DIDO MI NOMBRE, TODOS LOS MARTES: SOBRE UN POEMA DE ROSARIO CASTELLANOS
por Elisa Díaz Castelo
(nexos / 17-10-2021)
En esta entrega la poeta reflexiona a torno a su relación con un poema
entrañable de Rosario Castellanos: “Lamentación de Dido”.
I.
Yo también me llamo
Dido. Lo dijo mi maestro de Letras Clásicas en un salón umbroso y dilapidado de
la Facultad de Filosofía y Letras. Cuando me presenté el primer día,
exclamó: ¡Dido! ¡Te llamas Dido! Durante el resto del semestre,
ése fue mi nombre una vez por semana, de cuatro a seis de la tarde. Incluso
cuando llovía. Incluso cuando, de camino a casa en los meses calurosos, podía
distinguir a lo lejos los incendios que carcomen las laderas de la montaña.
II.
El nombre de nacimiento de Dido es Elisa. El otro se lo pusieron después y
significa la errante, la vagabunda.
III.
Antes de saber que compartíamos nombre, ya sufría un caso de aguda didoitis por culpa, o eso pensaba, de Jeff
Buckley. Durante la temprana adolescencia la canción de una película me
conmovió hasta las lágrimas. Logré entresacar, de la densa musicalización
gitana, algunas palabras sueltas y las busqué en línea. Escribí: When I am dead, (…) may my wrongs (…) no
trouble in thy breast y puse Search. La página me
remitió, no sé si por lo rudimentario del buscador o por mis propias
capacidades (siempre rudimentarias) para buscar información en línea, a Jeff
Buckley. Pensé, automáticamente, que este cantante de rock de los noventas, con
una larga y descuidada cabellera y una voz tan angelical como melancólica, era
el autor de la canción, llamada Dido’s Lament. De
inmediato me volví aficionada a la música del joven suicida, el autor de éxitos
como Lover, You Should’ve Come Over, Forget Her y, por supuesto, Dido’s Lament. Viví en el error durante años hasta que
se me manifestó la verdad en forma de un hierático compositor barroco con una
inmensa peluca rizada. Se trataba de Henry Purcell. Y esa melodía desgarradora
no era una canción de rock noventero sino el aria de una ópera del siglo XVII.
IV.
Durante la adolescencia no sólo me desvelaba la voz de Jeff Buckley, sus notas
agudas como manos que me llevaban hacia adentro de la madrugada, sino también
mi propia afición por escribir. En el secreto riguroso de mi cuarto de
adolescente trasnochada, con un cuaderno abierto y el bisturí de la pluma entre
los dedos, me enfrenté desde el principio a un desfase: mis enormes ganas de
escribir poemas no se correspondían con lo poco que había vivido. Mi solución
fue intuitiva: comencé a inventar personajes a quienes sí les pasaban las
cosas. O les habían pasado. Hablaba en mis poemas un personaje recurrente: un
anciano viudo que escribía sobre su esposa muerta. Por alguna oculta pasión
sinófila que no manifestaba en mi día a día, ambos personajes eran chinos y el
hombre se empeñaba en describir, una y otra vez, a su esposa cepillándose el
cabello.
VI.
En la época en la que me llamé Dido todos los martes, de cuatro a seis,
descubrí en una clase de Letras Inglesas que existe toda una corriente de
monólogos dramáticos o persona poems,
caracterizados por estar escritos en la voz de personajes ajenos a la
experiencia propia del autor. Si bien no es necesario decir que me encantaban,
es cierto que algo en ellos me resultaba ajeno por partida doble. El Titono,
que en la pluma de Tennyson hablaba en elegantes y ambos, compartía el doble
alejamiento de ser un ente mitológico y de ser hombre. Un día, mi mejor amiga,
que estudiaba Letras Hispánicas y tenía el corazón roto —como lo teníamos, casi
por necesidad, todas nosotras—, me leyó por primera vez “Lamentación de Dido”
de Rosario Castellanos. El poema me increpó, más allá de cualquier didoitis que pudiera padecer. Aunque también está
situado en un pasado épico, la voz de Dido me resultó mucho más cercana que
otros personajes de monólogos dramáticos. Por un lado, el poema tiene un claro
enfoque de género y la hablante vuelve, una y otra vez, sobre este tema: “mujer
que asienta por primera vez la planta del pie en tierras desoladas”. Además, al
hablar desde la pira alzada de la ira y de la
pérdida amorosa, su voz nos tocaba de cerca, atravesando la pátina del mito
como un espejo que apresa una luz y la refracta. Se trataba de un poema tan
desgarrador que no podría, o eso pensaba entonces, ser ajeno del todo a la
experiencia contundente de la autora. Hoy en día cuestiono la identificación
del yo lírico con la voz del autor, pero en ese entonces pensé que Dido era una
especie de desdoblamiento de la propia experiencia de Castellanos. Me pareció
que crear una máscara era un mecanismo muy inteligente para aproximarse a un
tema tan dado a los lugares comunes y al patetismo como el desamor.
Más adelante
encontraría otros poemas que actualizan figuras míticas, injertándolas en
situaciones actuales, y ese tono, esa circunstancia precisa, me capturaron por
completo. Por lo pronto, en “Lamentación de Dido” descubrí una manera novedosa
de escribir sobre algo que nos toca demasiado cerca. Porque a veces la ausencia
de la piel del otro es más próxima que nuestra propia piel. Al explorar la
pérdida a partir un personaje, mirarla desde afuera como si le perteneciera a
otra, el monólogo dramático permite cierta distancia crítica e incluso
proporciona esa herramienta de dos filos: la posibilidad de la ironía.
Encontrar este poema, leerlo con mi amiga en mi cuarto de juventud hace ya
años, fue una influencia determinante en la escritura de mi Orfelia, el
personaje que habla en la segunda parte de El reino de lo no lineal.
***
Lamentación de Dido
Rosario Castellanos
Guardiana de las
tumbas; botín para mi hermano, el de
la corva garra de gavilán;
nave de airosas velas, nave graciosa, sacrificada al
rayo de las tempestades;
mujer que asienta por primera vez la planta del pie en
tierras desoladas
y es más tarde nodriza de naciones, nodriza que
amamanta con leche de sabiduría y de consejo;
mujer siempre, y hasta el fin, que con el mismo pie de
la sagrada peregrinación
sube —arrastrando la oscura cauda de su memoria—
hasta la pira alzada del suicidio.
Tal es el relato de
mis hechos. Dido mi nombre.
Destinos como el mío se han pronunciado desde la antigüedad
con palabras hermosas y nobilísimas.
Mi cifra se grabó en la corteza del árbol enorme de las
tradiciones.
Y cada primavera, cuando el árbol retoña,
es mi espíritu, no el viento sin historia, es mi espíritu
el que estremece y el que hace cantar su follaje.
Y para renacer, año
con año,
escojo entre los apóstrofes que me coronan, para que
resplandezca con un resplandor único,
éste, que me da cierto parentesco con las playas:
Dido, la abandonada, la que puso su corazón bajo el
hachazo de un adiós tremendo.
Yo era lo que fui: mujer de investidura desproporcionada
con la flaqueza de su ánimo.
Y, sentada a la sombra de un solio inmerecido,
temblé bajo la púrpura igual que el agua tiembla bajo
el légamo.
Y para obedecer mandatos cuya incomprensibilidad me
sobrepasa recorrí las baldosas de los pórticos con la
balanza de la justicia entre mis manos
y pesé las acciones y declaré mi consentimiento para
algunas —las más graves—.
Esto era en el día. Durante la noche no la copa del
festín, no la alegría de la serenata, no el sueño
deleitoso.
Sino los ojos acechando en la oscuridad, la
inteligencia batiendo la selva intrincada de los textos
para cobrar la presa que huye entre las páginas.
Y mis oídos, habituados a la ardua polémica de los mentores,
llegaron a ser hábiles para distinguir el robusto sonido del
oro
del estrépito estéril con que entrechocan los guijarros.
De mi madre, que no
desdeñó mis manos y que me las
ungió desde el amanecer con la destreza,
heredé oficios varios; cardadora de lana, escogedora
del fruto que ilustra la estación y su clima,
despabiladora de lámparas.
Así pues tomé la
rienda de mis días: potros domados,
conocedores del camino, reconocedores de la querencia.
Así pues ocupé mi sitio en la asamblea de los mayores.
Y a la hora de la partición comí apaciblemente el pan
que habían amasado mis deudos.
Y con frecuencia sentí deshacerse entre mi boca el
grano de sal de un acontecimiento dichoso.
Pero no dilapidé mi
lealtad. La atesoraba para el
tiempo de las lamentaciones,
para cuando los cuervos aletean encima de los tejados
y mancillan la transparencia del cielo con su graznido
fúnebre
para cuando la desgracia entra por la puerta principal
de las mansiones
y se la recibe con el mismo respeto que a una reina.
De este modo
transcurrió mi mocedad: en el
cumplimiento de las menudas tareas domésticas; en
la celebración de los ritos cotidianos; en la
asistencia a los solemnes acontecimientos civiles.
Y yo dormía,
reclinando mi cabeza sobre una
almohada de confianza.
Así la llanura, dilatándose, puede creer en la
benevolencia de su sino,
porque ignora que la extensión no es más que la pista
donde corre, como un atleta vencedor,
enrojecido por el heroísmo supremo de su esfuerzo, la
llama del incendio.
Y el incendio vino a mí, la predación, la ruina, el
exterminio
¡y no he dicho el amor!, en figura de náufrago.
Esto que el mar
rechaza, dije, es mío.
Y ante él me adorné
de la misericordia como del
brazalete de más precio.
Yo te conjuro, si oyes, a que respondas: ¿quién
esquivó la adversidad alguna vez? ¿Y quién tuvo a
desdoro llamarle huésped suya y preparar la sala
del convite?
Quien lo hizo no es mi igual. Mi lenguaje se entronca
con el de los inmoladores de sí mismos.
El cuchillo bajo el
que se quebró mi cerviz era un
hombre llamado Eneas.
Aquel Eneas, aquel, piadoso con los suyos solamente;
acogido a la fortaleza de muros extranjeros; astuto,
con astucias de bestia perseguida;
invocador de númenes favorables; hermoso narrador
de infortunios y hombre de paso; hombre
con el corazón puesto en el futuro.
—La mujer es la que
permanece; rama de sauce que llora en las orillas de los ríos—.
Y yo amé a aquel
Eneas, a aquel hombre de promesa
jurada ante otros dioses.
Lo amé con mi
ceguera de raíz, con mi soterramiento
de raíz, con mi lenta fidelidad de raíz.
No, no era la
juventud. Era su mirada lo que así me
cubría de florecimientos repentinos. Entonces yo
fui capaz de poner la palma de mi mano, en signo
de alianza, sobre la frente de la tierra. Y vi
acercarse a mí, amistadas, las especies hostiles. Y
vi también reducirse a número los astros. Y oí que
el mundo tocaba su flauta de pastor.
Pero esto no era suficiente.
Y yo cubrí mi rostro con la
máscara nocturna del amante.
Ah, los que aman apuran tósigos mortales. Y el
veneno enardeciendo su sangre, nublando sus ojos,
trastornando su juicio, los conduce a cometer actos
desatentados; a menospreciar aquello que tuvieron
en más estima; a hacer escarnio de su túnica y a
arrojar su fama como pasto para que hocen los cerdos.
Así, aconsejada de mis enemigos, di pábulo al deseo y
maquiné satisfacciones ilícitas y tejí un espeso
manto de hipocresía para cubrirlas.
Pero nada permanece oculto a la venganza. La
tempestad presidió nuestro ayuntamiento; la
reprobación fue el eco de nuestras decisiones.
Mirad, aquí y allá,
esparcidos, los instrumentos de
la labor. Mirad el ceño del deber defraudado.
Porque la molicie nos había reblandecido los tuétanos.
Y convertida en antorcha yo no supe iluminar más que
el desastre.
Pero el hombre está
sujeto durante un plazo menor a la
embriaguez.
Lúcido nuevamente, apenas salpicado por la sangre de
la víctima,
Eneas partió.
Nada detiene al
viento. ¡Cómo iba a detenerlo la rama
de sauce que llora en las orillas de los ríos!
En vano, en vano
fue correr, destrenzada y frenética,
sobre las arenas humeantes de la playa.
Rasgué mi corazón y
echó a volar una bandada de
palomas negras. Y hasta el anochecer permanecí,
incólume como un acantilado, bajo el brutal
abalanzamiento de las olas.
He aquí que al
volver ya no me reconozco. Llego a mi
casa y la encuentro arrasada por las furias. Ando
por los caminos sin más vestidura para cubrirme
que el velo arrebatado a la vergüenza; sin otro
cíngulo que el de la desesperación para apretar mis
sienes. Y, monótona zumbadora, la demencia me
persigue con su aguijón de tábano.
Mis amigos me miran
al través de sus lágrimas; mis
deudos vuelven el rostro hacia otra parte. Porque la
desgracia es espectáculo que algunos no deben
contemplar.
Ah, sería
preferible morir. Pero yo sé que para mí no
hay muerte.
Porque el dolor —¿y qué otra cosa soy más que
dolor?— me ha hecho eterna.
Elisa Díaz Castelo
Poeta y traductora.
Su libro El reino de lo no lineal ganó el Premio Bellas
Artes de Poesía Aguascalientes 2020.
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