G.
K. CHESTERTON (1874 – 1936)
EL
HOMBRE QUE FUE JUEVES
(PESADILLA)
Traducción
y prólogo de ALFONSO REYES
TRIGESIMOSEXTA ENTREGA
CAPÍTULO
DÉCIMO
EL
DUELO (4)
Toda la tierra cobraba,
a sus ojos, un extraño valor. La yerba, bajo sus plantas, parecía vivir. El
amor de la vida lo invadía todo. Hasta se figuró que oía crecer la yerba. Hasta
se figuró que, en aquel momento, estaban brotando nuevas flores: flores rojas,
flores amarillas y azules: toda la gama de la primavera. Y cuando sus ojos se
encontraban con los ojos fríos, fijos, hipnóticos del Marqués, veía detrás de
éste el almendro florido, contrastando sobre el azul del cielo. Se decía que,
si por casualidad salía con vida de aquel lance, no desearía ya más en la vida
que poder sentarse a contemplar el almendro.
Pero, mientras que una
parte de su alma se entregaba a contemplar la tierra, el cielo y todas las
cosas, considerándolas como otras tantas bellezas perdidas, la otra era como claro
espejo de la realidad inmediata. Y, así Syme paraba los ataques de su enemigo
con una exactitud del reloj, de que no se había creído capaz. Una vez la punta
del arma enemiga corrió por su muñeca, trazando una línea de sangre; pero nadie
lo advirtió o todos afectaron ignorarlo. De tiempo en tiempo contestaba, y una
o dos veces le pareció que había tocado, pero como no había sangre en la camisa
del contrario ni en la propia espada, supuso que se había equivocado.
Hubo un descanso y
cambio de terreno. Después, continuaron.
A riesgo de perderlo
todo, el Marqués, desviando los ojos, echó una mirada hacia la vía férrea.
Después volvió hacia Syme una cara de demonio, y comenzó a multiplicar su ataques
como si tuviera veinte espadas. Los ataques eran tan furiosos y continuos, que aquella
espada parecía un chubasco de dardos. Syme no tuvo tiempo de echar un vistazo a
los rieles; pero tampoco le hacía falta. Aquel frenesí que se había apoderado
del Marqués indicaba a las claras que el tren de París estaba a la vista.
La energía desesperada
del Marqués era superior a sus medios. Dos veces, Syme, al parar, lanzó fuera
de la línea la punta del adversario; y la tercera, su respuesta fue tan rápida
que no hubo duda: la espada de Syme se había doblado contra el cuerpo del Marqués,
penetrándole. Syme estaba tan seguro de ello, como puede estar el jardinero de haber
clavado en la tierra su azadón. Pero el Marqués había saltado atrás sin desconcertarse,
y Syme, perplejo, examinaba la punta de su espada, buscando en vano una mancha
de sangre.
Hubo un silencio
rígido, y, a su vez, Syme cayó furiosamente sobre su contrario, lleno ahora de
curiosidad. Probablemente el Marqués le era superior, como lo advirtió al
principio del combate, pero en este momento el Marqués parecía vacilar y perder
ventajas. Luchaba de un modo irregular y hasta débil, y estaba mirando
continuamente la línea del ferrocarril, como si temiera más al tren que a la
espada de su adversario. Por su parte, Syme aunque ferozmente se batía con
cálculo y cuidado, intrigadísimo por el enigma de que no apareciera sangre en
su hoja. Entonces empezó a apuntar menos al cuerpo que al cuello y a la cabeza.
Minuto y medio más
tarde, vio claramente que su punta entraba en el cuello del Marqués, debajo de
la quijada. Pero la hoja volvió a salir limpia. Medio loco, atacó de nuevo,
dando de tal modo sobre las mejillas del Marqués que debió haber hecho una
carnicería. Con todo, no hubo ni un rasguño. Por un instante, el cielo de Syme
se nubló con terrores sobrenaturales. Aquel hombre estaba embrujado. Este
terror espiritual era más terrible que el simple enigma espiritual simbolizado
en el paralítico que lo perseguía. El Profesor le había parecido un duende;
pero este hombre era un diablo ¡tal vez era el Diablo! En todo caso, era seguro
que tres veces le había penetrado la espada sin dejar huella. A este
pensamiento, Syme se enardeció. Todo lo que en él había de bueno cantó en el
aire como en los árboles las alas del viento. Recordó todas las circunstancias
de su aventura: los farolillos venecianos del Saffron Park, los cabellos rojos
de la muchacha del jardín, los honrados marineros que bebían cerveza junto a
los muelles, la lealtad de los compañeros que presenciaban su combate. Tal vez
él había sido señalado como campeón de todas las cosas buenas y nobles para
cruzar los aceros con el enemigo de la creación. "Después de todo -se
dijo- yo soy más que un diablo, soy un hombre: yo puedo hacer algo que le es
imposible a Satanás: morir". Y al articular mentalmente esta palabra, oyó
como un silbido lejano: era el tren de París.
Y volvió a la carga con
agilidad sobrenatural. Como mahometano que quiere ganarse el Paraíso. A medida
que se aproximaba el tren, Syme creía ver al pueblo de París ocupado en adornar
los arcos triunfales; se sentía unido al rumor y gloria de la gran República,
cuyas puertas estaba defendiendo contra los poderes infernales. Y sus
pensamientos se expandían al crecer el zumbido del tren, que acabó en un largo
y penetrante silbido de orgullo. Paró el tren.
De pronto, con gran
asombro de todos, el Marqués saltó fuera del alcance del enemigo, arrojando al
suelo su espada. El salto fue prodigioso, y más todavía si se considera que Syme
acababa de meterle la espada en el muslo.
-¡Alto! -dijo el
Marqués con voz que no admitía réplica- tengo que decir una cosa.
-¿Qué pasa? -preguntó
el coronel Ducroix-. ¿Ha habido alguna irregularidad?
-Alguna ha habido -dijo
el Dr. Bull algo pálido- nuestro amigo ha herido al Marqués cuatro veces por lo
menos, sin que éste parezca sentirlo.
El Marqués levantó la
mano con aire de espantoso dolor:
-Por favor déjenme
hablar, que es importante. -Y, enfrentándose con su adversario, Mr. Syme:
estamos batiéndonos, si mal no recuerdo, porque usted manifestó el deseo, muy irracional
a mi entender, de pellizcarme las narices. Le ruego a usted que tenga la bondad
de pellizcármelas lo más pronto posible. Tengo que alcanzar el tren.
-Protesto contra
semejante irregularidad -dijo el Dr. Bull indignado.
-En efecto, es algo
opuesto a los precedentes -dijo el coronel Ducroix mirando con severidad a su
amigo-. Creo que solamente hay un caso (el del capitán Belle-garde y el Barón
Zumpt) en que, a petición de uno de los adversarios, las armas fueron cambiadas
en mitad del duelo. Pero me parece un poco forzado asimilar una nariz a una
espada.
-¿Quiere usted hacerme
el favor de pellizcarme las narices? -insistió desesperado el Marqués-. ¡Ande
usted, Mr. Syme! ¿Pues no quería usted hacerlo, no sabe usted lo que me
importa? No sea usted tan egoísta: le suplico a usted que me pellizque las
narices.
Y al decir esto, inclinaba
la cara con una sonrisa de loco. El tren de París, jadeando y gruñendo, había
llegado a una parada junto a una colina próxima. Syme sintió entonces lo que
varias veces había ya sentido en el curso de sus aventuras: una ola sublime y
enorme pareció subir hasta el cielo y derrumbarse con él.
Y entonces, caminando
sobre un suelo que ya le parecía fantástico, dio unos pasos adelante y pellizcó
la nariz romana de aquel célebre aristócrata. Tiró fuerte: ¡y la nariz se le
quedó entre los dedos!
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