ALFREDO
FRESSIA
¿EN DÓNDE
ESTÁ LO POÉTICO EN LA “POST-POST” MODERNIDAD?
por Canek
Zapata
Tuve el gusto de conversar con Alfredo Fressia
sobre la tradición dialéctica en la poesía. La plática nos llevó a la furtiva
definición de la poesía, aquello que el poeta uruguayo sitúa "cuando una
piedra tirada en un lago provoca una serie de círculos concéntricos”.
Recorrimos el cuerpo del poema, para finalmente preguntarnos qué lugar tiene lo
poético en la "post-post" modernidad, si es que tiene un lugar o si
está en toda parte, dispuesta a dialogar con todos.
En el siglo veintiuno, ¿todavía existe una razón
para la discordia entre vanguardias y tradición en las poéticas modernas?
Pienso que los
conceptos de tradición y vanguardia necesitan algunas precisiones, digamos. La
etimología nos enseña que el “traer”, la tradición y la traición vienen
de la misma raíz (traditio, traditionis), hablo del acto de traer
que es propio de la tradición pero que implica siempre una traición -indispensable
para que lo traído (tradere, dare con trans,
“a través”) siga llegando hasta nosotros. Un legado definitivo, congelado,
intocado tendría en sí esa especie de monstruosidad que sentimos frente a
alguna(o)s vírgenes.
Por otro lado, ¿con qué discuerdan las vanguardias? O, dicho de otro modo, ¿a qué llamamos tradición? La tradición, hecha de “traiciones”, de movimientos en zigzag, ya contenía en sí el juego dialéctico de cambios, alejamientos, oscurecimientos, “discordias” que no pertenecen sólo a las “vanguardias”. A menos que recorramos la historia literaria como puro campo de batalla (lo que puede instigar a los creadores, de ánimo a veces belicoso, pero no a las sociedades que se sienten representadas por esas estéticas). Para ser más concretos, no pienso que un lector de fines del siglo XVIII haya sentido una inflexión de discordia frente a la actitud romántica, que además no es una “vanguardia”, es más bien un compás en el movimiento pendular de las estéticas. Sí, claro que Chateaubriand no es Madame de Lafayette, así como Stendhal querrá escribir en 1830 para hombres de 1930, pero esos movimientos estéticos no implican una “vanguardia”. Justamente, son mucho más que una vanguardia.
Te invito a separar esos momentos de inflexión, digamos, de las “vanguardias” que atravesaron el siglo XX, casi sistemáticamente munidas de un programa, un plan de construcción del poema, y con un canon en una mano y tantas veces un Index librorum prohibitorum en la otra mano.
La gran ingenuidad
es imaginar que el arte es un ejercicio de mejor o peor obediencia a normas que
me impongo o que me son impuestas como verdades absolutas. Pienso en las Artes
Poéticas, desde Horacio, en Boileau… (que representaron muy bien la ideología
de su tiempo, por cierto). Kant percibe claramente que el arte no reside ni en
la exacta obediencia a esas reglas ni en su negación. Ni la construcción ni la
demolición de esos muros de Berlín -diría uno. Más bien, decía Kant, cada obra
debe generar sus propias leyes y a esas leyes debe obedecer.
Me dirás, Canek,
que siempre hay una literatura residual, una estética que se anquilosa, se
vuelve folclor, se fija “para siempre”. Sí, en cierto sentido es un peligro,
porque poda todos los brotes de creatividad de un poeta. Por ejemplo -para
darte uno uruguayo, o platino- en el siglo XIX las leyes de la poesía gauchesca
quedan fijadas (retocadas en la segunda parte del siglo), y hasta hoy hay una
poesía gauchesca que se obstina en la excelencia de la realización de esas leyes.
Supongo que en México ocurrirá algo parecido. El crítico de esa forma de
artesanía no pasa de un arbiter elegantiae, que mide con su regla
de oro en la mano el objeto creado y cuanto más adecuado esté a la tradición,
más perfecto será (o más “arte”).
Las vanguardias volvieron demasiadas veces a imponer reglas a la Boileau, ya no surgidas de la obra sino de una doxa, que estaba ligada a una ideología, claro, y a los intereses de un grupo. De ahí esa especie de inflación de la “discordancia” (y también de ahí viene su frecuente beligerancia). En el fondo, y para resumir gruesamente, tradición y vanguardias compartieron un siglo autoritario -el terrible siglo XX y “discuerdan” entre sí menos de lo que parecía.
Exacto. La discordia entre estéticas podría
atribuirse a Quevedo contra Góngora, o a Horacio advirtiendo sobre Píndaro. Por
eso usted considera que por esas circunstancias como la ideología o los
intereses de grupo se componen familias poéticas, que suelen heredar esa doxa u
“opinión”, graciosamente de la misma etimología griega de doxa tenemos
dogma. Pero esa disputa autoritaria (pues al fin y al cabo es una reducción a
autoridades) es consecuente con la postergación del debate de la poética. Es
mejor que vislumbremos esos nudos. Borges considera que un objeto poético es
todo aquello en lo que se encuentra lo que se espera encontrar en la poesía.
Por lo que le debo preguntar, ¿se puede describir lo poético?
Es el viejo
malestar que provoca toda definición de poesía justamente porque es un objeto
furtivo (incluso en su base material). Es imposible no pensar en San Agustín
cuando, obligado a definir el tiempo, decía saber lo que era “si no me lo
preguntan, pero si me lo preguntan, no lo sé”. Tal vez sea bueno empezar por lo
obvio, y hacer una distinción entre poiesis y poiema.
Imagina que hablamos de poesía con la mirada del receptor, del lector, de la
emoción que se apodera de nosotros. Una piedra tirada en un lago provoca una
serie de círculos concéntricos. Olvidemos el objeto -en el caso, el poema,
escrito o no-, quedémonos en el estremecimiento del agua. Si llamamos poesía no
al objeto deflagrador, sino al estremecimiento que ese objeto provoca, entonces
encontraremos poesía no sólo en esos artefactos llamados poema sino también en
paisajes, en fragmentos musicales, en una simple mirada, en los zapatos (suelo
encontrar mucha “poesía” en los zapatos). Suele ser la definición romántica de
poesía. “Poesía eres tú”, respondía Bécquer a su amada. Y sus razones tendría,
no tenemos por qué dudarlo.
En todo caso, la poesía no es incorpórea ni abstracta. En todos los casos nuestro cuerpo físico estará presente. Hay en la emoción poética una elevación de la presión arterial, de la temperatura, un estremecimiento de la piel, una disposición que es del cuerpo (o que es del cuerpo tanto como del alma).
Te propongo que leamos este poema de Ana Cristina Cesar, la poeta suicida brasileña. Es de A teus pés, de 1982. Se trata de un poema sin título, “decapitado”, tan breve y tan vasto.
olho
muito tempo o corpo de um
poema até
perder
de vista o que não seja corpo e sentir separado dentre os dentes
um filete de sangue nas gengivas
Lo podemos traducir
así:
miro mucho tiempo el cuerpo de un
poema
hasta perder de vista lo que no sea cuerpo
y sentir separado entre los dientes
un filete de sangre
en las encías
Aquí aparece el “cuerpo” del
poema, es decir, ya no estamos en la poesía como estremecimiento en el agua.
Aquí la poesía es un cuerpo, ese que cae en el río (en el lector) como un
meteorito, un objeto que deflagra (o no) los “círculos concéntricos”. Es la
poesía definida en la otra punta, no la punta del “consumidor”, sino en la del
creador. Y también está hecha de cuerpo.
Y un cuerpo con características que
podemos adivinar. Por ejemplo, es probable que exhiba la “espiralidad” del
poema, esa anáfora visual en la sucesión de los versos revisitada por la
tradición. No quiero excluir la poesía en prosa y tampoco desprecio la
posibilidad de leer en el “cuerpo” del poema de Ana Cristina una obra oral. Más
bien, hablo de una mera experiencia personal de lectura: siempre vi ese mirada
(“miro”) dispuesta sobre un objeto vertical y sobre una página. O tal vez lo
que me llevó a esa lectura fue el mismo poema sin título que Ana dispuso frente
a mí, lector.
De la mirada (de Ana Cristina, que
corresponde a la mía cuando actualizo el poema a cada lectura) surge un poema
que, como mi cuerpo, está hecho de una doble naturaleza. Siguiendo la mirada de
Ana, en esa perfecta mise-en-abîme, descubro que el poema posee
partes que no son “cuerpo”.
Y descubro más. Por ejemplo, descubro
que es preciso un esfuerzo (y tiempo, como en un ejercicio oriental) para
separar lo que es cuerpo, en el poema, de lo que en él ya no es cuerpo. La
poeta dice que mira “mucho tiempo” el objeto para “perder de vista” esa parte
que no es cuerpo.
No sé en cambio si mira para lograr
ese “perder de vista” (que tampoco significa desaparición) o si esa pérdida se
produce sin intención explícita. Pero sé que no se puede leer el poema de Ana
Cristina sin recordar la náusea sartreana. Sé por Sartre, y
antes por nuestra común experiencia humana, que un objeto contemplado en su
mudez ontológica puede volverse atroz, como sería atroz mi cuerpo desprovisto
de alma. También resulta imposible no recordar el terror de los zombis haitianos.
Pero en el relato tradicional del
Vodú los cuerpos sin alma pueden obedecer las órdenes de un chamán. No es el
caso de la pura experiencia de la náusea. Y tampoco es el caso de este poema
que yo (Ana Cristina) y yo (lector) estoy / estamos viendo frente a mí / nosotros,
desprovisto de lo que no era cuerpo.
Mi mirada actuó como un cuchillo, corté lo que no debía ser “separado” (es el participio que aparece después de la conjunción “y”, consecutiva aquí, un “y” que invita a verificar una consecuencia). Y esa consecuencia no es la náusea ni el ejercicio de poder de un chamán; la consecuencia es otro corte, ahora en mi cuerpo, que provoca ese filete de sangre en mi encía.
Herí lo que no debía ser herido,
mordí -como en la comunión- lo que no debía ser mordido, separé lo inseparable,
y mi cuerpo actúa como espejo, la herida en mi boca es de naturaleza especular,
del mismo modo que soy especular frente a Ana Cristina leyendo, hoy, su
poema.
Pero hay una lectura que puede ir más
lejos -si tienes paciencia, Canek, con este anciano locuaz- en el enigma del
poema (que es el enigma de tu pregunta). El poema no dice si ese filete de
sangre -prueba de una herida- sea “mío” (o del yo del poema, sea quien sea).
Puedo leer ese filete de sangre como prueba de la herida que provoqué en el
cuerpo del poema, y entonces es sangre del cuerpo poemático. En esa lectura ya
no soy especular. Tampoco soy necesariamente draculino. Chupé la sangre del
poema, pero ya sabemos las informaciones emblemáticas que acompañan a la
sangre, quizás vino hecho sangre, quizás ofrenda poemática, y entonces asistimos
a una lectura-comunión: yo, Ana Cristina, el poema leído por ella y el poema
escrito por ella que hoy leo.
Y paro por aquí, para no agotar a los
lectores, porque en cambio ese poema sí es inagotable.
El poema anterior parece un evento / poema
caníbal, sabemos que hubo víctimas, pero no si es que nosotros mismos
fuimos parte de esas víctimas. Lo cual es análogo al evento de la poesía en sí.
El lector es su cajón de resonancia. El lector / eco está, en “decapitado”,
ante la intuición de un delirio, un lapsus báquico, no sabe lo que ha pasado, y
al recobrar la razón ve la evidencia, manchado / marcado por ese filete entre
los dientes, pero duda si la evidencia de ese lapsus es parte del cuerpo del
poema o de uno mismo.
Y es que hay algo en la poesía que es como contar un chiste, sólo que la poesía puede, además, producir todos los efectos posibles.
¿Habrá heredado la poesía el lugar en la vida cotidiana que antes tenía el ritual religioso? Esa especie de noción epifánica me hace preguntarte ¿si es por eso por lo que la poesía no puede ser “condescendiente”?
Claro, el poema -tan
aparentemente simple, tan cortito, sin título siquiera- contiene en sí ese
enigma, ese “lapsus báquico” lo nombras tú, ese instante en que la tierra se
detiene y parece que vuelve a girar pero como que en sentido contrario.
No, no hablaría de la poesía como heredera de la dimensión religiosa. No podría “heredar” lo que la constituía. Te acuerdas de los griegos, pienso en los poemas homéricos, poemas que se sitúan a sí mismos como obra dictada por la Musa. “Canta, oh diosa, la cólera de Aquiles” es el comienzo de la Ilíada. Y en cuanto al comienzo de la Odisea, la diosa es invocada a “contar / cantar” desde el verso 10. Durante cierto seminario en el Collège de France el poeta y helenista sueco Jesper Svenbro enseñó la importancia del adverbio hamóthen en el verso 10 de la Odisea. En los nueve primeros versos del poema, recordaba él, el aeda recoge los elementos del relato de Ulises que le ofrecía la tradición, y pedía en el décimo que la Musa organizara ese relato “hamóthen”, que él traducía como “desde cualquier punto” (“d’un point quelconque”, decía Svenbro). El verso quedaba entonces traducido así: “Desde cualquier punto, diosa, hija de Zeus, haznos el relato a nosotros también”.
Son pues los dioses los que cantan y cuentan en la poesía. Más de veinticinco siglos después Paul Valéry nos recordará que “el primer verso nos es dado por los dioses”, y que el resto es trabajo del poeta, agregaba. Ya ves que por más que no le otorgue todo el poder a la Musa, le concede sí nada menos que el “primer verso”. Él quería recordarnos que es preciso trabajar mucho, que la inspiración no lo es todo, pero admite el poder que todavía tiene la Musa.
Digo “todavía” porque hubo sí un largo proceso de laicización de la poesía, pero ella nace bajo el signo de la intuición religiosa, de la Musa que dicta y del poeta que es sólo un instrumento de los dioses. Durante ese largo proceso de laicización la diosa reaparece a veces. Quiero recordarte la vocación ocultista de la poesía para los simbolistas. Claro, el ocultismo atravesó subterráneamente toda la historia humana; en el siglo XIX, por ejemplo, y para decirlo llanamente, estaba muy de moda. Durante el Segundo Imperio todos movían mesas a distancia, se comunicaban con los muertos, son los años de trabajo de Alan Kardec, el sistematizador del espiritismo, y los poetas buscan las “correspondencias” en la naturaleza con cierta confianza en el poder sobrenatural de la poesía.
En fin, lo que quiero decirte es que la poesía no sólo no “hereda” la dimensión religiosa -porque más bien es fundadora para ella-, sino que se va alejando de ella, y sólo en parte y por períodos. En estos años de comienzos del siglo XXI el péndulo parece tender a la dimensión laica. Yo suelo embarcarme en las contracorrientes, y volví en mi poesía más reciente al tema del Edén, del Paraíso perdido, usé metro y rimas, procedimientos que remiten al edén perdido de la infancia. Y suelo intuir a la poesía como modo de re-ligarme con una verdad mayor, situado más allá de la lógica cartesiana y euclidiana, más allá del oxímoron, más allá de lo imposible. Pero te pido disculpas, estoy hablando de mí, que no soy el tema de nuestra charla.
En cuanto a las condescendencias, no, la poesía no debería hacer concesiones si admitimos esa fundación y ese sustrato “sagrados” que parecen signarla. Pero ten en cuenta que en un mundo sin Dios lo “sagrado” puede estar en ampliar y profundizar la experiencia humana. O en un continente como el nuestro es lícito que la poesía cree el espacio para reflexionar la realidad social y sus abismos. Por otro lado, hay siempre una dimensión lúdica, el juego del arte, que no debe ser olvidado ni alienado. La autobiografía del poeta también pesa en la obra, al menos en lo que nos concierne a todos, o los temas de género. Es decir, no hay límites para la experiencia poética, y navegar todos los mares no significa en absoluto hacer concesiones.
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