24/3/14


ANÓNIMO INGLÉS DEL SIGLO XIV

LA NUBE DEL NO-SABER
EL LIBRO DE LA ORIENTACIÓN PARTICULAR

Franciscus hanc editionem fecit


TERCERA ENTREGA


William Johnston / Introducción


La pérdida del “yo” (2)


Dejemos a los existencialistas. En La Orientación Particular del autor inglés se insiste fundamentalmente en la idea de separación con todo el sufrimiento que esto supone. Pero aquí su lenguaje es más preciso. El sufrimiento del hombre no nace de su existencia, sino de ser como es. Y el autor hace esta oración existencial: “(Yo te ofrezco) lo que soy y la manera como soy” (p. 202).


Ahora ya dejado suficientemente claro que el problema no es la existencia misma, sino una existencia limitada, por eso ya no necesita otra explicación.


Al principio de este tratado hace una afirmación que se repite a lo largo de toda la obra: “Él es tu ser y en él eres lo que eres”. Para que esto no suene a panteísta, el autor se apresura a añadir: “Él es tu ser, pero tu no eres el suyo”. Como para recordarnos que aunque Dios es nuestro ser, nosotros no somos Dios. Pero, una vez hecha esta distinción, sigue insistiendo en que el gran sufrimiento e ilusión del hombre es su incapacidad para experimentar que Dios es su ser. Más bien tiene la experiencia de estar alejado de Dios. Todo el anhelo de su dirección consiste en llevarnos a la experiencia de que él “es tu ser y de que en él tú eres lo que eres”. El hombre no encuentra su verdadero “yo” en el aislamiento ni en la separación del todo, sino sólo en Dios. El conocimiento y el sentimiento de cualquier otro “yo” distinto a este ha de destruirse.


Esto nos lleva a la ley inexorable de que el “yo” incompleto debe morir, a fin de que pueda surgir el verdadero “yo”. “Si el grano de trigo que cae en tierra no muere, queda infecundo; pero si muere, produce mucho fruto”.


En este contexto podemos quizá entender la constante afirmación del autor de que el pensamiento y el sentimiento del “yo” ha de ser aniquilado. Pero esta aniquilación es menos terrible porque es obra del amor.


“Tal es el proceder de todo verdadero amor. El amante se despojará plenamente de todo, aun de su mismo ser, por aquel a quien ama. No puede consentir vestirse con algo si no es el del pensamiento de su amado. Y no es un capricho pasajero. No desea siempre y para siempre permanecer desnudo en un olvido total y definitivo de sí mismo”. Si amamos, la muerte sobrevendrá inevitablemente y el “yo” quedara anegado en un final terrible. Pero será muerte gozosa. Permítaseme una palabra sobre la conexión entre amor y muerte.


En la filosofía tomista, a la que el autor inglés es tan fiel, el amor es “extático”, en cuanto nos saca de nosotros mismos para vivir en lo que amamos.


Si amamos el dinero, vivimos en el dinero; si amamos a nuestros amigos, vivimos en ellos; si los amamos en Dios, vivimos en Dios. Esto significa que en el amor hay una unión real, como lo expresa san Juan de la Cruz (otro tomista profundo) en sus enigmáticas palabras: “Mas ¿cómo perseveras, oh vida!, no viviendo donde vives…?”. ¿No es porque su vida, fuera de su cuerpo, palpita en aquel a quien ama? Y se pregunta cómo puede continuar esta vida. Pues la muerte es una consecuencia inevitable del amor extático.


El dilema es terrible. Si el hombre se niega a amar, su “yo” separado permanece en su angustioso aislamiento sin un acabamiento definitivo, aunque ontológicamente Dios esté en su ser. Si ama, elige la muerte para el “yo” separado y la vida para el “yo” resucitado. Precisamente el “yo” resucitado es el que actúa en la contemplación, y esta ya nunca cesará.


“Pues en la eternidad no habrá necesidad de obras de misericordia como la hay ahora. La gente no tendrá hambre ni sed, ni morirá de frío o de enfermedad, sin hogar o cautiva. Nadie necesitará una sepultura cristiana, pues no morirá nadie. En el cielo ya no habrá que lamentarse por nuestros pecados o por la Pasión de Cristo. Por eso, si la gracia te llama a elegir la tercera parte, elígela con María”. Esto nos lleva al problema de la relación del verdadero “yo” con todo. El autor afirma que hay una unión total (“Él es tu ser”) y, sin embargo, no es total, porque yo no soy el ser de Dios (Tú no eres el suyo”). Un riguroso tomista del siglo XIV lo hubiera explicado según la noción platónica de las ideas en la mente de Dios, esto es, que la creación existe desde la eternidad en su mente, de forma que existe una total unidad frente a la variedad. La experiencia de esto sería el “casto y perfecto amor” en el que uno está “ciegamente” unido a Dios; es decir, sin pensamientos, sentimientos o imágenes de ninguna clase, experimentándose a sí mismo en Dios y por Dios. San Juan de la Cruz parece estar apuntando a esto cuando dice que al principio experimentamos a Dios a través de las criaturas, mas en la cumbre experimentamos las criaturas a través del Creador.


Pero estoy convencido de que esta metafísica tiene menos sentido para el hombre moderno que para la concepción dinámica de Teilhard de Chardin. La de este último es más bíblica, poniendo como centro a Cristo resucitado omega así como la resurrección de todos los hombres. Contempla la unión escatológica como una total inhabitación de Dios en el hombre y del hombre en Dios y de todos en Cristo que va hacia al Padre de acuerdo con las palabras de Jesús en Jn 17. Por lo que se refiere a la paradoja de que todo es uno y no uno, Teilhard contesta con un principio que se repite a lo largo de toda su obra: en el ámbito de la personalidad, la unión crea la diferencia: cuanto más unido estoy con Dios, más soy yo mismo. Aquí la unión se distingue claramente de la absorción aniquilante: en la unión con el otro encuentro mi verdadero ser. ¿Paradoja increíble? Sin embargo, en este mismo sentido explicamos la Trinidad. ¿Y no se aplica también el principio de que la unión crea la diferencia a las uniones humanas y a las relaciones interpersonales? En la más honda y amorosa unión con el otro, lejos de perdernos a nosotros mismos, descubrimos nuestro “yo” más profundo en el centro de nuestro ser. Si esto es cierto de las relaciones humanas, se ha de aplicar también a la unión más íntima: la de Yavé con su pueblo.


He tratado de explicar la posición del autor con respecto a la pérdida de “yo”, que es parte integral de su dirección y problema importante del escenario religioso moderno. Pero me apresuro a delatar que el autor es reacio a dar explicaciones y, cuando las da, lo hace solamente como concesión a los teólogos eruditos que pudieran leerlo y criticar su libro.


Cuantas veces observa que “sólo quien tiene experiencia puede realmente entender”. Si existe algún problema, existe solamente a nivel verbal o metafísico. Pero a nivel del amor experiencial no existe tal problema ya que entonces uno sabe existencialmente lo que es perderse y encontrarse a sí mismo al mismo tiempo. El talante del autor es no explicar (pues no es posible explicación alguna), sino conducir al discípulo a un estado de conciencia en que pueda verlo por sí mismo.



“Por eso te insto: ve en pos de la experiencia más que del conocimiento. Con respecto al orgullo, el conocimiento puede engañarte con frecuencia, pero este afecto delicado y dulce no te engañará. El conocimiento tiende a fomentar el engreimiento, pero el amor construye. El conocimiento está lleno de trabajo, pero el amor es quietud”. Es lo mismo que en el caso de los zen budistas, que, sin explicarlo, insisten en que uno se ha de sentar simplemente a meditar.

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