ARTAUD. EL MEJOR ACTOR DE SÍ MISMO
por Matías Serra Bradford
(Clarín / 1-11-2019)
Jacques Prevel dejó un valioso documento de los últimos años del gran
poeta, actor y dramaturgo francés.
Caminaba apurado, a
zancadas, leía en marcha, escribía de pie, dictaba textos, regalaba dibujos
malheridos o los canjeaba. Era una fuerza en busca de un estado: una vía
fértil, lo más desbordante posible, cuyo estilo nunca derrapa.
Actuó de Marat en
el Napoleón de Abel Gance, de Savonarola en Lucrecia
Borgia del mismo director, de monje en La pasión de Juana de
Arco de Carl Dreyer, de ángel guardián en Liliom de
Fritz Lang. Esto sin enumerar su troquelada presencia en el teatro, sobre el
que dejó textos que lo refundaron. Antonin Artaud, a quien lo
tentaba retratar a otros a lápiz, era una silueta difícil de seguir y casi
imposible de capturar.
El poeta Jacques
Prevel lo conoció en sus últimos dos años, de 1946 a 1948, y su diario –suerte
de satélite de una biografía desrealizada– registra sus encuentros e
intercambios y el elenco que lo frecuentaba (Henri y Colette Thomas, Marthe
Robert, Paule Thévenin), en un París desfocado excepto por sus cafés, en los
que Artaud acampaba horas. Frente a Notre Dame, el 16 de marzo de 1947 dijo:
“Observe esa catedral, señor Prevel. No existirá por mucho tiempo más. Recuerde
lo que le digo, ya verá”.
Un diario es una
superposición de planos que ubica o descentra, según, a su autor con relación a
sí mismo, bajo el influjo de aquellos que orbitan a su alrededor. En contadas
instancias, se escribe un diario en función de un único otro. Es el caso
de En compañía de Antonin Artaud, que registra el modo en
que este extremaba su errabundia –recibía permiso para salir del asilo de Ivry
en el que estaba internado– y la manera en que gestaba y gestionaba esos textos
en estado de flotación, siempre a punto de repartirse, de perderse.
Prevel desoyó la
advertencia injertada en El pesa-nervios: “Soy el único testigo de
mí mismo”. Declaración que podría leerse en tándem con una misiva a Jean
Paulhan: “Lo que escribo es el resultado de una verdadera victoria sobre mí
mismo”. Podría especularse que acaso cuando no se puede llevar un diario –no se
puede conversar con uno mismo–, como fue el caso de Artaud, es que se deja la
puerta entreabierta para que ingrese la locura. (Que Prevel estuviera al borde
del desquicio noche y día ilustra también la cambiante percepción de la insanía
propia o ajena y de sus variables y generosos márgenes de error).
El diario no puede,
naturalmente, consignar la mirada y la cara de Artaud: de la perfección
cinematográfica al mendigo desabrido (un arco posible para la literatura, un
papel posible para el veterano Jean-Pierre Leáud). De sus buenas fotos, Artaud
decía: “Demasiado teatral”.
Prevel y compañía
debían conseguirle, sucesivamente, cocaína, láudano, opio, hachís, heroína,
morfina y jarabe de cloral. Qué complicado ser Artaud, qué cansador ser su
amigo. Pero qué indemnización para unos y otro. El 31 de agosto de 1946, Prevel
anota: “Me aconseja escribir mis poemas en forma de carta, como para explicar a
alguien lo que siento, y rehacer el poema después”. Gran parte de la obra
relampagueante de Artaud obedece al formato epistolar, hasta hacerlo volar por
los aires. En su “Carta al Papa” latiga a los pontífices pasados y por venir:
“Nosotros no necesitamos tu cuchillo de claridades”.
Una instancia
altísima de En compañía de Artaud se da, precisamente,
en las cartas que Jean Paulhan le escribe como editor de Gallimard a
Prevel: “Hay no sé qué de desgarrador en sus poemas, que me parece grande. Hay
también, me parece, no sé qué de indolencia o qué pereza –qué falta de
coordinación– que les impide asumir toda su grandeza… No veo su centro de
irradiación –ese centro tan evidente en Lecomte o Daumal–. Tampoco veo las
huellas del trabajo que habría podido sustituir ese centro”.
En un momento,
Artaud quería dejar de firmar sus textos, pero Paulhan le aclaró que todo el
mundo los reconocería. La suya era –es– una escritura límite, amotinada, que
arrincona a los pretendientes de la escritura: “Amo los poemas de los
supliciados de la lengua que están en pérdida en sus escritos, y no los de
aquellos que afectan estar perdidos para mejor instalar su conciencia y su
ciencia de la pérdida y de lo escrito”.
Los sablazos de
Artaud nunca se hicieron esperar: “La finalidad de la poesía no puede ser jugar
únicamente con las leyes con las que se hace”. Y se permitía sobreactuar su
impiedad: “Cuando oigo hablar de un poeta nuevo, no tengo ganas de otra cosa
que de fusilarlo a quemarropa”. Pasaba sus días arañando corto-circuitos: “Toda
obra escrita es un espejo donde lo escrito se funde ante lo no escrito”.
En El
pesa-nervios aconseja a media voz: “No se debe dejar pasar demasiado
la literatura”. El autor de El teatro y su doble era un
experto en líneas para fakires: “Porque incluso la luz de lo increado no es más
que una astucia”. Su itinerario es el de sus textos sibilinos: manuscritos que
se extravían, cartas que naufragan, artículos que se traspapelan, dibujos subsónicos
que no se devuelven, herederos que hallan todo ilegible, mitos que se
multiplican.
Ante una vida como
la de Antonin Artaud, se impone ese silencio que sigue a una función de teatro
en otra lengua, la que desconocían todos los espectadores.
En compañía de
Antonin Artaud, Jacques Prevel. Trad. Mariano García. Adriana Hidalgo, 264 págs.
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