JOHN DONNE (1572 – 1631)
DEVOCIONES
(versión y prólogo de Alberto Girri)
OCTAVA ENTREGA
IX
Medicamina scribunt
Después de su consulta, recetan
Me han visto, y me han escuchado, me han sometido a proceso engrillado,
y han recibido la evidencia; han cortado mi anatomía, disecado mi ser, y van a
leer sobre mí. ¡Oh, qué múltiple e intrincada cosa, más aun, qué proterva y
varia es la ruina y la destrucción! Dios las obsequió a David de tres clases,
guerra, hambre, y pestilencia; Satanás jamás dejó estas a un lado y trajo
fuegos del cielo, y vientos del desierto. Si se trata no de ruina sino de
enfermedad, vemos que los maestros de este arte apenas pueden enumerar, no nombrar,
todas las enfermedades; todo lo que perturba una facultad y su función, es una
enfermedad; no les serán de ninguna utilidad nombres tomados del lugar
afectado, como la pleuresía; ni los tomados de los efectos causados, como la
epilepsia; no tienen nombre suficientes, ni de lo que la enfermedad produce ni
de donde está localizada, sino que deben sacar nombres de aquello a lo que se
parece, a lo que se asemeja, por algún rasgo, pues de otra manera les faltarán
nombres; y así ocurre con el Lupus, el Cáncer, los Pólipos; y esa cuestión
acerca de si hay más nombres que cosas es tan intrincada en las enfermedades
como en cualquier otra cosa, con la excepción de que es fácil resolverla
diciendo que hay más enfermedades que denominaciones. Si la ruina estuviera
reducida a esa única forma, y el hombre sólo pudiera sucumbir por enfermedad,
los peligros, no obstante, serían infinitos; y si la enfermedad estuviera
reducida a una única forma, y no hubiera más enfermedad que la fiebre, las
formas de esta, sin embargo, aun serían infinitas; sobrecargaría y agobiaría
cualquier naturaleza, desordenaría y turbaría cualquier memoria artificial para
dar los nombres de diversas fiebres; qué intrincado trabajo tienen, pues, los
que han ido a hacer una consulta sobre cuál de esas enfermedades es la mía, y
luego cuál de esas fiebres, y luego cómo actuará, y luego cómo puede ser
contrarrestada. Pero aun en la enfermedad hay, hasta cierto punto, algo de
bueno, cuando el mal admite consultas. En muchas enfermedades, lo que no es
sino un accidente, sólo un síntoma de la enfermedad principal, es tan violento
que el médico debe atender a curarlo, aunque postergue (tanto como pueda
interrumpirla) la curación de la enfermedad en sí. ¿No sucede también esto con los
Estados? Algunas veces las insolencia de los grandes produce conmoción en el
pueblo; la gran enfermedad, y el gran peligro para la Cabeza, es la insolencia
de los grandes; y sin embargo ponen en práctica la ley marcial y realizan
ejecuciones en el pueblo, cuya conmoción no era más que un síntoma, sólo un
accidente de la enfermedad principal; pero este síntoma, habiéndose vuelto tan
violento, no da tiempo para consultas. ¿No es también así en los accidentes de
nuestras enfermedades mentales? ¿No es evidente en nuestros afectos, en
nuestras pasiones? ¿Si un hombre colérico está listo para golpearme, debo
purgar su cólera o parar el golpe? Pero cuando hay ocasión de hacer consultas
las cosas no son desesperadas. Se hace la consulta; de modo que nada es hecho
imprudentemente ni inconsideradamente; y luego ellos recetan, ellos escriben,
de manera que nada es hecho en forma secreta, embozada, inevitable. En las
enfermedades corporales no siempre es así; a veces los hechos son tan
sorpresivos, que el magistrado no pregunta lo que por ley ha de hacerse, sino
que hace lo que debe hacerse necesariamente en tal caso. Pero hay un grado de
bien en el mal, un grado que trae consigo esperanza y consuelo, cuando podemos
recurrir a lo que está escrito, y los procedimientos pueden ser abiertos, e
ingenuos, y sinceros, pues ello implica satisfacción y aquiescencia. Los que
han recibido mi anatomía, consultan, y terminan su consulta recetando, y
recetando un purgante; remedio apropiado y conveniente; pues si debieran
volver, y regañarme por alguna perturbación que hubiera ocasionado, inducido, o
que hubiera acelerado y exaltado esta enfermedad, o si debieran comenzar ahora
a escribir las indicaciones para mi dieta, y ejercicios para cuando esté bien,
esto sería anticipar, o postergar su consulta, y no me darían purgante. Sería
más bien una vejación que un alivio, decirle a un condenado: “Me alegro de que
sepan (nada les es ocultado), me alegro de que consulten (nada se ocultan entre
sí), me alegro de que escriban (nada ocultan al mundo), me alegro de que
escriban y receten purgante; de que haya remedios para el caso presente.
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