JOÂO
GUIMARÂES ROSA
PRIMERAS
HISTORIAS
Prólogo
de Emir Rodríguez Monegal
(traducción de Virginia Fagnani Wey)
SÉPTIMA ENTREGA
V / LOS
HERMANOS DAGOBÉ
Enorme desgracia. Se estaba en el velatorio de Damastor Dagobé, el mayor de
los cuatro hermanos, absolutamente facinerosos.
La casa no era chica; pero en ella mal cabían los que venían a velar. Todos
preferían quedar cerca del difunto, todos temían, más o menos, a los tres
vivos.
Demonios los Dagobés, gente de ninguna valía. Vivían en estrecha desunión,
sin mujer en hogar, sin más parientes, bajo el mando despótico del finado. Este
había sido el gran peor, el cabecilla, el fierabrás y maestro que había llevado
a la obligación de la mala fama a los más jóvenes -los muchachos, según su rudo
decir.
Pero ahora, estando allí muerto, sin tales condiciones, dejaba de ofrecer
peligro, poseyendo – a la luz de las velas, en el entre algunas flores- sólo
aquella mueca, sin quereres, el mentón de piraña, nariz torcida y su inventario
de maldades. Bajo la vista de los tres en luto, se le debía, sin embargo,
guardar aun acatamiento, convenía.
Se servían, de vez en cuando, café, aguardiente quemado, rosetas, como es
costumbre. Sonaba un bisbiseo sencillo, de los grupos de personas, en los
rincones oscuros o bajo los focos de los candiles y faroles. Afuera, la noche
cerrada; había llovido un poco. De vez en cuando alguien hablaba más fuerte, y
súbito se moderaba y se compungía, acordándose del descuido. En fin igual a lo
de siempre, la ceremonia, a la moda de allá. Pero todo tenía un aire de
espantoso.
He aquí que: un don nadie pacífico y honesto, llamado Liojorge, estimado de
todos, era el que había menviado a Damastor Dagobé para el sin fin de los
muertos. El Dagobé, sin conocida razón, había amenazado cortarle las orejas.
Entonces, cuando lo vio, avanzó, con puñal, de punta en blanco, mas el callado
muchacho, que había conseguido una pistola, le descerrajó un tiro en el medio
del pecho por encima del corazón. Hasta aquí el cuento.
Pero, después de lo mucho que aconteció, se espantaban de que los hermanos
no hubiesen efectuado la venganza. En vez, apresuraron en arreglar velorio y
entierro. Y era mismo extraño.
Tanto más que aquel pobre Liojorge permanecía en el pueblo, solitario en
casa, ya resignado a lo peor, sin ánimo para cualquier movimiento.
¿Se podía entender aquello? Ellos, los sobrevivientes Dagobés, cumplían con
los debidos honores, serenos, y, hasta, sin jarana, pero con alguna alegría.
Principalmente Derval, el menor, se movía, social, tan diligente, hacia los que
llegaban o ya estaban: -“Disculpe los
malos tratos…” Doricón, ahora el mayor, ya se mostraba solemne sucesor de
Damastor, como él corpulento, entre leonino y mular, el maxilar avanzado y los
ojitos en el veneno; miraba para lo alto, con especial compostura, pronunciaba:
-“¡Dios habrá de tenerlo!” Y el del
medio, Dismundo, hermoso hombre, ponía una devoción sentimental sustentada, al
ver al cuerpo en la mesa: -“Mi buen
hermano…”
En efecto, el finado, tan sórdidamente avaro, o más, cuando mandón y cruel,
se sabía que había dejado buena cantidad de dinero, en billetes, en caja.
Eso parecía, no lo era: a nadie engañaban. Sabían el hasta-que-punto, lo
que no estaban haciendo. Aquello era para acecho. Luego. Sólo querían ir por
partes, nada de apurados, tal era su no rapidez. Sangre por sangre; pero, por
una noche, unas horas, mientras honraban al fallecido, podrían deponer armas,
en el falso fiar. Después del cementerio, si agarraban a Liojorge, terminaban
con él.
Era lo que se comentaba, por los rincones, sin ocio de lengua y labios, en
un susurrido, en las muchas perturbaciones. Por lo que eran aquellos Dagobés;
brutos con sólo asomarse, pero mañeros, también, para guardárselas, y los jefes
de todo no iban a dejar una paga en paz: se veía que habían formado designio.
Era por eso mismo que no conseguían disimular un cierto solerte contentamiento,
próximos al reírse. Saboreaban ya el sangrar. Siempre, en cada momento posible,
sutilmente se tornaban a juntar, en un ángulo de la ventana, en menuda
confabulación. Tomaban. Nunca uno de los tres se alejaba de los demás: ¿qué
era?, ¿por qué se cautelaban? Y a ellos se allegaba, una vez tras otra, algún compareciente,
más compadre, más confianzudo -traía noticias, secreteaba.
¡De asombrarse! Se iban y venían en el escampar de la noche y lo que
trataban en el hablar era sólo referente al muchacho Liojorge, homicida en
legítima defensa, cuyas manos hicieron al Dasmator Dagobé pasar de aquí al más
allá. Ya se sabía de qué, entre los velantes; siempre alguien, poco a poco,
pasaba el dicho. Liojorge, solito, en su morada, sin compañeros, ¿se chiflaba?
Tal vez no tuviese la expedición de aprovecharse para escapar, lo que no
resultaba -fuera donde fuese, pronto los tres lo agarrarían. Inútil resistir,
inútil huir, todo inútil. Debía estar achantado, verse en amarillas por allá,
salpicado de miedo, sin medios, sin valor, sin armas; ¡ya era alma para sufragios!
Y, no es que, entretanto…
Sólo una primera idea. Es que, alguien, de allá venía de vuelta y a los
dueños del muerto daba la información, el contenido de este recado. Que el
muchacho Liojorge, osado labrador, aseguraba que no había querido matar hermano
de ningún ciudadano cristiano, sólo había tirado del gatillo en lo último del
instante, por un deber de librarse, ¡por destino de desastre! Que había matado
con respeto. Y que, por prueba de valor estaba dispuesto a presentarse
desarmado, allí en presencia, prometía venir, personalmente, para declarar su
fuerte falta de culpa, caso tuviesen lealtad.
El pálido pasmo. ¿Ya se vio tal caso? De miedo, ese Liojorge se había
enloquecido, ya estaba sentenciado. ¿Tendría el mediano coraje? Viniese: saltar
de la sartén a las brasas. Y un hecho para erizar -lo que tanto se sabía- que,
presente el matador, ¡vuelve a brotar sangre el muerto! Tiempos, estos. Y peor
que, en el lugar, ni autoridad había.
La gente espiaba a los Dagobés, aquellos tres pestañeos. Sólo: -“Deja estar…” -decía el Dismundo. Derval:
“Esté a gusto…”, hospitalario,
honraba la casa. Severo, en sí, enorme el Doricón. Sólo hizo no decir. Aumentó
en la seriedad. Por recelo, los circunstantes tomaban más aguardiente. Había
caído otra lluvia. El plazo de un velatorio, a veces, parece muy dilatado.
Mal acabaron de oír. Se suspendieron las indagaciones. Otros embajadores
llegaban. ¿Querían conciliar las paces, o poner urgencia en la maldad? ¡La
alocada proposición! Que era: que Liojorge se ofrecía para ayudar a cargar el
cajón… ¿Se oyó bien? Un chiflado -y las tres fieras locas; ¿con lo que había no
bastaba?
Lo que nadie podía creer: tomó la palabra de mando el Doricón, con gesto
destemplado. Habló indiferentemente, se le dilataban los fríos ojos. Entonces,
que sí, que viniese -dijo- después de cerrado el cajón.
La enredada situación. Se ve lo inesperado.
¿Sí y sí? La gente iba a ver, a la espera. Con taciturnos pesos en los
corazones, cierto esparcido susto, por lo menos. Eran horas precarias. Y
despacio despertó el día. Ya la mañana. El difunto hedía un tanto. ¡Arre!
Sin escena, se cerró el cajón, sin las gracias. El cajón de larga tapa.
Miraban con odio los Dagobés -sería odio a Liojorge. Así supuesto, se
cuchicheaba. Rumor general, lúgubre bulla: -“Ya y ya él viene…” -y otras concisas palabras.
Cierto, llegaba. Se tenía que poner ojos desencajados. Alto, el joven
Liojorge, rematado de todo el atinar. No lo era animosamente, ni sería por
afrentar. Era así de alma entregada, una humildad mortal. Se dirigió a los
tres: -“¡Con Jesús!” -él, con
firmeza. ¿Y? -ahí, Derval, Dismundo y Doricón -este, el demonio en forma
humana. Sólo dijo un casi –“Hum… ¡Ah! “
Qué cosa.
Vino el asir para cargar: tres hombres de cada lado. Liojorge cogería el
asa de adelante, del lado izquierdo -indicaron. Y lo encuadraban los Dagobés,
con odio en derredor. Entonces fue saliendo el cortejo, terminando lo
interminable. Variado así, manojo de gente, una pequeña multitud. Toda la calle
embarrada, los chismosos más adelante, los prudentes en la retaguardia. Se
cataba el suelo con la mirada. Adelante de todo, el cajón, con las vacilaciones
naturales. Y los perversos Dagobés. Y Liojorge ladeado. El importante entierro.
Se caminaba.
Pie con pie, paso a paso. En aquel entrevero, todos, en cuchicheo o en
silencio, se entendían, con hambre de preguntar. Liojorge, ese, sin escape.
Tendría que hacer bien su parte. Bajar las orejas. El valiente, sin retorno.
Como un criado. El cajón parecía pesado. Los tres Dagobés, armados. Capaces de
cualquier sopetón. Ya habían puesto la mira. Sin verse, se adivinaba. Y, en
eso, caía una llovizna. Caras y ropas se empapaban. Liojorge -¡que espantaba!-
su porfiar en ir, su tranquilidad de esclavo. ¿Rezaba? No sabría nada de sí, sólo
la presencia fatal.
Y, ahora, ya se sabía: bajado el cajón en la sepultura, a boca de jarro lo
mataban en un santiamén. La llovizna ya se ablandaba. ¿No se entraba en la
iglesia? No, en el lugar no había cura.
Se proseguía.
Y entraban al cementerio. “Aquí todos
vienen a dormir” -estaba en el portón el letrero. Se hizo el airado
agrupamiento, en el lodo, a orillas del hoyo; pero muchos, más para atrás,
preparando el huye-huye. La fuerte circunspección. El ningún adiós al que fue
una vez Dagobé, Damastor. Depositado al fondo, en regla, por medio de rígidas
cuerdas. Tierra encima: pala y pala; asustaba aquel sonido. ¿y ahora?
El muchacho Liojorge esperaba, se resbaló en sí. ¿Sólo veía siete palmos de
tierra frente a su nariz? Tuvo una mirada ardua. Hacia la pandilla de los
hermanos. El silencio se torcía. Los dos, Dismundo y Derval, esperaban por
Doricón. Súbito, sí: el hombre desenvolvió los hombros; ¿solamente ahora veía
al otro, en medio de aquello?
Lo miró cortantemente. ¿Llevó la mano al cinturón? No. Uno era quien así lo
preveía, la falsa noción del gesto. Sólo dijo, súbitamente se oyó: -“Joven, váyase, vuelva a casa. Lo que pasa es
que mi extrañado hermano era un diablo de dañino…”
Dijo eso, bajo y mal tono. Se dio vuelta hacia los presentes. Los otros dos
hermanos, también. A todos agradecían. Si no era que sonreían apresurados.
Sacudían de los pies el lodo, limpiaban la cara de los respingos, Doricón ya
fugaz, dijo, completó: “Nosotros nos
vamos a vivir en ciudad grande…” El entierro estaba acabado. Y otra lluvia
empezaba.
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