MIRCEA ELIADE
EL MITO DEL ETERNO RETORNO:
ARQUETIPOS Y REPETICIÓN
DECIMOCUARTA ENTREGA
3. “Desdicha e historia”
Los ciclos cósmicos y la historia
(2)
Lo que conviene recordar de ese alud de números es el carácter cíclico
del tiempo cósmico (1). De hecho, asistimos a la repetición infinita del mismo
fenómeno (creación-destrucción-creación nueva) presentido por cada yuga (“aurora” y “crepúsculo”), pero
completamente realizado por un mahayuga.
La vida de Brahma comprende así 2.560.000 de esos mahayuga, cada uno de los cuales recorre las mismas etapas (krita, treta, dvapara) y termina con un pradaya, un ragnarök (la duración “definitiva”, en el sentido de una regresión
de todas las formas a una masa amorfa, que se produce al final de cada kalpa en el momento del mahapralaya). Además de la depreciación
metafísica de la historia -que, en
proporción y por el solo hecho de su duración, provoca una erosión de todas las formas y
agota la sustancia ontológica de estas- y del mito de la perfección de los comienzos, que también hallamos aquí (mito del
paraíso que se pierde gradualmente, por la simple causa de que se realiza, toma forma y dura), lo que
merece ocupar nuestra atención en esa orgía de cifras es la eterna repetición del ritmo fundamental
del cosmos: su destrucción y su recreación periódicas. El hombre no puede
apartarse de ese ciclo sin principio ni fin más que con un acto de libertad
espiritual (pues todas las soluciones soterológicas hindúes se limitan a la
liberación previa de la ilusión cósmica y a la libertad espiritual).
Las dos grandes heterodoxias, el budismo y el jainismo, aceptan en sus
líneas generales la misma doctrina panhindú del tiempo cíclico, y comparan a
éste con una rueda de doce radios (esa imagen está utilizada ya en los textos
védicos (2)). El budismo adopta como unidad de medida de los ciclos cósmicos el
kalpa (en pali: kappa), dividido en un número variable de “incalculables” asamkheyya; en pali: asankheyya). Las fuentes palis hablan en
general de cuatro asankheyya y de
cien mil kappa; en la literatura
mahayánica el número de “incalculables” varía entre 3, 7 y 33, y están
relacionados con la carrea del Boddhisatvva en los diferentes cosmos. La
decadencia progresiva del hombre está señalada en la tradición budista por una
disminución continua de la duración de la vida humana. Así, según Dighanikaya, II, 2-7, en la época del
primer Buda, Vipassi, que hizo su aparición hace 91 kappa, la duración de la vida humana era de 80.000 años; en la del
segundo Buda, Sikhi (hace 31 kappa), de 70.000 años, y así
sucesivamente. El séptimo Buda, Gautama, hace su aparición cuando la vida
humana ya no es sino de 100 años, es decir, cuando se reduce a un límite
extremo. (Encontramos el mismo motivo en los apocalipsis iranios y cristianos.)
Sin embargo, para el budismo como para toda la especulación hindú, el tiempo es
ilimitado; y el Boddhisattva se encarnará in
aeternum para anunciar la buena nueva de la salvación de todos los seres.
La única posibilidad de salir del tiempo, de romper el círculo de hierro de las
existencias, es la abolición de la condición humana y la conquista del Nirvana.
Además, todos esos “incalculables” y todos esos eones sin número tienen también
una función soterológica; la simple contemplación del panorama de estos
aterroriza al hombre y lo obliga a considerar que ha de empezar miles de veces
esa existencia evanescente y soportar los mismos padecimientos sin fin, lo cual
tiene por objeto exacerbar su voluntad de evasión, es decir, incitarlo a
trascender definitivamente su condición de “existente”.
Las especulaciones hindúes sobre el tiempo cíclico ponen suficientemente
de manifiesto el “rechazo de la historia”. Subrayemos, sin embargo, una
diferencia fundamental entre ellas y las concepciones arcaicas; en tanto que el
hombre de las culturas tradicionales rechaza la historia mediante la “abolición
periódica de la creación”, reviviendo de ese modo sin cesar en el instante
atemporal de los comienzos, el espíritu hindú, en sus tensiones supremas,
desprecia y rehusa esa misma reactualización del tiempo auroral, al que ya no
considera como una solución eficaz del problema del sufrimiento. La diferencia
entre la visión védica (por consiguiente, arcaica y “primitiva”) y la visión
mahayánica del ciclo cósmico es, empleando una fórmula sumaria, la misma que
distingue la posición antropológica arquetípica (tradicional) de la posición
existencialista (histórica). El karma,
ley de la causalidad universal, que, al justificar la condición humana y
explicar la experiencia histórica, podía ser generador de consuela para la conciencia
hindú prebudista, se convierte con el tiempo en el símbolo mismo de la
“esclavitud” del hombre. Por eso, en la medida en que se proponen la liberación
del hombre, todas las metafísicas y todas las técnicas hindúes buscan la
aniquilación del karma. Pero si las
doctrinas de los ciclos cósmicos sólo hubieran sido una ilustración de la
teoría de la causalidad universal, nos hubiéramos eximido de mencionarla en
este contexto. La concepción de los yuga aporta,
de hecho, un elemento nuevo: la explicación (y, por tanto, la justificación) de
las catástrofes históricas, de la decadencia progresiva de la biología, de la
sociología, de la ética, y de la espiritualidad humana. El tiempo, por el mero hecho de ser duración, agrava
continuamente la condición cósmica e implícitamente la condición humana.
Por el simple hecho de vivir actualmente en el kaliyuga, o sea en una “edad de tinieblas”, que progresa bajo el
signo de la disgregación y ha de terminar en una catástrofe, nuestro destino es
sufrir más que los hombres de las “edades” precedentes. Ahora, en nuestro momento histórico, no podemos esperar otra cosa;
a lo sumo, (y en eso se entrevé la función soterológica del kaliyuga y los privilegios que nos
concede una historia crepuscular y catastrófica) podemos librarnos de la
servidumbre cósmica. La teoría hindú de las cuatro edades es, por ende,
vigorizante y consoladora para el hombre aterrorizado por la historia. En
efecto: 1ro, por un lado, los sufrimientos que le han tocado en suerte por ser
contemporáneos de la descomposición crepuscular, ayudan al hombre a comprender la precariedad de su
condición humana y facilitan así su
manumisión; 2do, por otro, la teoría valida
y justifica los sufrimientos de quien no elige liberarse, sino que se
resigna a soportar su existencia, y ello por el hecho mismo de que tiene
conciencia de la estructura dramática y catastrófica de la época que le ha tocado
vivir (o, más exactamente, revivir).
Nos interesa particularmente esta segunda posibilidad del hombre de
situarse en una “época de tinieblas” y de fin de ciclo. En efecto, la volvemos
a encontrar en otras culturas y en otros momentos históricos. La actitud de
soportar ser contemporáneo de una época desastrosa tomando conciencia del lugar
ocupado por esa época en la trayectoria descendente del ciclo cósmico, debía
sobre todo demostrar su eficacia en el crepúsculo de la civilización
grecooriental.
No es menester que nos ocupemos aquí de los múltiples problemas que se
plantean las civilizaciones grecoorientales. El único aspecto de ellas que nos
interesa es la situación en que el
hombre de dichas civilizaciones se descubre frente a la historia, y más especialmente
frente a la historia contemporánea. Por eso no nos detendremos en el origen, la
estructura y la evolución de los diversos sistemas cosmológicos, en los que el
mito antiguo de los ciclos cósmicos es recogido y profundizado, ni tampoco en
sus consecuencias filosóficas. Sólo recordaremos esos sistemas cosmológicos -de
los presocráticos a los neopitagóricos- en la medida en que respondan a la
cuestión siguiente: ¿cuál es el sentido de la historia, es decir, de la
totalidad de las experiencias humanas provocadas por las fatalidades
geográficas, las estructuras, las coyunturas políticas, etc.? Observemos ante
todo que ese interrogante sólo tenía sentido para una minoría muy limitada en
la época de las civilizaciones grecoorientales, es decir, sólo para aquellos
que se hallaban disociados del horizonte de la espiritualidad arcaica. La
inmensa mayoría de sus contemporáneos vivía todavía, en especial al principio,
bajo el régimen de los arquetipos; no saldrían de él sino posteriormente (y
quizá nunca de manera definitiva, como es el caso, por ejemplo, de las
sociedades agrícolas), en el curso de las fuertes tensiones históricas
provocadas por Alejandro y que terminan sólo con la caída de Roma. Pero los
mitos filosóficos y las cosmologías más o menos científicas elaboradas por
aquella minoría que comienza con los presocráticos logran con el tiempo inmensa
difusión. Lo que en el siglo V a. de C. era una gnosis difícilmente accesible,
se transforma cuatro siglos después en una doctrina que consuela a centenares de
miles de hombres (como ocurre, por ejemplo, con el neopitagorismo y el
neoestoicismo en el mundo romano). Todas esas doctrinas griegas y
grecoorientales fundadas en el mito de los ciclos cósmicos nos interesan
evidentemente por el “éxito” que obtuvieron después y no por su mérito
intrínseco.
Ese mito era todavía claramente perceptible en las primeras
especulaciones presocráticas. Anaximando sabe que todas las cosas nacieron del apeiron y a él volverán. Empédocles
explica por la supremacía alternante de los dos principios opuestos, philia y neikos, las eternas creaciones y destrucciones del cosmos (ciclo en
que se pueden distinguir cuatro fases algo análogas a los cuatro
“incalculables” de la doctrina budista). Ya hemos visto que la conflagración
universal es aceptada también por Heráclito. En cuanto al “eterno retorno” -la
recuperación periódica de la existencia anterior por todos los seres- es uno de
los pocos dogmas de los que sabemos con certeza que pertenecían al pitagorismo
primitivo. En fin, según investigaciones recientes, admirablemente aprovechadas
y sintetizadas por J. Bidez (3), parece cada vez más probable que por lo menos
ciertos elementos del sistema platónico son de origen iranio-babilónico.
Volveremos sobre esas eventuales influencias orientales. Por el momento
detengámonos en la interpretación dada por Platón al mito del retorno cíclico,
especialmente en el texto fundamental, la Política,
269, c y siguientes. Platón identifica
la causa de la regresión y de las catástrofes cósmicas en un doble movimiento
del universo: “…En este universo, que es el nuestro, ora la divinidad guía el
conjunto de su revolución circular, ora lo abandona a sí mismo, una vez que las
revoluciones han alcanzado en duración la medida que conviene a este universo;
y empieza de nuevo a dar vueltas en sentido opuesto al de su propio
movimiento…” El cambio de dirección va acompañado por gigantescos cataclismos:
“las más considerables destrucciones, tanto entre los animales en general como
en el género humano, del cual, como es justo, sólo queda un pequeño número de
representantes” (270 c). Pero esa
catástrofe va seguida de una “regeneración” paradójica. Los hombres comienzan a
rejuvenecer; “los cabellos blancos de los ancianos volvían al negro”, etc., en
tanto que los que eran púberes empezaban a disminuir de estatura día a día,
para volver a las dimensiones del niño recién nacido, hasta que, “continuando
luego de su consunción, se aniquilan totalmente”. Los cadáveres de los que
morían entonces “desaparecían completamente, sin dejar huella visible, al cabo
de unos pocos días” (270 e). Fue
entonces cuando nació la raza de los “Hijos de la Tierra” (gegenis), cuyo recuerdo fue conservado por nuestros antepasados
(271 a). En esa época de Cronos no
había ni animales salvajes ni enemistad entre los animales (271 e), cuyo recuerdo fue conservado por
nuestros antepasados (271 e). Los
hombres de aquellos tiempos no tenían ni mujeres ni hijos: “Al salir de la
tierra volvían todos a la vida, sin conservar recuerdo algunos de las
condiciones de la existencia anterior”. Los árboles les daban abundantes frutos
y dormían desnudos en el suelo, sin necesidad de camas, pues entonces las
estaciones eran templadas (272 a).
Notas
1) Sin duda provocado por el aspecto astrológico
del yuga,
respecto al establecimiento del cual no están excluidas las influencias
astrológicas babilónicas; cf. A. Jeremías, Handbuch
der altorientalischen Geiteskultur (2da edición, Berlín, 1929), pág. 303.
Véase también E. Abegg, Der Messiasglaube
in Indien und Iran (1928), págs. 8 y sig.; D. R. Mankad, Manvantara Caturyuga Method, passim; J.
Scheftelowitz, Die Zeit als
Schicksalsogottheit in der indischen und iranischen Religion, passim.
2) Cf. Mahayanasamgraha,
V, 6; L. de La Vallée-Poussin, Vijñaptimatratasiddhi
(París, 1929), págs. 731-733, etc. Sobre el cálculo de los asankheyya, cf. las notas de La
Vallée-Poussin en Abhidharmakosa,
III, 188-189; IC, 224 y Mahaprajñaparamitasastra
de Nagarjuna, trad. según versión china, por Étienne Lamotte, Le Traité de la Grande Vertu de Sagesse,
vol. I, Lovaina, 1944, págs.. 247 y sig. Sobre las concepciones filosóficas del
tiempo, cf. La Vallée-Poussin, Documents
d’Abhidharma. La controverse du temps (“Mélanges chinois et
bouddhiques”, V, Bruselas, 1937, págs. 1-158), y S. Schayer, Contributions to the problem of Time in
Indian Philosophy (Cracovia, 1938).
3) Eos ou Platon
et l’Orient (Bruselas, 1945), donde se tienen en cuenta en particular las
investigaciones de Boll, Bezold, W. Gundel, W. Jäger, A. Götze, J. Stenzel y
aun interpretaciones a veces muy controverrtidas de Reitzenstein.
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