HONORÉ
DE BALZAC
PAPÁ
GORIOT
Título del original: LE PÉRE GORIOT
Traducción : OSCAR HERMES
VILLORDO
Prólogo de MANUEL PEYROU
CUADRAGESIMONOVENA
ENTREGA
PAPÁ
GORIOT / LA ENTRADA EN EL MUNDO (2 / 14)
Rastignac llegó a la
calle de San Lázaro y entró en una de esas ligeras casas de delgadas columnas y
mezquinos pórticos que constituyen el hermoso París, una verdadera casa de
banquero llena de costosos adornos, de estucos y de barandillas de mosaicos de
mármol. Encontró a la señora de Nucingen en un saloncito donde abundaban los
cuadros italianos y cuya decoración se parecía a la de los cafés. La baronesa
estaba triste y los esfuerzos que hacía para ocultar su pena interesaron tanto
más vivamente a Eugenio cuanto que no había fingimiento alguno en ello. El
estudiante creía hacer feliz a una mujer con su presencia, y la encontraba
desesperada. Este desengaño picó su amor propio.
-Señora, tengo aun muy
poco derecho a su confianza -dijo Eugenio después de haberla atormentado
hablándole de su preocupación-; pero si la molestase a usted con mi presencia,
cuento con su buena fe para que tenga la franqueza de decírmelo.
-No; no se vaya usted,
porque si se fuese quedaría sola. Nucingen come fuera de casa y no tengo quien
me acompañe; necesito distracción.
-Pero ¿qué tiene usted?
-A usted sería el último
a quien se lo diría -exclamó Delfina.
-Pues yo quiero saberlo,
porque sus palabras me hacen suponer que el secreto me interesa.
-Puede. Pero no -repuso
la joven-. Son disgustos del hogar que deben permanecer sepultados en el fondo
del corazón. ¿No le decía a usted anteayer que era desgraciada? Las cadenas de
oro son las más pesadas.
Cuando una mujer le dice
a un joven que es desgraciada, si este joven es listo, cuenta con mil
quinientos francos y está desocupado, debe pensar lo que pensaba Eugenio y
volverse fatuo.
-¿Qué puede usted desear?
Es joven, hermosa, amada, rica.
-No hablemos de mí -dijo
Delfina haciendo un movimiento negativo de cabeza-. Comeremos juntos e iremos
luego a oír música deliciosa. ¿Le agrada cómo estoy? -repuso levantándose y
enseñándole su traje blanco de cachemira con dibujos persas de la más refinada
elagancia.
-Lo que yo quisiera es
que usted fuera toda mía -dijo Eugenio-. Está usted encantadora.
-Tendría usted una triste
posesión -dijo la baronesa sonriendo con amargura-. Nada aquí anuncia la
desgracia; y, sin embargo, a pesar de las apariencias, estoy desesperada. Las
penas me quitan el sueño y no tardaré en envejecer.
-¡Oh, eso es imposible!
-exclamó el estudiante-. Siento curiosidad por saber qué penas son esas que
resisten a un amor verdadero.
-¡Ah, si yo se las contara,
huiría usted de mí! Usted sólo me ama por esa galantería que es general en los
hombres; pero si estuviese realmente enamorado, su desesperación no tendría
límites. Ya ve usted, pues, que estoy
obligada a callar. Por favor -suplicó-, hablemos de otra cosa. Venga usted a
ver mis habitaciones.
-No, quedémonos aquí
-insistió Eugenio sentándose en un sofá junto al fuego, al lado de la señora de
Nucingen, cuya mano tomó con decisión.
Ella lo dejó hacer y
hasta apoyó la mano en la del joven, haciendo uno de esos movimientos de
concentrada fuerza que traicionan la existencia de grandes emociones.
-Escuche usted -dijo Rastignac-,
si tiene penas, debe confiármelas, porque yo deseo probarle que la amo desinteresadamente.
O habla usted y me dice la causa de su tristeza para que yo pueda disiparla,
aunque haya que matar a seis hombres, o de lo contrario no pongo más los pies
en esta casa.
-Pues bien -exclamó
Delfina dándose una palmada en la frente-, voy a ponerlo a prueba al instante. “Sí”
se dijo, “no hay más que este remedio”. Y llamó.
-¿Está enganchado el
coche del señor? -le preguntó a su ayuda de cámara.
-Sí, señora.
-Me lo llevo, entonces, y
si el señor pide otro, denle el mío y mis caballos. Me servirán ustedes la
comida a las siete. Vamos, venga usted -le dijo a Eugenio, que creyó soñar
cuando se vio en el cupé del señor de Nucingen al lado de aquella mujer.
-¡Al Palacio Real -le ordenó
al cochero-, cerca del Teatro Francés!
Por el camino la baronesa
pareció agitada y se negó a responder a las mil preguntas de Eugenio, que no
sabía qué pensar ante esa resistencia muda, compacta y obtusa.
“En un momento se me
escapa”, se decía el estudiante.
Cuando el coche se
detuvo, Delfina miró a Eugenio con aire que impuso silencio a sus locas
palabras, ya que el joven se había irritado.
-¿Me quiere usted de
veras? -le preguntó.
-Sí -respondió Eugenio
ocultando la inquietud que lo dominaba.
-¿No pensará usted mal de
mí, sea cual fuere lo que le mande?
-No.
-¿Está usted dispuesto a
obedecerme?
-Ciegamente.
-¿Ha jugado usted alguna
vez? -le preguntó con voz temblorosa.
-Nunca.
-¡Ah, respiro! Tendrá
usted suerte. He aquí mi bolsa. Tome lo que contiene. Hay cien francos, que es
todo el capital que posee esta mujer feliz. Suba a una casa de juego, no sé
dónde se encuentran, pero están en el Palacio Real. Juegue los cien francos a
la ruleta, y piérdalo todo o tráigame seis mil francos. Le contaré a usted mis
penas cuando regrese.
-¡Lléveme el diablo si sé
lo que voy a hacer! Pero la obedeceré -dijo él con la alegría que le causaba
este pensamiento: “Se compromete conmigo y no podrá negarme nada.”
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