CLARISSA PINKOLA ESTÉS
MUJERES QUE CORREN CON LOS LOBOS
SEXAGESIMOSEXTA
ENTREGA
CAPÍTULO 8
El instinto de
conservación:
La identificación de
las trampas, las jaulas y los cebos envenenados
La mujer fiera (2)
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Las zapatillas rojas
Había una vez una pobre huerfanita que no tenía zapatos. Pero siempre, recogía
los trapos vicios que encontraba y, con el tiempo, se cosió un par de
zapatillas rojas. Aunque eran muy toscas, a ella le gustaban. La hacían sentir
rica a pesar de que se pasaba los días recogiendo algo que comer en los bosques
llenos de espinos hasta bien entrado el anochecer.
Pero un día, mientras bajaba por el camino con sus andrajos y sus
zapatillas rojas, un carruaje dorado se detuvo a su lado. La anciana que
viajaba en su interior le dijo que se la iba a llevar a su casa y la trataría
como si fuera su hijita.
Así pues, la niña se fue a la casa de la acaudalada anciana y allí le
lavaron y peinaron el cabello. Le proporcionaron una ropa interior de purísimo
color blanco, un precioso vestido de lana, unas medias blancas y unos
relucientes zapatos negros. Cuando la niña preguntó por su ropa y, sobre todo,
por sus zapatillas rojas, la anciana le contestó que la ropa estaba tan sucia y
las zapatillas eran tan ridículas que las había arrojado al fuego donde habían
ardido hasta convertirse en ceniza.
La niña se puso muy triste, pues, a pesar de la inmensa riqueza que la
rodeaba, las humildes zapatillas rojas cosidas con sus propias manos le habían hecho
experimentar su mayor felicidad. Ahora se veía obligada a permanecer sentada todo
el rato, a caminar sin patinar y a no hablar a menos que le dirigieran la palabra,
pero un secreto fuego ardía en su corazón y ella seguía echando de menos sus
viejas zapatillas rojas por encima de cualquier otra cosa.
Cuando la niña alcanzó la edad suficiente como para recibir la
confirmación el día de los Santos Inocentes, la anciana la llevó a un viejo
zapatero cojo para que le hiciera unos zapatos especiales para la ocasión. En
el escaparate del zapatero había unos zapatos rojos hechos con cuero del mejor;
eran tan bonitos que casi resplandecían. Así pues, aunque los zapatos no fueran
apropiados para ir a la iglesia, la niña sólo elegía siguiendo los deseos de su
hambriento corazón, escogió los zapatos rojos. La anciana tenía tan mala vista
que no vio de qué color eran los zapatos y, por consiguiente, pagó el precio.
El vicio zapatero le guiñó el ojo a la niña y envolvió los zapatos.
Al día siguiente, los feligreses de la iglesia se quedaron asombrados al
ver los pies de la niña. Los zapatos rojos brillaban como manzanas pulidas,
como corazones, como ciruelas rojas. Todo el mundo los miraba; hasta los íconos
de la pared, hasta las imágenes contemplaban los zapatos con expresión de
reproche.
Pero, cuanto más los miraba la gente, tanto más le gustaban a la niña.
Por consiguiente, cuando el sacerdote entonó los cánticos y cuando el coro lo
acompañó y el órgano empezó a sonar, la niña pensó que no había nada más bonito
que sus zapatos rojos.
Para cuando terminó aquel día, alguien había informado a la anciana
acerca de los zapatos rojos de su protegida.
-¡Jamás de los jamases vuelvas a ponerte esos zapatos rojos! -le dijo la
anciana en tono amenazador.
Pero al domingo siguiente la niña no pudo resistir la tentación de
ponerse los zapatos rojos en lugar de los negros y se fue a la iglesia con la
anciana como de costumbre. A la entrada de la iglesia había un viejo soldado
con el brazo en cabestrillo. Llevaba una chaquetilla y tenía la barba
pelirroja. Hizo una reverencia y pidió permiso para quitar el polvo de los
zapatos de la niña. La niña alargó el pie y el soldado dio unos golpecitos a
las suelas de sus zapatos mientras entonaba una alegre cancioncilla que le hizo
cosquillas en las plantas de los pies.
-No olvides quedarte para el baile -le dijo el soldado, guiñándole el
ojo con una sonrisa.
Todo el mundo volvió a mirar de soslayo los zapatos rojos de la niña.
Pero a ella le gustaban tanto aquellos zapatos tan brillantes como el carmesí,
tan brillantes como las frambuesas y las granadas, que apenas podía pensar en
otra cosa y casi no prestó atención a la ceremonia religiosa. Tan ocupada
estaba moviendo los pies hacia aquí y hacia allá y admirando sus zapatos rojos
que se olvidó de cantar.
Cuando abandonó la iglesia en compañía de la anciana, el soldado herido
le gritó: "¡Qué bonitos zapatos de baile!"
Sus palabras hicieron que la niña empezara inmediatamente a dar vueltas.
En cuanto sus pies empezaron a moverse ya no pudieron detenerse y la niña bailó
entre los arriates de flores y dobló la esquina de la iglesia como si hubiera
perdido por completo el control de sí misma. Danzó una gavota y después una
czarda y, finalmente, se alejó bailando un vals a través de los campos del otro
lado. El cochero de la anciana saltó del carruaje y echó a correr tras ella, le
dio alcance Y llevó de nuevo al coche, pero los pies de la niña calzados con
los zapatos rojos seguían bailando en el aire como si estuvieran todavía en el
suelo. La anciana y el cochero tiraron y forcejearon, tratando de quitarle los
zapatos rojos a la niña.
Menudo espectáculo, ellos con los sombreros torcidos y la niña agitando
las piernas, pero, al final, los pies de la niña se calmaron. De regreso a casa,
la anciana dejó los zapatos rojos en un estante muy alto y le ordenó a la niña
no tocarlos nunca más. Pero la niña no podía evitar contemplarlos con anhelo.
Para ella seguían siendo lo más bonito de la tierra.
Poco después quiso el destino que la anciana tuviera que guardar cama y,
en cuanto los médicos se fueron, la niña entró sigilosamente en la habitación donde
se guardaban los zapatos rojos. Los contempló allá arriba en lo alto del
estante. Su mirada se hizo penetrante y se convirtió en un ardiente deseo que
la indujo a tomar los zapatos del estante y a ponérselos, pensando que no había
nada malo en ello. Sin embargo, en cuanto los zapatos tocaron sus talones y los
dedos de sus pies, la niña se sintió invadida por el impulso de bailar.
Cruzó la puerta bailando y bajó los peldaños, bailando primero una
gavota, después una czarda y, finalmente, un vals de atrevidas vueltas en
rápida sucesión. La niña estaba en la gloria y no comprendió en qué apurada
situación se encontraba hasta que quiso bailar hacia la izquierda y los zapatos
insistieron en bailar hacia la derecha. Cuando quería dar vueltas, los zapatos
se empeñaban en bailar directamente hacia delante. Y, mientras los zapatos
bailaban con la niña, en lugar de ser la niña quien bailara con los zapatos,
los zapatos la llevaron calle abajo, cruzando los campos llenos de barro hasta
llegar al bosque oscuro y sombrío.
Allí, apoyado contra un árbol, se encontraba el viejo soldado de la
barba pelirroja con su chaquetilla y su brazo en cabestrillo.
-Vaya, qué bonitos zapatos de baile -exclamó.
Asustada, la niña intentó quitarse los zapatos, pero el pie que mantenía
apoyado en el suelo seguía bailando con entusiasmo y el que ella sostenía en la
mano también tomaba parte en el baile.
Así pues, la niña bailó y bailó sin cesar. Danzando subió las colinas
más altas, cruzó los valles bajo la lluvia, la nieve y el sol. Bailó en la
noche oscura y al amanecer y aún seguía bailando cuando anocheció. Pero no era
un baile bonito. Era un baile terrible, pues no había descanso para ella. Llegó
bailando a un cementerio y allí un espantoso espíritu no le permitió entrar. El
espíritu pronunció las siguientes palabras:
-Bailarás con tus zapatos rojos hasta que te conviertas en una
aparición, en un fantasma, hasta que la piel te cuelgue de los huesos y hasta
que no quede nada de ti más que unas entrañas que bailan. Bailarás de puerta en
puerta por las aldeas y golpearás cada puerta tres veces y, cuando la gente
mire, te verá y temerá sufrir tu mismo destino. Bailad, zapatos rojos, seguid
bailando.
La niña pidió compasión, pero, antes de que pudiera seguir implorando piedad,
los zapatos rojos se la llevaron. Bailó sobre los brezales y los ríos, siguió bailando
sobre los setos vivos y siguió bailando y bailando hasta llegar a su hogar y
allí vio que había gente llorando. La anciana que la había acogido en su casa había
muerto. Pero ella siguió bailando porque no tenía más remedio que hacerlo.
Profundamente agotada y horrorizada, llegó bailando a un bosque en el
que vivía el verdugo de la ciudad. El hacha que había en la pared empezó a
estremecerse en cuanto percibió la cercanía de la niña.
-¡Por favor! -le suplicó la niña al verdugo al pasar bailando por
delante de su puerta-. Por favor, córteme los zapatos para librarme de este
horrible destino.
El verdugo cortó las correas de los zapatos rojos con el hacha. Pero los
zapatos seguían en los pies. Entonces la niña le dijo al verdugo que su vida no
valía nada y que, por favor, le cortara los pies. Y el verdugo le cortó los
pies. Y los zapatos rojos con los pies dentro siguieron bailando a través del
bosque, subieron a la colina y se perdieron de vista. Y la niña, convertida en
una pobre tullida, tuvo que ganarse la vida en el mundo como criada de otras
personas y jamás en su vida volvió a desear unos zapatos rojos.
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