JUAN
RULFO (1917 – 1986)
PEDRO
PÁRAMO
CUADRAGESIMOTERCERA ENTREGA
A esa misma hora, la
madre de Gamaliel Villalpando, doña Inés, barría la calle frente a la tienda de su hijo, cuando llegó y por la
puerta entornada, se metió Abundio Martínez. Se encontró al Gamaliel dormido
encima del mostrador con el sombrero cubriéndole la cara para que no lo
molestaran las moscas. Tuvo que esperar un buen rato para que despertara. Tuvo
que esperar a que doña Inés terminara la faena de barrer la calle y viniera a
picarle las costillas a su hijo con el mango de la escoba y le dijera:
-¡Aquí tienes un cliente! ¡Alevántate!
El Gamaliel se enderezó
de mal genio, dando gruñidos. Tenía los ojos colorados de tanto desvelarse y de
tanto acompañar a los borrachos, emborrachándose con ellos. Ya sentado sobre el
mostrador, maldijo a su madre, se maldijo a sí mismo y maldijo infinidad de
veces a la vida «que valía un puro carajo». Luego volvió a acomodarse con las
manos entre las piernas y se volvió a dormir todavía farfullando maldiciones:
-Yo no tengo la culpa de que a estas horas anden
sueltos los borrachos.
-El pobre de mi hijo.
Discúlpalo, Abundio. El pobre se pasó la noche atendiendo a unos viajantes que
se picaron con las copas. ¿Qué es lo que te trae por aquí tan de mañana?
Se lo dijo a gritos, porque Abundio era sordo.
-Pos nada más un cuartillo de alcohol del que estoy
necesitado.
-¿Se te volvió a desmayar la Refugio?
-Se me murió ya, madre
Villa. Anoche mismito, muy cerca de las once. Y conque hasta vendí mis burros.
Hasta eso vendí porque se me aliviara.
-¡No oigo lo que estás diciendo! ¿O no estás
diciendo nada? ¿Qué es lo que dices?
-Que me pasé la noche velando a la muerta, a la
Refugio. Dejó de resollar anoche.
-Con razón me olió a
muerto. Fíjate que hasta yo le dije al Gamaliel: «Me huele que alguien se murió
en el pueblo». Pero ni caso me hizo; con eso de que tuvo que congeniar con los
viajantes, el pobre se emborrachó. Y tú sabes que cuando está en ese estado,
todo le da risa y ni caso le hace a una. Pero ¿qué me dices? ¿Y tienes
convidados para el velorio?
-Ninguno, madre Villa. Para eso quiero el alcohol,
para curarme la pena.
-¿Lo quieres puro?
-Sí, madre Villa. Pa emborracharme más pronto. Y
dámelo rápido que llevo prisa.
-Te daré dos decilitros
por el mismo precio y por ser para ti. Ve diciéndole entretanto a la difuntita
que yo siempre la aprecié y que me tome en cuenta cuando llegue a la gloria.
-Sí, madre Villa.
-Díselo antes de que se acabe de enfriar.
-Se lo diré. Yo sé que
ella también cuenta con usté pa que ofrezca sus oraciones. Con decirle que se
murió compungida porque no hubo ni quien la auxiliara.
-¿Qué, no fuiste a ver al padre Rentería?
-Fui. Pero me informaron que andaba en el cerro.
-¿En cuál cerro?
-Pos por esos andurriales. Usted sabe que andan en
la revuelta.
-¿De modo que también él? Pobres de nosotros,
Abundio.
-A nosotros qué nos
importa eso, madre Villa. Ni nos va ni nos viene. Sírvame la otra. Ahí como que
se hace la disimulada, al fin y al cabo el Gamaliel está dormido.
-Pero no se te olvide
pedirle a la Refugio que ruegue a Dios por mí, que tanto lo necesito.
-No se mortifique. Se lo diré en llegando. Y hasta
le sacaré la promesa de palabra, por si es necesario y pa que usté se deje de
apuraciones.
-Eso, eso mero debes
hacer. Porque tú sabes cómo son las mujeres. Así que hay que exigirles el
cumplimiento en seguida.
Abundio Martínez dejó otros veinte centavos sobre el
mostrador.
-Deme el otro
cuartillo, madre Villa. Y si me lo quiere dar sobradito, pos ahí es cosa de usté.
Lo único que le prometo es que éste sí me lo iré a beber junto a la difuntita;
junto a mi Cuca.
-Vete pues, antes que
se despierte mi hijo. Se le agria mucho el genio cuando amanece después de una
borrachera. Vete volando y no se te olvide darle mi encargo a tu mujer.
Salió de la tienda dando
estornudos. Aquello era pura lumbre; pero, como le habían dicho que así se
subía más pronto, sorbió un trago tras otro, echándose aire en la boca con la
falda de la camisa. Luego trató de ir derecho a su casa donde lo esperaba la Refugio;
pero torció el camino y echó a andar calle arriba, saliéndose del pueblo por donde
lo llevó la vereda.
-¡Damiana! -llamó Pedro
Páramo-. Ven a ver qué quiere ese hombre que viene por el camino.
Abundio siguió
avanzando, dando traspiés, agachando la cabeza y a veces caminando en cuatro
patas. Sentía que la tierra se retorcía, le daba vueltas y luego se le soltaba;
él corría para agarrarla, y cuando ya la tenía en sus manos se le volvía a ir,
hasta que llegó frente a la figura de un señor sentado junto a una puerta.
Entonces se detuvo:
-Denme una caridad para enterrar a mi mujer-dijo.
Damiana Cisneros
rezaba: «De las asechanzas del enemigo malo, líbranos, Señor». Y le apuntaba
con las manos haciendo la señal de la cruz.
Abundio Martínez vio a
la mujer de los ojos azorados, poniéndole aquella cruz enfrente, y se
estremeció. Pensó que tal vez el demonio lo había seguido hasta allí, y se dio
vuelta, esperando encontrarse con alguna mala figuración. Al no ver a nadie,
repitió:
-Vengo por una ayudita para enterrar a mi muerta.
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