THOMAS WOLFE: VIVIRLO TODO,
CONTARLO TODO
por José María Guelbenzu
Vivirlo todo, contarlo todo
(EL PAÍS / 30-5-2020)
La escritura arrolladora de Thomas Wolfe, que a menudo se desbordaba en
sus novelas, encontró en el relato corto el molde perfecto. Una monumental
antología recoge ahora sus mejores cuentos
William Faulkner tenía a Thomas Wolfe (1900-1938)
por el más prometedor escritor de su tiempo y nunca sabremos hasta dónde habría
llegado debido a su temprana muerte, antes de cumplir 38 años. Bien, pues aquí
está Thomas Wolfe. No muy conocido en España, donde se tradujeron hace tiempo El ángel que nos mira (Valdemar) y la que se tiene
por su obra más ambiciosa, Del tiempo y el río (Montesinos
y, más tarde, Piel de Zapa), Wolfe fue absolutamente admirado por la mayoría de
los grandes narradores americanos, desde el propio Faulkner a Philip Roth,
pasando por Scott Fitzgerald o Jack Kerouac. Fue un escritor torrencial,
incontinente, desmadrado, de lo que su literatura se resiente, por lo que su
obra más acabada y redonda quizá sean estos Cuentos que ahora edita Páginas de Espuma y que se
suman a los que Periférica había
publicado ya en volúmenes separados (El niño perdido, Una puerta que nunca encontré, Especulación, Hermana
muerte y El viejo Rivers). En la
película El editor de libros se reproduce
bastante bien su relación con su editor (es decir, el hombre que leía sus
textos por cuenta de la editorial) Maxwell Perkins, que lo fue también de otros
grandes; una relación que más bien fue una lucha por domar la escritura salvaje
de Wolfe, pues Perkins se ocupaba de dar forma a textos que Wolfe era incapaz
de contener y controlar.
Wolfe escribía
desaforadamente. Era un hombre de una vitalidad incontenible, su afán de
totalidad era contarlo todo, leerlo todo, vivirlo todo, pero su escritura,
lógicamente autobiográfica, lo es de un modo expansivo, es decir: no pretende
hablar ante todo de sí mismo y de su experiencia personal, sino del mundo por
el que él camina, ama, ríe, canta, vive… El protagonista de sus textos no es
él, sino el mundo en el que vive tal como él lo ve, y esta precisión me parece
fundamental para valorar su obra más allá del género autobiográfico, hoy tan
ramplón como de moda.
Su estilo es de una
calidad descriptiva como pocas veces se ha dado en la literatura contemporánea
La explosión de
vida que contienen sus libros no deja de recordar a otro vitalista: Walt Whitman. El canto al
desarrollo, al progreso (tan propio de la época), a la ciudad, al campo, al
dolor y al amor, a la esperanza y a la desgracia tiene en Wolfe tanto de elegía
como de drama porque su lucidez, acompañada de la compasión (y menciono la
compasión como un valor positivo y vigoroso) y el entusiasmo por la vida y por
la América que estaba haciéndose, proviene sin duda del canto whitmaniano. Pero
si bien la novela lo conduce a menudo al desbordamiento, los cuentos, de tamaño
más ajustado, dan la medida de su genio, que era también su peor enemigo. De
ahí la importancia extraordinaria de este volumen.
La escritura de
Wolfe, de una intensidad y calidad descriptiva como pocas veces se ha dado en
la literatura contemporánea, es, a consecuencia del carácter de su autor,
acumulativa, es decir, se vale de la acumulación de adjetivos en su afán de
rodear al nombre y extraer su esencia; y aun a riesgo de resultar repetitivo,
alcanza un potencial de belleza expresiva fuera de serie. Varios de sus cuentos
son, más que cuentos, reflexiones sobre la realidad, siempre sin perder su
estilo, mientras que los que son estructural y formalmente relatos más acordes
con la construcción más tradicional están admirablemente resueltos, tanto los
más breves (véanse, por ejemplo, ‘Boom Town’ o ‘Cuatro hombres perdidos’) como
en los más extensos (‘El niño perdido’, un texto maravilloso sobre la muerte
del hermano pequeño de Wolfe, una obra maestra de la utilización del punto de
vista).
Hay relatos que son
pura especulación reflexiva (es el caso del espléndido ‘No hay puerta’); otros
son de corte costumbrista (el estupendo ‘El sol y la lluvia’, un alarde de
observación del modo de ser de unas personas), o ‘El tren y la ciudad’, con
ecos de la manera de hacer de O. Henry. A veces escribe como recitando una
oración, otras en tono entusiasta, otras con compasión, otras con pura emoción,
otras con aire de sermón, otras en modo elegiaco, pero la constante es siempre
la comprensión del corazón humano, de manera que hasta en los textos más
sombríos y dolorosos hay siempre un trasfondo de celebración de la vida y
tristeza de una puerta que nunca encontró. No olvidemos que Wolfe murió a los
38 años. Y, como es natural, esta escritura es un constante criadero de
imágenes literarias cargadas de impresionante belleza.
Puede parecer que
Wolfe necesitaba a un Maxwell Perkins a su lado; eso es cierto, pero sólo para
protegerlo del exceso. De hecho, la estructura de muchos de estos cuentos
cumple perfectamente con el mandato de Henry James de que la intriga debe
emanar de los personajes y de las situaciones y no al revés (que es la
característica de los libros que “se leen de un tirón”, tan propia de los best sellers). Incluso cuando tarda en entrar en
materia porque gusta de preparar lo que se avecina, leemos con avidez porque lo
que nos interesa no es sólo lo que se dispone a contar, sino cómo lo cuenta, de
esa manera tan abarcadora e integradora que sobrepasa la anécdota para llenarla
de gente, de realidad y de sensaciones que crean una expectación continua,
hasta el extremo de que a menudo parece que se mete en un jardín, como suele
decirse, del que sale siempre para volver, enriquecido, al meollo del relato.
Lo que no se recomienda es leer el libro todo seguido, que puede ser agotador,
sino acostumbrarse a convivir felizmente con él.
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