MARLO MORGAN
LAS VOCES DEL
DESIERTO
VIGESIMOQUINTA ENTREGA
20
Dulce de hormigas
(2)
Cuando concluyó el juego, uno de los hombres me preguntó si era cierto
que algunas personas no llegaban a saber en toda su vida cuál era el talento
que les había otorgado Dios. Tuve que admitir que algunos de mis pacientes
estaban muy deprimidos y les parecía que la vida había pasado de largo por su
puerta, pero que otros habían hecho su contribución. Sí, tuve que admitir,
muchos Mutantes no creían que tuvieran talento alguno, y no pensaban en el propósito
de la vida hasta que estaban moribundos. Grandes lágrimas afluyeron a los ojos
del hombre, que meneó la cabeza para demostrar lo difícil que le resultaba
creer que ocurriera semejante cosa.
«¿Por qué los Mutantes no comprenden que si mi canción hace feliz a una
persona es un buen trabajo? Ayudas a una persona, buen trabajo. Además, sólo se
puede ayudar a una cada vez.»
Les pregunté si habían oído el nombre de Jesús. «Desde luego -me
dijeron-. Los misioneros nos enseñaron que Jesús es el Hijo de Dios. Nuestro
hermano mayor. La Divina Unidad en forma humana. Es objeto de la mayor de las
veneraciones. La Unidad vino a la Tierra hace muchos años para decirles a los
Mutantes cómo debían vivir, lo que ellos habían olvidado. Jesús no vino a la
tribu de los Auténticos. Hubiera podido hacerlo, naturalmente, nosotros
estábamos aquí, pero no era nuestro mensaje. No se destinaba a nosotros porque nosotros
no hemos olvidado. Nosotros ya vivíamos Su Verdad. Para nosotros
-prosiguieron-, la Unidad no es una cosa. Los Mutantes parecen adictos a la
forma. No aceptan nada invisible y sin forma. Para nosotros, Dios, Jesús, la Unidad
no es una esencia que rodea a las cosas o que está presente en su interior; ¡es
todo!»
Según esta tribu, la vida y la vivencia se mueven, avanzan y cambian. Me
hablaron del tiempo en que se vive y del tiempo en que no se vive. La gente no
vive cuando está furiosa o deprimida, cuando se compadece de sí misma o está
llena de temor. Respirar no es un factor determinante de la vida. Simplemente
sirve para indicar a los demás qué cuerpo está listo para el funeral y cuál no.
No todas las personas que respiran están vivas. Está muy bien poner a prueba
las emociones negativas y comprobar qué se siente, pero desde luego no es
prudente ahondar en ellas. Cuando el alma se halla en forma humana, la persona
juega a ver qué se siente siendo feliz o desgraciado, celoso o agradecido, o
cualquier otro sentimiento. Pero se supone que ha de aprender de esa
experiencia y, en último término, descubrir qué le produce placer y qué le
produce dolor.
A continuación charlamos sobre juegos y deportes. Les conté que en
Estados Unidos nos interesan mucho los acontecimientos deportivos, y que de
hecho les pagamos mucho más a los jugadores de baloncesto que a los maestros.
Me ofrecí a mostrarles uno de nuestros juegos y sugerí que nos colocáramos
lodos en línea y que corriéramos lo más deprisa posible.
El más rápido sería el ganador. Ellos me miraron atentamente con sus
hermosos y grandes ojos, y luego se miraron entre sí. Por fin alguien dijo:
«Pero si gana una persona, todos los demás tendrán que perder. ¿Eso es
divertido? Los juegos son para divertirse. ¿Para qué someter a una persona a
semejante experiencia y tratar de convencerla luego de que en realidad ha
ganado? Esa costumbre es difícil de entender. ¿Funciona con tu gente?». Yo me
limité a sonreír y a negar con la cabeza.
Había un árbol muerto cerca de allí. Con ayuda de los demás construimos
un balancín, colocando una de las largas ramas sobre una roca alta. Fue muy
divertido; incluso los miembros más ancianos del grupo lo probaron. Me
señalaron que hay ciertas cosas que uno no puede hacer solo, entre ellas usar
ese juguete. Personas de setenta, ochenta y noventa años de edad liberaron al
niño que llevaban dentro y se divirtieron con juegos en los que no había ganadores
ni perdedores, sino diversión para todos.
También les enseñé a saltar a la comba, para lo que utilicé varias tiras
largas de tripas de animal atadas unas con otras. Intentamos dibujar un cuadro
en la arena para jugar a la rayuela, pero estaba demasiado oscuro y el cuerpo
nos pedía descanso. Lo aplazamos para otro día.
Esa noche me tumbé de espaldas y contemplé un cielo increíblemente
brillante. Ni siquiera una exposición de diamantes en el escaparate de negro
terciopelo de una joyería hubiera resultado más impresionante. Ante aquel cielo, mi atención se sentía
atraída como por un imán. Parecía que abría mi mente, porque comprendía que mis
compañeros de viaje no envejecían como nosotros. Cierto es que sus cuerpos
también acaban por desgastarse, pero es un proceso similar al de una vela que
se extingue lenta y uniformemente. A ellos no se les estropea un órgano a los
veinte y otro a los cuarenta. Lo que en Estados Unidos llamamos estrés, allí
parecía una excusa para no hacer nada.
Por fin mi cuerpo empezaba a enfriarse. Aquel aprendizaje llevaba
consigo muchos litros de sudor, pero era sin duda un método de instrucción muy
eficaz. ¿Cómo iba a compartir con mi sociedad lo que estaba aprendiendo allí?
Tenía que prepararme para el hecho de que nadie querría creerme. A la gente le
resultaría difícil creer en este estilo de vida. Pero por alguna razón, yo
sabía que la importancia de cuidar la salud física iba unida a la auténtica
curación de los seres humanos, la curación de su existencia eterna herida,
sangrante y enferma.
Miré fijamente al cielo, y entonces me pregunté: «¿Cómo?».
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