esta
expulsión anual de los pecados, enfermedades y demonios es en realidad una
tentativa de restauración, aunque sea momentánea, del tiempo mítico y
primordial, del tiempo “puro”, el del “instante” de la creación. Todo Año Nuevo
es volver a tomar el tiempo en su comienzo, es decir, una repetición de la
cosmogonía. Los combates rituales entre los dos grupos de figurantes, la
presencia de los muertos, las saturnales y las orgías son otros tantos
elementos que denotan, por razones que vamos a exponer, que al fin del año y en
la espera del Año Nuevo se repiten los momentos míticos del pasaje y del Caos a
la Cosmogonía.
El ceremonial del Año Nuevo babilónico, el akitu, es bastante concluyente a ese respecto. El akitu podría ser celebrado lo mismo en
el equinoccio de primavera, en el mes de Nisán, que en el equinoccio de otoño,
en el mes de Tishrit (derivado de shurri,
“empezar”). Sobre la antigüedad de ese ceremonial no puede caber duda alguna,
aun cuando las fechas de su celebración sean variables. Si ideología y su
estructura ritual existían ya en la época sumeria y se ha podido identificar el
sistema del akitu desde la época
acadia. Esas precisiones cronológicas no están desprovistas de importancia; se
trata de documentos de la más antigua civilización “histórica”, en la cual el
soberano desempeñaba un papel considerable, puesto que se le consideraba hijo y
vicario de la divinidad en la tierra; como tal, era responsable de la regularidad
de los ritmos de la naturaleza y del buen estado de la sociedad entera. No es,
pues, extraño comprobar el papel importante desempeñado por el rey en el
ceremonial de Año Nuevo; a él le incumbía la misión de regenerar el tiempo.
En el curso de la ceremonia akitu,
que duraba doce días, se recitaba solemnemente, y varias veces, el poema
llamado de la creación: Enuma elish,
en el templo de Marduk. Así se reactualizaba el combate entre Marduk y el
monstruo marino Tiamat, combate que se desarrolló in illo tempore, y que puso fin al caos por la victoria final del
dios. (Lo mismo entre los hititas, donde el combate ejemplar entre el dios del
huracán Teshup y la serpiente Illuyankash era recitado y reactualizado dentro
del marco de la fiesta de Año Nuevo.) Marduk creó el cosmos con los pedazos del
cuerpo desmembrado de Tiamat y creó al hombre con la sangre de Kingu, demonio
al cual Tiamat había confiado las Tablas del Destino. Tenemos la prueba de que
esta conmemoración de la creación era efectivamente una reactualización del acto cosmogónico en los rituales y en las
fórmulas pronunciadas en el correr de la ceremonia. El combate entre Tiamat y
Marduk era imitado en una lucha entre dos grupos de figurantes, ceremonial que
se encuentra en los hititas siempre en el cuadro del escenario dramático del
Año Nuevo entre los egipcios y en Ugait. La lucha entre dos grupos de comparsas
no conmemoraba sólo el conflicto primordial entre Marduk y Tiamat; repetía, actualizaba, la cosmogonía, el
pasaje del caos al cosmos. El acontecimiento mítico estaba presente; “que pueda seguir venciendo a Tiamat y acortar sus
días!”, exclamaba el oficiante. El combate, la victoria y la creación ocurrían en ese mismo instante.
También dentro del marco del ceremonial del akitu celebrábase la fiesta llamada “fiesta de las Suertes”, zahmuk, en la que se determinaban los
presagios para cada uno de los doce meses del año, lo que equivalía a crear los doce meses por venir (ritual
que se ha conservado, más o menos explícitamente, en otras tradiciones; véase
más adelante). Al descenso de Marduk a los infiernos (el dios estaba
“prisionero en la montaña”, es decir, en las regiones infernales) correspondía
una temporada de tristeza y de ayuno para toda la comunidad y de “humillación”
para el rey, ritual que venía a encuadrarse en un vasto sistema carnavalesco
sobre el cual no podemos insistir aquí. También en ese momento se ejecutaba la
expulsión de los males y de los pecados por medio del chivo emisario. En fin,
cerrábase el ciclo por la hierogamia del dios con Sarpanitum, hierogamia
reproducida por el rey y por una hieródula en la habitación de la diosa, y a la
cual correspondía ciertamente un intervalo de orgía colectiva.
Como se ve, la fiesta del akitu comprende
una serie de elementos dramáticos, cuya intención es la abolición del tiempo
transcurrido, la restauración del caos primordial y la repetición del acto
cosmogónico:
1ro, el primer acto de las ceremonias representa la dominación de Tiamat
y señala así una regresión al período mítico que precede a la creación; se
supone que todas las formas están fundidas en el abismo marino del comienzo, el
apsu. Entronización de un “rey
carnavalesco”, “humillación” del verdadero soberano, trastorno de todo orden
social (según Beroso, los esclavos se hacían los amos, etcétera), ni un solo
acto que no evoque la confusión universal, la abolición del orden y de la
jerarquía, la “orgía” y el caos. Podría decirse que asistimos a un “diluvio”
que aniquila a toda la humanidad para preparar el camino del advenimiento de
una especie humana nueva y regenerada. Por lo demás, en la tradición babilónica
del diluvio, tal cual la ha conservado la tablilla XI de la Epopeya de
Gilgamesh, se recuerda que Ut-napishtim, antes de embarcarse en la nace que
había construido para huir del diluvio, organizó una fiesta “como en el día de
Año Nuevo (akitu)”. Volveremos a
encontrar ese elemento diluviano, a veces simplemente acuático, en ciertas
otras tradiciones;
2do, la creación del mundo, que se efectúa, in illo tempore, al principio del año, también es reactualizada
cada año;
3ro, el hombre participa directamente, aun cuando en medida reducida, en
esa obra cosmogónica (lucha entre los dos grupos de figurantes que representan
a Marduk y a Taimat; “misterios” celebrados en esa oportunidad, según la
interpretación de Zimmern y Reitzenstein, pero confrontar también E. O. Briern,
Les societés secrètes des mystères,
p. 131); esa participación, como hemos visto en el capítulo precedente,
proyecta al hombre al tiempo mítico, haciéndolo contemporáneo de la cosmogonía;
4to, la “fiesta de las Suertes” es también una fórmula de la creación,
en la que se decide la “suerte” de cada mes y de cada día;
5to, la hierogamia realiza de manera concreta el “renacimiento” del
mundo y del hombre.
La significación y los ritos del Año Nuevo babilónico tienen sus
semejantes en todo el mundo paleooriental. Hemos anotado algunas de ellas al
pasar, pero aun falta mucho para llenar la lista. En un estudio notable, The semitic New Year and the origine of eschatology,
que no ha obtenido la repercusión que merecía, el sabio holandés A. J. Wensinck
ha puesto de manifiesto la simetría entre diversos sistemas mítico-ceremoniales
del Año Nuevo en todo el mundo semita; en cada uno de esos sistemas reaparece
la misma idea central del retorno anual al caos, seguido de una nueva creación.
Wensinck ha visto muy bien el carácter cósmico de los rituales del Año Nuevo
(aunque hagamos reservas respecto a su teoría del “origen” de esa concepción
ritual-cosmogónica que él quiere descubrir en el espectáculo periódico de la
desaparición y reaparición de la vegetación; de hecho, para los “primitivos”,
la naturaleza es una hierofanía, y las “leyes de la naturaleza” son la
revelación del modo de existencia de la divinidad). Como garantía de que el
diluvio y, en general, el elemento acuático están de un modo u otro presentes
en el ritual de Año Nuevo, bastan las libaciones practicadas en esa oportunidad
y las relaciones entre ese ritual y las lluvias. “En el curso del mes Tishri fue
creado el mundo” dice R. Eliezer; “en el curso del mes Nisán”, afirma R. Josua.
Ahora bien, ambos son meses pluviosos. Durante la fiesta de los Tabernáculos es
cuando se decide la cantidad de lluvia concedida al año próximo, es decir,
cuando se determina la “suerte” de los meses por venir. El Cristo santifica las
aguas el día de la Epifanía, en tanto que los días de Pascua y de Año Nuevo
eran las fechas habituales del bautismo en el cristianismo primitivo. (El
bautismo equivale a una muerte ritual del hombre antiguo, seguida de un nuevo
nacimiento. En el plano cósmico equivale al diluvio: abolición de los
contornos, fusión de todas las formas, regresión a lo amorfo.) Efrem el Sirio
advirtió con claridad el misterio de esa repetición anual de la creación e intentó
explicarla: “Dios ha creado de nuevo los cielos porque los pecadores han
adorado los cuerpos celestes; Él ha creado de nuevo el mundo que había sido
deshonrado por Adán; Él ha edificado una nueva creación con su propia saliva”.
Ciertas huellas del antiguo escenario del combate y de la victoria de la
divinidad sobre el monstruo marino, encarnación del caos, pueden descifrarse
igualmente en el ceremonial israelita del Año Nuevo, tal cual se ha conservado
en el culto jerosolimitano. Recientes investigaciones (Mowinckel, Pederson,
Hans Schmidt, A. R. Johnson, etcétera) han aportado los elementos rituales y
las implicaciones cosmogónico-escatológicas de los Salmos y han mostrado el
papel desempeñado por el rey en la fiesta de Año Nuevo, en que se conmemoraba
el triunfo de Yavhé, jefe de las fuerzas de la luz, sobre las fuerzas de las
tinieblas (el caos marino, el monstruo primordial Rahab). A ese triunfo seguía
la entronización de Yahvé como rey y la repetición del acto cosmogónico. La
muerte del monstruo Rahab y la victoria sobre las Aguas (que significa la
organización del mundo) equivalían a la creación del cosmos y al mismo tiempo a
la “salvación” del hombre (“victoria sobre la muerte”, garantía para la
alimentación para el año por venir, etc.). Limitémonos por el momento a
observar entre estos vestigios de cultos arcaicos la repetición periódica (“la
revolución del año”, Éxodo, 34, 22;
la “salida” del año (pues el combate contra Rahab presupone la reactualización
del caos primordial, mientras que la victoria sobre las “profundidades
acuáticas” sólo puede significar el establecimiento de las “formas firmes”, es
decir, la creación.) Ulteriormente veremos que en la conciencia del pueblo
hebreo esa victoria cosmogónica se convierte en la victoria sobre los reyes
extranjeros presentes y por venir; la cosmogonía justifica el mesianismo y el
apocalipsis, y echa así las bases de una filosofía de la historia.
El hecho de que esa “salvación” periódica del hombre halle un
equivalente inmediato en la garantía de la alimentación para el año por venir
(consagración de la nueva cosecha) no debe hipnotizarnos hasta el punto de no
ver en ese ceremonial más que los vestigios de una fiesta agraria “primitiva”.
En efecto, por un lado, la alimentación tenía en todas las sociedades arcaicas su
significado ritual; lo que llamamos “valores vitales” era más bien expresión de
una ontología en términos biológicos; para el hombre arcaico, la vida es una realidad absoluta, y,
como tal, sagrada. Por otro lado, el
Año Nuevo, la fiesta llamada de los Tabernáculos (hag hassukot), fiesta de Yahvé por excelencia, se celebra el
decimoquinto día de cada mes, es decir, cinco días después del iom ha-kippurim y su ceremonial del
chivo emisario. Ahora bien: es difícil separar esos dos momentos religiosos, la
eliminación de los pecados de la colectividad y la fiesta de Año Nuevo, sobre
todo si se tiene en cuenta que, antes de la adopción del calendario babilónico,
el séptimo mes era el primero del
calendario israelita. Era costumbre en la celebración del iom ha-kippurim que las jóvenes fuesen a bailar y a divertirse fuera
de los límites del pueblo o de la ciudad, y en esa oportunidad de combinaban
los casamientos. Pero también ese día se toleraba una multitud de excesos, a
veces hasta orgiásticos, que nos recuerdan tanto la fase última del akitu (celebrada también fuera de la
ciudad), como las licencias de regla en todas partes durante los ceremoniales del
Año Nuevo.
Casamientos, licencia sexual, purificación colectiva por la confesión de
los pecados y la expulsión del chivo emisario, consagración de la nueva
cosecha, entronización de Yahvé y conmemoración de su victoria sobre la “Muerte”
eran otros tantos momentos de un vasto sistema ceremonial. La ambivalencia y la
polaridad de esos episodios (ayuno y excesos, tristeza y alegría, desesperación
y orgía, etc.) no hacen más que confirmar su función complementaria en el marco
de ese mismo sistema. Pero los momentos capitales siguen siendo sin discusión
la purificación por el chivo emisario y la repetición del acto cosmogónico por
Yahvé; todo lo demás no es sino la aplicación, en planos diferentes, y en
respuestas a necesidades diferentes, del mismo ademán arquetípico, a saber, la
regeneración del mundo y de la vida por la repetición de la cosmogonía.
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