MARLO MORGAN
LAS VOCES DEL
DESIERTO
VIGESIMOTERCERA ENTREGA
19
Sorpresa durante la
cena
Amigo de los Grandes Animales habló durante nuestra plegaria ritual de
la mañana. Sus hermanos deseaban ser honrados. Todos se mostraron de acuerdo;
no sabían nada de ellos desde hacía tiempo.
En Australia no hay muchos animales grandes. No es como África, con sus
elefantes, leones, jirafas y cebras. Yo sentí curiosidad por ver lo que nos
deparaba el universo. Ese día caminamos a paso vivo. El calor parecía menos
intenso, y hasta es posible que estuviéramos a unos cuantos grados por debajo
de los cuarenta. Mujer que Cura me untó la cara con una mezcla de un aceite de
lagartos y plantas, poniendo especial cuidado en la parte superior de las
orejas. No había contado las capas de piel caídas, pero sabía que habían sido varias.
En realidad me preocupaba que acabara quedándome sin orejas, porque las quemaduras
de sol no parecían tener fin. Mujer Espíritu acudió en mi ayuda. La tribu
convocó una reunión para resolver el problema y, a pesar de que mi situación era
extraña para ellos, rápidamente encontraron la solución. Se construyó un
artefacto que se parecía a las antiguas orejeras para el invierno. Mujer
Espíritu tomó un ligamento de animal, lo ató formando un círculo, y Maestra en
Costura le cosió plumas en derredor. El artefacto en cuestión, que me colgaron
sobre las orejas, unido al ungüento, me produjo un maravilloso alivio.
El día resultó divertido. Jugamos a las adivinanzas mientras viajábamos.
Se turnaban para imitar animales y reptiles o para representar acontecimientos
pasados, y nosotros intentábamos adivinar qué era. Hubo risas durante todo el
día. Las huellas de mis compañeros de viaje ya no parecían marcas de viruela en
la arena; empezaba a distinguir las leves variaciones características del porte
peculiar de cada uno.
Cuando empezó a oscurecer, observé la llanura distante en busca de
vegetación. El color de la tierra frente a nosotros variaba del beige a
distintos tonos de verde. Vi también unos árboles cuando nos acercamos a un
nuevo terreno. Para entonces no debía sorprenderme ya que las cosas surgieran
de la nada para los Auténticos, pero su genuino entusiasmo al recibir cada uno
de esos dones se había convertido en una parte de mi profundo yo.
Allí estaban los grandes animales que deseaban cumplir el propósito de
su existencia: cuatro camellos salvajes. Tenían una única y alta joroba y no
estaban en absoluto acicalados como los que yo había visto en el circo y en el
zoológico. Los camellos no son animales autóctonos de Australia. Habían llegado
como medio de transporte y al parecer algunos habían sobrevivido, aunque no así
el grupo que los montaba.
La tribu se detuvo. Partieron seis exploradores por separado. Tres se
acercaron desde el este y los otros tres desde el oeste. Avanzaron sigilosamente
y encorvados. Cada uno de ellos llevaba un bumerán, un dardo y un lanzadardos.
Este consiste en un artefacto de madera que se utiliza para propulsar el dardo.
La distancia que alcanza el dardo y la precisión se triplican cuando se suma el
movimiento completo del brazo al golpe de muñeca.
La manada de camellos se componía de un macho, dos hembras adultas y una
cría. Los penetrantes ojos de los cazadores vigilaban la manada. Más tarde me
explicaron que se había decidido cazar la hembra más vieja. Los de la tribu
usan los mismos métodos que su animal hermano, el dingo, para detectar las
señales del animal más débil. Su deseo de cumplir ese día el propósito de su existencia y dejar a los fuertes para
que perpetúen la especie, parece llamar a los cazadores. Sin intercambiar
palabras ni señas con las manos que yo pudiera observar, se produjo el rápido
ataque con una total coordinación. Un dardo certero dio en la frente de la
camella y otro se clavó simultáneamente en su pecho, causándole la muerte
instantánea. Los tres camellos restantes se alejaron al galope y el sonido de
sus pezuñas se desvaneció en la distancia.
Preparamos un profundo agujero y cubrimos el fondo y los lados con
varias capas de hierba seca. Cuchillo en mano, Amigo de los Grandes Animales
rajó el vientre de la camella como si accionara una cremallera. Brotó una bolsa
de aire caliente, y con ella el fuerte y cálido olor a sangre. Se sacaron los
órganos uno a uno, dejando aparte el corazón y el hígado.
Estos dos órganos eran muy apreciados por la tribu debido a las
propiedades de fuerza y resistencia que contienen. Como científica, yo sabía
que eran una increíble fuente de hierro para una dieta que era irregular e
impredecible en nutrientes. La sangre se vertió en un recipiente especial que
llevaba al cuello la joven aprendiza de Mujer que Cura. Las pezuñas se guardaron;
me dijeron que tenían múltiples usos. Yo no imaginé cuáles podrían ser.
«Mutante, esa camella llegó a ser adulta por ti», gritó uno de los
carniceros, y levantó en alto la enorme bolsa acuosa de la vejiga. Mi adicción
al agua era bien conocida por ellos, que esperaban encontrar una vejiga apropiada
para hacer con ella un pellejo que yo habría de transportar. La habían
encontrado.
Era evidente que aquel terreno era uno de los lugares favoritos de los
animales para apacentar, como sugerían los montones de excrementos.
Irónicamente, entonces yo había acabado por apreciar como un tesoro lo que unos
meses antes era demasiado repugnante incluso para hablar de ello. Aquel día recogí
excrementos, agradecida por aquella maravillosa fuente de combustible.
Nuestro alegre día terminó con más risas y bromas mientras debatían si
llevaría la vejiga de camella atada alrededor de la cintura, colgada del cuello
o a modo de mochila. Al día siguiente partimos con la piel de la camella
extendida sobre las cabezas de varios miembros del grupo. Además de
proporcionar sombra, servía para que la piel se secara y curtiera durante el
camino. Le habían quitado toda la carne y tratado con tanino, que sacaban de la
corteza de una planta. La camella nos proveyó de más carne de la que
necesitábamos para la comida, así que el resto se cortó en tiras. Una parte no
se había asado bien en la fogata, y se llevaba ensartada en un palo.
Varios de nosotros transportamos esas banderas por el desierto; carne de
camello ondeando al viento, secándose y preservándose de manera natural.
¡Extraño desfile, realmente!
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