JOÂO GUIMARÂES ROSA
PRIMERAS HISTORIAS
Prólogo de Emir Rodríguez Monegal
(traducción de Virginia Fagnani Wey)
QUINTA ENTREGA
III / SOROCO, SU MADRE, SU HIJA
Aquel coche había parado en los rieles suplementarios, desde la víspera,
había venido con el expreso de Río, y allá estaba en el desvío, el de adentro,
en la explanada de la estación. No era un vagón común de pasajeros, de primera,
sino más vistoso, todo nuevo. Si uno se fijaba podía notar las diferencias.
Así, repartido en dos, en uno de los compartimentos las ventanas de rejas, como
en la cárcel, para los presos. Uno sabía que, luego, iba a rodar de vuelta,
enganchado al expreso de ahí abajo, haciendo parte del convoy. Iba a servir
para llevar a dos mujeres, para lejos, para siempre. El tren del Interior
pasaba a las 12.45 horas.
Las muchas personas ya estaban agrupadas, a orillas del coche, para
esperar. Las gentes no querían poder quedar entristeciéndose; conversaban, cada
una buscando hablar con sensatez, como si supiese más que los otros la práctica
del acontecer de las cosas. Siempre llegaba más gente -el movimiento. Aquello
casi al final de la explanada, del lado del corral de embarque de ganado, antes
de la garita del guardafrenos, cerca de las pilas de leña. La madre de Soroco
era de edad, contaba más de unos setenta. La hija, sólo aquella tenía. Soroco
era viudo. Fuera de ellas, no se le conocía pariente alguno.
La hora era de mucho sol -la gente cazaba un modo de quedarse bajo la
sombra de los cedros. El coche recordaba una barcaza en seco, navío. Uno
miraba: en los destellos del aire, parecía que estaba torcido, que en las
puntas se empinaba. La curva panzuda de su tejadito alumbraba en negro. Parecía
cosa de invento de muy lejos, sin ninguna piedad, y que uno no pudiese bien
imaginar ni acostumbrarse a ver, y no ser de nadie. Para donde iba, iba a
llevar a las mujeres, era un lugar llamado Barbacena, lejos. Para el pobre, los
lugares son más lejos.
El Guardia de la estación apareció, de uniforme amarillo, con el libro de
tapas negras y las banderitas verde y roja bajo el brazo. -“Anda a ver si pusieron agua fresca en el coche…” -mandó. Después,
el guarda-frenos anduvo revisando las mangueras de enganche. Alguien dio el
aviso: -¡Ahí vienen!” Apuntaban de la
Calle de Abajo, donde vivía Soroco. Era un hombrón, de cuerpo talludo; con cara
grande, una barba, peluda, enmugrecida en amarillo; y unos pies con alpargatas:
los niños le tomaban miedo; más, por la voz, que era casi poca, gruesa, que
luego se afinaba. Venían como un venir de comitiva.
Ahí, paraban. La hija -la joven- se había puesto a cantar, levantando los
brazos; la canción no se mantenía cierta, ni en la tonada, ni en el decir de
las palabras -nada. La joven ponía los ojos en alto, como los santos y los espantados,
venía adornada con disparates, un aspecto de admiración. Así con paños y
papeles, de diversos colores, una capucha sobre los desparramados cabellos, y
enfundada en tantas ropas y aun más mezclas, tiras, cintas,
colgadas-girandulejas: materia de loco. La vieja estaba sólo de negro, con una
túnica negra, acompasaba dulcemente con la cabeza. Aunque distintas, se asemejaban.
Soroco les daba el brazo, una de cada lado. De mentira, parecía entrada a
la iglesia, en un casamiento. Saba tristeza. Parecía entierro. Todos se
quedaban aparte, la chusma de gente sin querer fijar las vistas a causa de
aquellos ademanes y despropósitos, de dar reír, y por Soroco -para no parecer
que hacían poco caso. Él, hoy, estaba calzado con botines, y de saco, sombrero
grande, puesta su mejor ropa, los pocos trapos. Y estaba reportado, achicado,
humildoso. Todos le presentaban sus respetos, de lástima. Él contestaba: -“Dios os pague esa atención…”
Lo que entre ellos se decían: que Soroco había tenido mucha paciencia.
Siendo que no iba a sentir falta de esas pobrecitas trastornadas, sería hasta
un alivio. Eso no tenía cura, ellas no iban a volver, nunca más. Antes, Soroco
había soportado repasar tantas desgracias, vivir con las dos, luchaba.
Entonces, con los años, ellas empeoraron, él no podía más solo, tuvo que pedir
ayuda, fue preciso. Tuvieron que mirar por su socorro, determinar las
providencias de merced. Quien pagaba todo era el Gobierno, que había enviado el
carro. De modo que, por fuerza de eso, iban ahora redimir las dos, en
hospicios. El seguirse.
De repente la vieja desapareció del brazo de Soroco, fue a sentarse en el
peldaño de la escalerilla del coche. –“Ella
no hace nada, señor Guarda…” -la voz de Soroco estaba muy dócil: -“Ella no acude, cuando se la llama…” La
joven, entonces, tornó a cantar, vuelta hacia la gente, al aire, su cara era un
reposo estancado, no quería darse en espectáculo, mas representaba grandezas de
otros tiempos, imposibles. Pero se vio a la vieja mirarla con un encanto de
presentimiento muy antiguo -un amor extremado. Y, empezando bajito, pero
después, forzando la voz se puso a cantar, también, tomando el ejemplo, la
misma canción de la otra, que nadie entendía. Ahora cantaban juntas, no paraban
de cantar.
Ahí que ya estaba llegando la horita del tren, habían de dar fin los
preparativos, hacer entrar a las dos al vagón de ventanas escaqueadas de rejas.
Ahora, en su consumar, sin ninguna despedida, que ellas ni habían de poder
entender. En esa diligencia, los que iban con ellas, por bienhechores, en el
largo viaje, eran Nenego, despabilado y animoso, y José Benito, persona de
mucha cautela; estos servían para ponerles la mano, en toda coyuntura. Y subían
también al vagón unos muchachitos, cargando los atados y valijas, y las cosas
de comer, muchas, pues no se iba a hacer mengua, los paquetes de pan. Al fin,
Nenego aun se asomó a la plataforma, para los ademanes de que todo estaba en
orden. Ellas no habrían de dar trabajos.
Ahora, seguro, lo que sólo se escuchaba era lo animado del canto de las
dos, aquella chirimía que abogaba: que era constancia de las enormes
diversidades de esta vida, que podían doler a uno, sin jurisprudencia de causa
o lugar alguno, pero por lo antes, por lo después.
Soroco.
Ojalá se acabara aquello. El tren llegaba, la locomotora maniobraba solita
para venir a enganchar el coche. El tren pitó y pasó, y se fue, lo de siempre.
Soroco no esperó que todo desapareciese. Ni miró. Sólo quedó con el
sombrero en la mano, la barba más cuadrada, sordo -lo que más espantaba. El
triste del hombre, allá, definido, embarazado por poder hablar algunas de sus
palabras. Al sufrir el así de las cosas, él, en el vacío sin orillas, bajo el
peso, sin quejas, todo ejemplo. Y le hablaron: -“El mundo es así…” Todos, en el ancho respeto, tenían la vista
añublada. De repente todos querían mucho a Soroco.
Él se agitó de un modo desconcertado, jamás sucedido, y se volvió para
irse. Estaba volviendo a casa, como si estuviese yendo lejos, sin tener en
cuenta.
Pero, se detuvo. En eso, se puso raro, parecía que iba a perder lo de sí,
parar de ser. Así, en un exceso de espíritu, fuera de sentido. Y pasó lo que no
se podía prevenir: ¿quién iba a pensar en aquello? -él empezó a cantar, alto,
fuerte, pero sólo para sí- y era el mismo desatinado canto que las dos tanto
habían cantado. Cantaba continuando.
La gente se enfrió, se hundió -un instantáneo. La gente… Y fue sin
combinación, tampoco nadie entendería lo que se hiciera: todos, de una vez, por
compasión de Soroco, empezaron, también, a acompañar aquel canto sin razón. ¡Y
con las voces tan altas! Todos caminando, con él, Soroco, y canta que cantando,
tras él, los de más atrás que corrían, nadie que dejase de cantar. Fue algo de
no salir más de la memoria. Fue un caso sin comparación.
Ahora le gente estaba llevando a Soroco a su casa, de verdad. La gente, con
él, iba hasta donde iba ese cantar.
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