G.
K. CHESTERTON (1874 – 1936)
EL
HOMBRE QUE FUE JUEVES
(PESADILLA)
Traducción
y prólogo de ALFONSO REYES
TRIGESIMOCUARTA ENTREGA
CAPÍTULO
DÉCIMO
EL
DUELO (2)
Escondida entre los
árboles, estaba tocando una banda en el próximo café cantante. Una mujer había
comenzado una canción. En el cerebro excitado de Syme, el resoplido de los
cobres produjo el mismo efecto de aquel organillo de Leicester Square, a cuyos
compases se había encaminado el otro día hacia la muerte. Contempló la mesita
donde estaba el Marqués. Había ya con él dos compañeros, solemnes franceses de
levita y sombrero de copa; uno de ellos llevaba la roseta de la Legión de
Honor. Eran, sin duda alguna, gente de sólida posición social. Junto a estas
figuras negras y cilíndricas, el Marqués, con su sombrero de paja y traje
primaveral, parecía bohemio y hasta bárbaro. Syme examinó al Marqués;
verdaderamente, aquel hombre parecía un rey, con su elegancia animal, sus ojos
altivos, su cabeza orgullosa destacada sobre el mar purpurino. Pero no un rey
cristiano en manera alguna; sino más bien un déspota trigueño, semigriego y
medio asiático que, en los días en que la esclavitud era cosa natural,
contemplara, sobre el Mediterráneo, sus galeras atestadas de quejumbrosos
esclavos.
-¿Va usted a dirigirse
a ese mitin? -dijo el Profesor con sorna, viendo que Syme permanecía de pie,
inmóvil, como quien reflexiona antes de empezar un discurso.
Syme apuró el último
vaso de espumoso.
-Sí -contestó señalando
al Marqués y a sus compañeros-, a ese mitin. Ese mitin me disgusta: voy a
pellizcarle a ese mitin las feas y flojas narices de caoba que gasta.
Y avanzó con paso decidido,
aunque no muy en línea recta. El Marqués, al verlo, arqueó las cejas negras y
asirias, pero en su sorpresa hubo una sonrisa de cortesía.
-Usted es Mr. Syme, si
no me equivoco, interrogó. Syme se inclinó correctamente.
-Y usted el Marqués de
San Eustaquio -dijo con suave gracia-. Permítame usted que le pellizque las
narices.
Y, en efecto, se acercó
a hacerlo. Pero el Marqués se echó atrás, derribando la silla, y los dos
caballeros de sombrero de copa cogieron a Syme por los hombros.
-¡Ese hombre me ha
insultado! -dijo Syme como dando explicaciones.
-¿Insultado? -gritó el
caballero del botón rojo-. ¿Cuándo?
-Ahora mismo -contestó
Syme con atolondramiento-. Ha insultado a mi madre.
-¿Insultado a su madre?
-dijo con asombro el caballero condecorado.
-Bueno -dijo Syme
concediendo el punto-. A mi señora tía, por lo menos.
-Pero ¿cómo es posible
que el Marqués haya insultado ahora mismo a la señora tía de usted? -dijo el
otro caballero con legítimo asombro-. ¡Si no se ha movido de aquí!
-El insulto estuvo en
sus palabras -dijo Syme con acento sombrío.
-¡Si yo no he dicho
nada! -explicó el Marqués-, salvo no sé qué observación sobre la orquesta: que
me hubiera gustado que trataran mejor a Wagner, o algo así.
-Pues fue una alusión a
mi familia -dijo Syme con firmeza-. Porque mi tía tocaba Wagner muy mal.
Siempre ha sido eso una causa de disgustos: siempre nos han insultado por eso.
-¡Pero esto es
extraordinario! -dijo el caballero condecorado, mirando con asombro al Marqués.
-¡Oh, se lo aseguro a
usted! -dijo Syme con aire sincero-. Toda la conversación de ustedes estaba
llena de siniestras alusiones a la debilidad de mi tía.
-¡Disparate! -dijo el
otro compañero del Marqués-. Yo, durante media hora, apenas habré despegado los
labios para decir que me gusta como canta esa chica de cabellos negros.
-¡Pues ya lo ve usted!
-dijo Syme indignado- ¡mi tía era rubia!
-Se me figura -observó
el otro- que usted busca un pretexto para insultar al Marqués.
-¡Voto a San Jorge! -dijo
Syme enfrentándose con su interlocutor-. ¡Es usted un hombre de talento! El
Marqués le echó una mirada de tigre.
-¿Buscarme a mí
camorra? -exclamó-. ¿Batirse conmigo? Juro a Dios que el que me busca me
encuentra. Creo que estos caballeros aceptarán mi representación. De aquí a la noche
faltan cuatro horas. Podemos batirnos esta misma tarde.
Syme se inclinó con
cortesía exquisita.
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