JUAN CARLOS ONETTI (1909 – 1993)
JACOB Y EL OTRO
SEGUNDA ENTREGA
I. Cuenta el médico
(2)
Decidí que mi coche podía amanecer
otra vez frente al club y me hice llevar con la ambulancia hasta mi casa. La
mañana, rabiosamente blanca, olía a madreselvas y se empezaba a respirar el
río.
-Tiraron piedras y decían que iban a prenderle fuego al teatro -dijo el gallego
cuando llegamos a la plaza-. Pero apareció la policía y no hubo más que las
piedras que ya le dije.
Antes de tomar las píldoras comprendí
que nunca podría conocer la verdad de aquella historia; con buena suerte y
paciencia tal vez llegara a enterarme de la mitad correspondiente a, nosotros,
los habitantes de la ciudad. Pero era necesario resignarse, aceptar como
inalcanzable el conocimiento de la parte que trajeron consigo los dos
forasteros y que se llevarían de manera diversa, incógnita y para
siempre.
Y en el mismo momento, con el vaso de agua en la mano, recordé que todo aquello
había empezado a mostrárseme casi una semana antes, un domingo nublado y
caluroso, mientras miraba el ir y venir en la plaza desde una ventana del bar
del hotel.
El hombre movedizo y simpático y el gigante moribundo atravesaron en diagonal
la plaza y el primer sol amarillento de la primavera. El más pequeño llevaba
una corona de flores, una coronita de pariente lejano para un velorio modesto.
Avanzaban indiferentes a la curiosidad que hacía nacer la bestia lenta de dos
metros; sin apresurarse pero resuelto, el movedizo marchaba con una
irrenunciable dignidad, con una levantada sonrisa diplomática, como flanqueado
por soldados de gala, como si alguien, un palco con banderas y hombres graves y
mujeres viejas, lo esperara en alguna parte. Se supo que dejaron la coronita,
entre bromas de niños y alguna pedrada, al pie del monumento a Brausen.
A partir de aquí las pistas se embrollan un poco. El pequeño, el embajador, fue
al Berna para alquilar una pieza, tomar un aperitivo y discutir los precios sin
pasión, distribuyendo sombrerazos, reverencias e invitaciones baratas. Tenía
entre 40 y 45 años, el tórax ancho, la estatura mediana; había nacido para convencer,
para crear el clima húmedo y tibio en que florece la amistad y se aceptan las
esperanzas. Había nacido también para la felicidad, o por lo menos para creer
obstinadamente en ella, contra viento y marea, contra la vida y sus errores.
Había nacido, sobre todo, lo más importante, para imponer cuotas de dicha a
todo el mundo posible. Con una natural e invencible astucia, sin descuidar
nunca sus fines personales, sin preocuparse en demasía por el incontrolable
futuro ajeno.
Estuvo a mediodía en la redacción de El Liberal y volvió por
la tarde para entrevistarse con Deportes y obtener el anuncio gratis.
Desenvolvió el álbum con fotografías y recortes de diario amarillentos, con
grandes títulos en idiomas extraños; exhibió diplomas y documentos fortalecidos
en los dobleces por papeles engomados. Encima de la vejez de los recuerdos,
encima de los años, de la melancolía y el fracaso, paseó su sonrisa, su amor
incansable y sin compromiso.
-Está mejor que nunca. Acaso, algún kilo de más. Pero justamente para eso
estamos haciendo esta tournée sudamericana. El año que viene, en el
Palais de Glace, vuelve a conquistar el título. Nadie puede ganarle, ni europeo
ni americano. ¿Y cómo íbamos a saltearnos Santa María en esta gira que es el
prólogo de un campeonato mundial? Santa María. Qué costa, qué playa, qué aire,
qué cultura.
El tono de la voz era italiano, pero no exactamente; había siempre, en las
vocales y en las eses, un sonido inubicable, un amistoso contacto con la
complicada extensión del mundo. Recorrió el diario, jugó con los linotipos,
abrazó a los tipógrafos, estuvo improvisando su asombro al pie de la rotativa.
Obtuvo, al día siguiente, un primer título frío pero gratuito: “Ex campeón
mundial de lucha en Santa María.” Visitó la redacción durante todas las noches
de la semana y el espacio dedicado a Jacob van Oppen fue creciendo diariamente
hacia el sábado del desafío y la lucha.
El mediodía del domingo en que los vi desfilar por la plaza con la coronita
barata, el gigante moribundo estuvo media hora de rodillas en la iglesia,
rezando frente al altar nuevo de la Inmaculada; dicen que se confesó, juran
haberlo visto golpearse el pecho, presumen que introdujo después, vacilante,
una cara enorme e infantil, húmeda de llanto, en la luz dorada del atrio.
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