LEÓN TOLSTOI (1828 -1910)
LA MUERTE DE
IVAN ILICH
NOVENA ENTREGA
9
Su mujer volvió cuando iba muy avanzada la noche. Entró de puntillas,
pero él la oyó, abrió los ojos y al momento los cerró. Ella quería que Gerasim
se fuera para quedarse allí sola con su marido, pero éste abrió los ojos y
dijo:
-No. Vete.
-¿Te duele mucho?
-No importa.
-Toma opio. Él consintió y tomó un poco. Ella se fue. Hasta eso de las
tres de la mañana su estado fue de torturante estupor. Le parecía que a él y su
dolor los metían a la fuerza en un saco estrecho, negro y profundo pero por
mucho que empujaban no podían hacerlos llegar hasta el fondo. Y esta
circunstancia, terrible ya en sí iba acompañada de padecimiento físico. Él
estaba espantado, quería meterse más dentro en el saco y se esforzaba por
hacerlo, al par que ayudaba a que lo metieran. Y he aquí que de pronto desgarró
el saco, cayó y volvió en sí. Gerasim estaba sentado a los pies de la cama, dormitando
tranquila y pacientemente, con las piernas flacas de su amo, enfundadas en
calcetines, apoyadas en los hombros. Allí estaba la misma bujía con su pantalla
y allí estaba también el mismo incesante dolor.
-Vete, Gerasim -murmuró.
-No se preocupe, señor. Estaré un ratito más.
-No. Vete.
Retiró las piernas de los hombros de Gerasim, se volvió de lado sobre un
brazo y sintió lástima de sí mismo. Sólo esperó a que Gerasim pasase a la
habitación contigua y entonces, sin poder ya contenerse, rompió a llorar como
un niño. Lloraba a causa de su impotencia, de su terrible soledad, de la
crueldad de la gente, de la crueldad de Dios, de la ausencia de Dios.
«¿Por qué has hecho Tú esto? ¿Por qué me has traído aquí? ¿Por qué,
dime, por qué me atormentas tan atrozmente?»
Aunque no esperaba respuesta lloraba porque no la había ni podía
haberla. El dolor volvió a agudizarse, pero él no se movió ni llamó a nadie. Se
dijo: «Hala, sigue! Dame otro golpe! ¿Pero con qué fin? ¿Yo qué te he hecho?
¿De qué sirve esto?»
Luego se calmó y no sólo cesó de llorar, sino que retuvo el aliento y
todo él se puso a escuchar; pero era como si escuchara, no el sonido de una voz
real, sino la voz de su alma, el curso de sus pensamientos que fluía dentro de
sí.
-¿Qué es lo que quieres? -fue el primer concepto claro que oyó, el
primero capaz de traducirse en palabras. -¿Qué es lo que quieres? ¿Qué es lo
que quieres? -se repitió a sí mismo. -¿Qué quiero? Quiero no sufrir. Vivir -se
contestó.
Y volvió a escuchar con atención tan reconcentrada que ni siquiera el
dolor le distrajo.
-¿Vivir? ¿Cómo vivir? -preguntó la voz del alma.
-Sí, vivir como vivía antes: bien y agradablemente.
-¿Como vivías antes? ¿Bien y agradablemente? -preguntó la voz y él
empezó a repasar en su magín los mejores momentos de su vida agradable. Pero,
cosa rara, ninguno de esos mejores momentos de su vida agradable le parecían
ahora lo que le habían parecido entonces; ninguno de ellos, salvo los primeros
recuerdos de su infancia. Allí, en su infancia, había habido algo realmente
agradable, algo con lo que sería posible vivir si pudiese volver. Pero el niño
que había conocido ese agrado ya no existía; era como un recuerdo de otra
persona.
Tan pronto como empezó la época que había resultado en el Ivan Ilich
actual, todo lo que entonces había parecido alborozo se derretía ahora ante sus
ojos y se trocaba en algo trivial y a menudo mezquino. Y cuanto más se alejaba
de la infancia y más se acercaba al presente, más triviales y dudosos eran esos
alborozos. Aquello empezó con la Facultad de Derecho, donde aún había algo
verdaderamente bueno: había alegría, amistad, esperanza. Pero en las clases
avanzadas ya eran raros esos buenos momentos.
Más tarde, cuando en el primer período de su carrera estaba al servicio
del gobernador, también hubo momentos agradables: eran los recuerdos del amor
por una mujer. Luego todo eso se tornó confuso y hubo menos de lo bueno, menos
más adelante, y cuanto más adelante menos todavía.
Su casamiento... un suceso imprevisto y un desengaño, el mal olor de
boca de su mujer, la sensualidad y la hipocresía. Y ese cargo mortífero y esas
preocupaciones por el dinero… y así un año, y otro, y diez, yveinte, y siempre
lo mismo. Y cuanto más duraba aquello, más mortífero era. «Era como si bajase
una cuesta a paso regular mientras pensaba que la subía. Y así fue, en
realidad. Iba subiendo en la opinión de los demás, mientras que la vida se me
escapaba bajo los pies... Y ahora todo ha terminado. Y a morir!»
«Y eso qué quiere decir? ¿A qué viene todo ello? No puede ser. No puede
ser que la vida sea tan absurda y mezquina. Porque si efectivamente es tan
absurda y mezquina, ¿por qué habré de morir, y morir con tanto sufrimiento? Hay
algo que no está bien.»
«Quizá haya vivido como no debía -se le ocurrió de pronto. -¿Pero cómo
es posible, cuando lo hacía todo como era menester?» se contestó a sí mismo, y
al momento apartó de sí, como algo totalmente imposible, esta única explicación
de todos los enigmas de la vida y la muerte.
«Entonces qué quieres ahora? ¿Vivir? ¿Vivir cómo? ¿Vivir como vivías en
los tribunales cuando el ujier del juzgado anunciaba: "Llega el
juez..." Llega el juez, llega el juez -se repetía a sí mismo-. Aquí está
ya. Pero si no soy culpable! -exclamó enojado. - ¿Por qué?» Y dejó de llorar,
pero volviéndose de cara a la pared siguió haciéndose la misma y única
pregunta: ¿Por qué, a qué viene todo este horror?
Pero por mucho que preguntaba no daba con la respuesta. Y cuando surgió
en su mente, como a menudo acontecía, la noción de que todo eso le pasaba por
no haber vivido como debiera, recordaba la rectitud de su vida y rechazaba esa
peregrina idea.
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