25/3/14


ELIZABETH KÜBLER-ROSS

LA RUEDA DE LA VIDA

VIGESIMOQUINTA ENTREGA


SEGUNDA PARTE


"EL OSO".



15. EL HOSPITAL ESTATAL DE MANHATTAN (3)



Y hablando de familia, Manny y yo seguíamos intentando comenzar la nuestra. En el otoño de 1959 volví a quedar embarazada. El nacimiento estaba previsto para mediados de junio. Durante nueve meses Manny me trató como si me pudiera romper. No sé por qué, pero yo sabía que no iba a perder ese bebé. En lugar de preocuparme por otro aborto, me imaginaba al bebé, niñito o niñita. Me imaginaba cómo lo mimaría. Pensándolo bien, la vida era difícil, cada día nos presentaba un nuevo reto. Yo me preguntaba cómo es posible que una persona en su sano juicio desee traer otra vida al mundo. Pero entonces pensaba en la belleza del mundo y me reía. ¿Por qué no? Nos mudamos a un apartamento en el Bronx. Era más grande que las dos casas anteriores. Alrededor de una semana antes del parto, mi madre llegó en avión para ayudarme con el bebé. No se molestó en lo más mínimo porque yo me retrasara al ir a recogerla; eso le dio tiempo para visitar Macy’s y las otras tiendas.


Cuando habían pasado tres semanas de la fecha y no ocurría nada, Manny y yo comenzamos a recorrer en coche las calles adoquinadas de Brooklyn. Buscábamos los baches para pasar por encima. Lo gracioso fue que por fin me comenzaron los dolores del parto cuando estábamos atascados en la carretera de Long Island en medio de una tormenta. Siguiendo nuestro plan, nos dirigimos al hospital Glen Cove. Después de quince horas de parto comencé a hacer progresos, pero ya los médicos habían decidido intervenir con fórceps. Yo era contraria a esos procedimientos, pero en ese momento estaba demasiado agotada para que me importara. Simplemente deseaba estrechar en mis brazos un bebé sano. Lo único que recuerdo fue mi chillido. Después me colocaron  en los brazos un precioso niño sano, con los ojos abiertos, que escudriñaba el nuevo mundo que lo rodeaba. Era el bebé más hermoso que había visto en mi vida. Lo examiné minuciosamente. Era un niño, mi hijo. Pesó cerca de 3,700 kilos; su cabecita estaba coronada por una mata de pelo oscuro y tenía las pestañas más preciosas, largas y oscuras que habíamos visto en un bebé. Manny le puso Kenneth. Ni mi madre ni yo lográbamos pronunciar bien la "th" final de su nombre, pero no nos importó. Estábamos fascinadas por su llegada.


Habíamos acordado dejar que nuestros hijos decidieran por sí mismos en cuestiones de religión cuando tuvieran la edad suficiente, pero de todos modos Manny insistió en que lo circuncidaran. Era por su familia. Pero cuando me enteré de que iba a llegar un rabino, me imaginé una circuncisión y después una Bar Mitzvah * y eso ya me pareció demasiado.


El pediatra de Kenneth me calmó informándome de un problema médico. El bebé teníadificultades para orinar, tenía cerrado el prepucio. Tendría que practicarle una circuncisión inmediatamente. Aunque medio aturdida todavía, me bajé de la cama de un salto para ayudarle en la operación.


Me era imposible imaginar una felicidad más grande. Podía imaginarme más cansada, pero no más feliz, muchas veces he pensado maravillada cómo se las arregló mi madre con cuatro hijos, tres de las cuales llegamos de una sola vez. Pero como hacen todas las madres, ella decía que no había nada extraordinario en eso. Lo que no entendía era por qué yo iba a volver al trabajo. En ese tiempo eran muy pocas las mujeres que se las arreglaban para criar hijos y tener una profesión al mismo tiempo. Supongo que yo fui una de esas mujeres que nunca vieron otra opción. Para mí, mi familia era lo más importante del mundo, pero también tenía que cumplir una vocación.


Después de pasar un mes en casa volví al Hospital Estatal de Manhattan, donde terminé mi segundo año de residencia. Entre mis logros allí se cuentan el haber puesto fin a los castigos más sádicos y haber conseguido el alta del noventa y cuatro por ciento de las esquizofrénicas "desahuciadas", que salieron a llevar vidas autosuficientes y productivas fuera del hospital. De todas formas necesitaba otro año más de residencia para ser una psiquiatra hecha y derecha. Todavía no encontraba muy apropiada la especialidad, pero Manny y yo estuvimos de acuerdo en que era demasiado tarde para comenzar de nuevo.


Solicité un puesto en el Montefiore, una institución más perfeccionada y que ofrecía más estímulo que el hospital estatal. Me llamaron para una entrevista, pero ésta no fue bien. Al parecer mi entrevistador, un médico de personalidad fría y displicente, sólo estaba interesado en humillarme.


Sus preguntas pusieron en evidencia mi falta de conocimiento (e interés) acerca de los tratamientos para personas neuróticas, alcohólicas, con problemas sexuales y otros tipos de enfermedades no psicóticas, al mismo tiempo que le permitieron a él exhibir lo mucho que sabía. Pero sólo eran conocimientos librescos. En mi opinión, había una gran diferencia entre lo que el sabia por sus lecturas y lo que yo había experimentado en el Manhattan, y aunque eso significaba poner en peligro  mi admisión en el montefiore, “El conocimiento va muy bien”, le dije, “pero el conocimiento solo no va a sanar a nadie. Si no se usa”.


Notas



* Bar Mitzvah: Ceremonia religiosa judía por la cual un chico de trece años entra a formar parte de la comunidad adulta. (N. de la T.)

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