VIAJE AL FIN
DEL MIEDO / CREER O REVENTAR
(UNA NOVELA
CONCEBIDA EN EL PARÍS DE LOS AÑOS 70, CUANDO LA PANDEMIA ESPIRITUAL DE LA
TRANSMODERNIDAD YA NOS HABÍA JAQUEADO MORTALMENTE)
HUGO GIOVANETTI
VIOLA
1ª edición
bilingüe: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2020
Prólogo de
MARYSE RENAUD
Traducción al
francés: CARL D’ABLEIGES
para Bénédicte Froissart
OCTAVA
ENTREGA
SAINT-TROPEZ
FUI A cenar al Sporting. En la plaza acababan de jugar
a la pétanque bajo las amarillas ristras de focos colgantes. La multitud
pueblerina y los pescadores -que cada tanto debían haber bochado haciendo
relumbrar la pequeña bola metálica en la cancha sombreada por los plátanos- ya
no estaban allí. Yo observaba fijamente el espacio dorado donde todavía humeaba
la tierra levantada por el gentío. Abel pensó que ya era hora de escribirle
algo a Bugeia acerca de Lilith, pero una especie de pereza mortal le hizo doler
los brazos. Y sin embargo hay que seguir, pensó: Trabajar. Y pelear. Y creer.
Hay que creer para sobrevivir. Y viceversa, padre.
De repente se apareció en el Sporting una barra
formada por Pedrito Isabelle el Cordobés y la crispante actriz de cuarta. No se
sentaron lejos de mi mesa, aunque demoraron en verme. Yo no veía a Isabelle
desde bastante antes del parto y apenas la reconocí. Lo que la volvía casi
irreconocible no era la falta de barriga sino más bien la falta de una pureza
azul -brillando a contramano- en los ojos maquillados como los de una yira. “¿No te habías dado cuenta que era una putita,
enbarazada y todo?” me preguntó la voz de Ray, y yo me volví a ahogar
panicosamente igual que en el asiento delantero de la Ferrari. Estuve a punto
de salir corriendo a boquear en la plaza pero me aguanté firme: tenía que
pagar. Cuando levanté el brazo para llamar al mozo los muchachos me vieron y me
saludaron. No tuve la misma suerte con Isabelle (que no quiso conocerme) ni con
la actriz de cuarta, que dio vuelta la cara como si viera al diablo.
A lo mejor parezco el diablo, nomás -pensé, fregándome
los ojos. Después llamé a Pedrito. El chiquilín se me acercó a desgano,
mirándome con culpabilidad infantil y lujuria babosa al mismo tiempo. “Qué
pasa, nono” dijo. “Me imagino que no irás a mandarte alguna burrada inédita, a
esta altura del campeonato” rezongó Abel, con dulzura: “¿En dónde anda el
marido de esta joven madre?”. “¿El Ceja? Se fueron para Alemania hoy de mañana
con el Diamante: agarraron un contrato en Hamburgo. Y yo saqué a tomar algo a
la señora, nomás. No pasa nada, nono”. Pedrito dio media zancada para irse y
volvió a torcer la melena en dirección a Abel. “Otra cosa, che” dijo agriamente
serio: “Me olvidaba de avisarte: esta tarde se apareció Colette. Se tiró a
dedo, la anormal. Ya estuvimos hablando y la borré. Dice que le gustaría verte,
antes de irse: va a andar en el puerto. Pero te pido por favor que no la lleves
ni a Chez Marlene ni a la pensión. Ya no la banco más”. Abel no respondió y el
chiquilín volvió a su mesa contoneándose como un pichón de cafiolo.
Me fui al puerto. A la verdad que el día había sido
tan complicado que no me quedaban ganas ni de ver a Colette. Le tenía que
mostrar mis ojos podres, además. Aunque a Pablo Regusci no parecieron
impresionarlo mucho, pensé mientras desembocaba en el empedrado recorrido por
el escaso turismo otoñal. Entonces vi arrancar un Citroën muy mugriento desde
el estacionamiento privado de una boîte enfrentada a la parada de taxis: el
conductor usaba un chambergo blanco grande como un plato volador. Corrí hasta
un taxi y di orden de seguir al Citroën sin entender demasiado bien por qué. El
chofer parecía entusiasmado. Mientras estábamos parados en los semáforos de la
carretera que lleva a Pampelonne miró por el espejo retrovisor y preguntó:
“¿Nos mantenemos más cerca del que seguimos o del que nos sigue, jefe?”.
“¿Quién nos sigue?” preguntó Abel, acalambrándose al contorsionar el pescuezo.
Atrás no se veía ningún auto. “Una Ferrari roja” dijo el chofer, con tonito
canchero: “Sabe cómo trabajar. Por ahora puede irse escondiendo. Pero en la
carretera le va a ser imposible. El problema es que tiene mucho más motor que
nosotros, jefe”.
Hay que reconocer que yo nunca me hubiera dado cuenta
de la persecución. La Ferrari siguió trabajando increíblemente bien en la
carretera, aprovechando los repechos encadenados para desparecer durante
algunos minutos y todo. Los negros se metieron en el camino de tierra que
bajaba hasta el Pam beach Club y nosotros esperamos un poco para seguirlos. Eso
le complicó la vida a la Ferrari, que prefirió acelerar y pasarnos a ciento
cincuenta. Después del Pam Beach Club había una curva totalmente oculta por los
pinos para poder estacionarse, de todas maneras. El taximetrista largó un
silbidito retórico. “¿Este no será un cana?” me preguntó, empezando a meterse
-simpáticamente- en lo que no le importaba. Le contesté que no podía saberlo.
“Seguí” agregué, poniendo voz de duro.
Mientras el coche bajaba las cinco o seis cuadras que
separaban al camping de la carretera, Abel iba estudiando el crecimiento de la
inminencia lunar sobre los viñedos. Iba pensando en Colette, a la vez que
aceptaba que desde la primera carta escrita por Pedrito a la muchacha, Ray pudo
haber tenido acceso a su nueva dirección. En la administración me las arreglé
perfectamente para averiguar el lugar que ocupaba Batalla: estaba en una
caravane, muy cerca de la doble vía asfaltada que vertebraba el camping. Allí
despedí al taxi. “Suerte” me dijo el chofer, y yo le puse los dedos en v con
cara de presidente burgués progresista.
La caravane que alquilaban los
negros estaba ubicada en la “zona residencial” del Pam Beach Club, con muy poca
estridencia de ropa tremolante sartenes o Beatles. Abel encontró a Batalla bajando
algunos bolsos más mugrientos que el Citroën, todavía. Ninguno de los dos se
abalanzó a abrazarme. Batalla se había sacado el chambergo y los lentes
ahumados, y su miopía sobradora daba hasta un poco de lástima. El negro chico
estaba acuclillado adelante del coche, con los ojos clavados en el pezón de
tierra por donde asomaría la luna. La redondez nacarada del ton-ton le flotaba
en los brazos como otra luna a punto de brillar.
“Qué busca, hermano” me preguntó Batalla: “¿Ustedes ya
no viven aquí, verdad?”. “Verdad” dije: “Pero seguimos comiendo chocolate,
hermano. Y se nos acabó. Hace tiempo. ¿Tenés algo para vender?”. El negro se
camufló de apuro con el chambergo y los lentes, sin poder evitar el temblor del
fastidio. Apenas sonrió. “Yo no vendo” roncó: “Yo nunca vendí de eso. Cuando
tengo convido, pero nada más. Un guitarrista de Bahía no precisa vender más que
su samba para sobrevivir”. Aquello me hizo calentar. “Claro” dije: “Pero en el
caso de los músicos angolanos que se hacen pasar por bahianos debe ser
diferente, supongo”.
Batalla no perdió la paciencia. “Andá tranquilo”
murmuró: “Y si no seguís diciendo más pavadas cuando consiga chocolate los
invito con algo”. Entonces me jugué. “¿Así que no pudiste venderle nada a la
rubia diabólica, Sidney Poitier? Andás con mala suerte, este verano. Las divas
no te quieren dar besos, y esta-”. “¿Quién te cantó ese samba?” me preguntó
Batalla con la paciencia intacta. “Alguien que estaba allí” sonreí, lo más
cínicamente posible: “Hoy visité la villa-”. De golpe empezó a sonar el ton-ton
del negro chico y no tuve más remedio que desconcentrarme para verlo sonar: una
luna casi tan bermellón como la que vi subir una vez en el Tajo había entrado a
la noche. Había entrado a la noche como una propiedad indespojablemente
nuestra, y el negro festejaba. Festejaba arrancando del ton-ton nacarado el
conjuro tristísimo de la fertilidad. Aquel tambor sonaba como un pueblo.
“¿Por qué no le preguntás a la rubia diabólica lo que
iba a hacer conmigo allá en Favela, hermano?” me desafió de atrás Batalla, con
la seguridad recompuesta: “Que te mienta, si puede”. El que estaba mintiendo
era él, pero yo había encontrado la hilacha que esperaba para entrar a la
trama. “¿Qué? ¿Te la manducabas después que ella imitaba a la Piaf?” pregunté,
haciéndome el que sabía mucho: “¿Y la mujer-macho no protestaba, che? ¿Y el
ex-macho tampoco?”. “El ex-macho estaba loco” murmuró el angolano, con
asquerosidad: “Y la última noche que la bicha vino a cantar a la boîte él
estaba en una cama largando sangre por la cabeza, hermano. Eso consta -con
testigos- en la Jefatura de Policía”. Abel se puso blanco, sin haber vuelto a
mirar la luna. “El Inspector Bugeia no me comentó nada” chisté, rabioso: “¿Él
alcanzó a localizar a Lilith, allá en París?”. “Sí, señor” dijo el negro: “Y
también alcanzó a cerrarme Favela, el muy hijo de puta. Pero todo eso fue
recién al final, después que ustedes bajaron al sur. Y acá nos debe tener
vigilados a la bicha y a mí, no te quepa la menor duda”. Entonces pensé en la
Ferrari y le ofrecí a Batalla un Peter Stuyvesant.
“¿Quién te contó lo de la villa, hermano?” insistió el
negro, mientras prendíamos los cigarrillos: “Es por saber, nomás”. “El marica”
mentí, para ver qué pasaba: “El pintor. Mozart”. “Pero-” se puso grisáceo el
negro: “¿Pero qué alma podrida que es la gente, no?”. “Alguna” dijo Abel, sin
dejar de atender el conjuro del ton-ton. “Y pensar que ese alma podrida de
Mozart ni siquiera se comió los interrogatorios” contratacó Batalla: “Fue el
único que no se los comió, al final”. “Él no estaba en París cuando mataron a
Sinclair” puntualizó Abel. “¿Es que acaso hay testigos de que él estuviera en otro lado?” porfió el angolano. “No sé”
dije: “No sé. Bueno. Tengo que irme a trabajar. Disculpame las molestias”. “¿No
querés que te alcance hasta el puerto?” me preguntó Batalla, entre amable y
desconfiado. “No, gracias, Voy a dedo” dije: “Igual que cuando vivía aquí”.
Entonces me di vuelta y le acaricié las motas al negro chico. Él no dejó de
tocar, pero sonrió relamiéndose los goterones de nácar que le escarchaban la
cara. Sudor o llanto -tanto da, pensé. La luna entraba como una avalancha de
belleza rojiza en el callejón del camping.
Cuando terminé de subir el camino de tierra y me paré
en la carretera, todavía se escuchaba el latido del ton-ton. Entonces apareció
la Ferrari. Había estado estacionada en el Pam Beach Club, evidentemente. No
precisé ni hacer la clásica seña del auto-stop: el matoncito frenó por su
cuenta y se ofreció a llevarme al puerto. “¿Al Impasse des Conquêtes?” me
preguntó, como un chofer -y yo me acordé fulminantemente de la puntería del
taximetrista que me había traído al camping. “Sí” dijo Abel: “Voy a pasar por
ahí primero a buscar la foto con la B.B. Nos la pidieron para colgar en la
cartelera de Chez Marlene. ¿Mucho laburo, viejo?”. El matoncito lo enfocó con
los ojos inocentemente degenerados pero no sonrió. “Hay del divertido y del
aburrido” comentó: “No me quejo”. A Abel le dio muchísimo trabajo -durante todo
el trayecto- no reírse solo. El matoncito policía, pensaba sin parar: Y yo
vigilando los atardeceres. “Qué mal viven los tiras ¿eh campeón?” me desahogué
preguntándole en español, enseguida de bajarme. Él me hizo una guiñada y
arrancó como un bólido.
Las ventanas del tercer piso estaban todas oscuras.
Pero no todas las piezas estaban vacías: Abel oyó gemidos amatorios ya desde la
mitad de la última escalera. Andan bravos los muchachos, pensó distraídamente.
Lo que me tenía concentrado -y aliviado y nostálgico, al mismo tiempo- era la
certidumbre de que mi papel como investigador no había pasado de ser en ningún
momento más que una estupidez. Una real estupidez, Inspector Marc Bugeia: usted
sí que me la jopeó -pensé riéndome solo: ¿Qué
se fizo tu aventura / Caballero? / Qué tristura. Abel no pudo darse cuenta
hasta después de abrir maquinalmente su puerta de que el gemidero era allí, en
realidad. La luna todavía no plateaba la pieza, pero alcanzaba para iluminar a
Pedrito y a Isabelle. “Sádico” gritó Abel, pegando un bruto portazo: “Podías
haber cerrado con llave, por lo menos”. Mientras bajaba la escalera a los saltos
recordó haber oído alguna vez que las puérperas no pueden hacer el amor hasta
después de un mes del parto. Lo que pasa es que estamos en Saint-Tropez, pensó:
Y aquí hasta la comunión se debe hacer contra natura. Tendrían que advertirle a
los turistas -con carteles colocados en la ruta y todo- que por las dudas no
miren para atrás en el momento de irse. Usted puede volverse una estatua de sal
perfectamente, forastero.
NO PUDE encontrar a Colette en el puerto. Ya era
tarde, y subí a Chez Marlene con un
humor canino. Aquella noche apenas se hablaron, con Pedrito. Pero al
terminar de trabajar el chiquilín le aclaró a Abel que no iba a dormir en la
pensión. “Si encontrás a Colette, ofrecele mi cama” dijo: “No tiene donde
apolar. Yo me voy a otro lado”. Abel lo miró a los ojos y el chiquilín bajó la
cara, entre asustada y cínica. “Me parece muy bien” le dije: “¿Sabés cambiar
pañales? Porque así la podés ayudar a Isabelle, también”. Pedrito pegó un
cerquillazo y arrancó contoneándose calleja arriba. Yo bajé al puerto a tratar
de encontrar a Colette por última vez.
La encontré. Estaba sentada en la plateada oscuridad
de la escollera, con las piernas colgando y los ojos anclados entre los
contraluces lunares de los yates. Demostró poca cosa, al verme. Abel aspiró
obligadamente el perfume de la muchacha y no olió nada bueno detrás de aquel
encuentro. Tampoco tuvo la menor necesidad de esconder los ojos, porque ella ni
lo miraba. Ya hacía bastante frío, y le pasé mi gabán sobre su sweater y la
llevé hasta la pensión sin darle explicaciones. A ella no parecía importarle
literalmente nada.
“¿Esta es la cama de Pedrito?” fue la primera frase
larga que dijo, apenas entramos a la pieza. Le contesté que sí y empecé a
preparar el mate. “¿Después que hagas el mate podés apagar la luz, por favor?”
me pidió la muchacha, tirándose sobre la cama deshecha por Isabelle y Pedrito.
Aquella frase hizo que Abel sufriera un ataque tan violento de voracidad que
hasta se vio obligado a moverse de espaldas a Colette, para esconder la
explosión deforme de su sexo. Entonces apagué la garrafa y la luz de apuro, y
me tiré en la cama. “¿No te importa no tomar nada?” pregunté: “Estoy rendido”.
Ella ni me contestó. Quedó brillando de cuerpo entero abajo de la luna, con las
facciones de pájaro alzadas hacia un sitio que yo no conocía.
“Soy adoptada” empezó a decir al rato: “Pero conozco
muy bien a mis padres. Ellos vivían en el mismo pueblo que yo, en Auvergne. Me
regalaron o me vendieron o algo así, porque tenían demasiados hijos. Es un caso
bastante común, allá. En la casa de mis padres adoptivos había que mear y todo
lo demás en el mismo lugar que los cerdos: pero eso es muy común, también. Mi
padre adoptivo no me violó ni nada por el estilo. Me violaron entre varios
muchachitos borrachos arriba de una mesa en un baile de casamiento, a los
quince años. Después no tuve más hombres. Aunque te parezca mentira, le propuse
casamiento a Pedrito y él aceptó. Fue al poco tiempo de conocernos. Desde el
principio me dijo que tenía veintidós años y yo me lo creí. Todo, me lo creí:
que me iba a mandar buscar desde Cannes y después desde aquí. Que estaba
juntando plata para eso y para casarnos a fin de año. Y yo reventaba de calor
en París y al volver del laburo me metía en el baño turco del Stella y me encajaba
una almohada abajo del vestido y soñaba que yo era Eva y él era Ramón. Hasta
que me pudrí de esperarlo y me vine a dedo: demoré cuatro días. Y ahora me
manda al diablo. Tranquilamente. Dice que tiene dieciséis años. Dieciséis años.
Dios mío”.
Lo peor es que no está llorando -pensó Abel, después
que la muchacha se quedó callada. Entonces apareció la voz de Ray (aunque no
era exactamente la voz de Ray, yo lo sabía muy bien) por tercera vez en lo que
iba del día. “Dale, tirátele arriba” decía:
“¿No ves que la canaria está regalada,
vejigón?”. Esta vez me sentí ahogado, pero no por la histeria panicosa:
tenía hambre de Colette, y podía imaginarme extraordinariamente bien todo lo
que hubiera podido hacerse ahí abajo de la luna. Con la muchacha del perfume
triste.
“Ah, me olvidaba: Ramón viene a visitarlos en estos
días” anunció ella de golpe, recuperando la voz que yo le conocía. “¿Ah, sí?”
murmuró Abel, como emponchado por un alivio azul. Por fin voy a poder contarle
el asunto de Ray a alguien que pueda entenderlo,
pensó: Por fin. Cristo bendito. Por fin. “También te mandan saludos el
Cosmósfero y Mich. Están viviendo en la 22” agregó la muchacha: “Y Ray. Bajamos
con unos días de diferencia y ayer me lo encontré aquí cerca, en Saint-Raphael:
anda con un gitano, yirando en una camioneta. Mandó decir que en cualquier
momento te viene a ver. Que no te preocuparas”. Abel se pasó varias veces la
mano por el pelo y se acercó al rincón donde estaba su valija. Simuló buscar
ropa para poder permanecer agachado unos momentos en la oscuridad, sopesando el
cuchillo del hotel Stella. La sangre jacobina, pensó: Y el manantial sereno.
Cuando volvió a su cama vio que la luna estaba abandonando el cuerpo dormido de
la muchacha, y la tapó prolijamente con el gabán.
CHAMBRE 22
UN MUCHACHO fuma el último cigarrillo de su jornada a
las siete y media de la mañana. En la otra cama de la chambre ronca
violentamente un hombre pelirrojo. El muchacho relojea un fajo de hojas
hinchadas por las tachaduras que hay sobre su mesita, y termina
contorsionándose para observar con desesperación las rejillas de luz primaveral
que proyectan las persianas. Entonces oye el jadear de alguien que abre la
puerta (cerrada sin llave) y salta de la cama: su susto aumenta cuando ve al
diminuto conserje mauriciano hacerle señas desorbitado desde el portal, y
escaparse corriendo. El muchacho destripa su Peter Stuyvesant y corre descalzo
y pega un resbalón al cruzar por el mosaico recién fregado del pasillo.
Entonces ve al conserje hipando agachado frente al charco de luz malva que
derrama la última puerta, y lo empuja suavemente para poder pasar. La claridad
se hace violenta, adentro de la pieza: un hombre flaco y alto -vestido con un
piyama amarillo y negro a rayas- está tendido de través sobre la cama. La sangre
de la cabeza partida del hombre ya no chorrea hacia el piso -aunque las tablas
todavía no han absorbido todo lo regado. El muchacho permanece inmóvil e
impasible durante unos segundos, con los ojos clavados en los ojos semiabiertos
del muerto. Lo único que se escucha es el hipo del mauriciano, llorando en el
pasillo. La mirada del muerto parece recoger con jubilosa dulzura la luz
primaveral. De repente el muchacho hace un movimiento abrupto con la cabeza, y
enfoca el empapelado vacío de la pared donde está recostada la cabecera de la
cama: lo que encuentra colgando es apenas una gran huella pálida -la huella de
una cruz que debió haber parecido escandalosamente grande cuando estuvo colgada
entre la suciedad de la pared.
MUY POCAS horas antes de que Sinclair fuera asesinado
tuvimos que apechugar una inusual procesión de visitantes en la maldita chambre
22. Yo había trabajado hasta el amanecer en la taberna, y después de bajar a
comer algo con Ray al bar-tabac me moría por dormirme una buena siesta. “¿Apoliyo
corrido?” murmuró Ray empezando a chupar un escarbadientes: “A propósito, che:
¿no la notás mal cojida a la Tabaquita?”. Abel saludó a la mujer del barman con
una guiñada y saltó de la banqueta. “No sé” dijo: “A la verdad que no me doy
cuenta de si una mujer está bien o mal cojida, loco”. “¿Qué pasa?” preguntó el
riverense, mientras cruzaban la calle: “¿Marlowe nunca se mató bien a ninguna
mina, acaso?”. “A la verdad que Marlowe mata poco” prefirió seguir
metaforizando con vaguedad Abel: “En las novelas consta. Y te diría que hasta
el final de El largo adiós tiene
bastante poca suerte con las mujeres, incluso”. “¿Y de Peluca de Plata qué me
decís?” porfió Ray: “¿Esa no cuenta en el memorándum, botija?”. “Esa es una de
las principales ninfas del memorándum” confirmé con entusiasmo, al darme cuenta
de que había saltado -por fin- el tema Bénédicte: “Y de alguna manera hasta
podría ser la principal. Claro: de
alguna manera, digo. Ojo. Es una cosa complicada de entender, pero te puedo
asegurar que Marlowe nunca le tuvo ganas. O eso que llaman ganas, por lo menos”.
“Che, decime: ¿y qué negocio hay con el compañero del
alma -el famoso Terry Lennox- al final? ¿Son amigos con Marlowe o qué carajo
pasa?” preguntó Ray, ya en un tono de joda absoluta y frunciendo la trompita.
“Marlowe lo quiere” dije: “Es obvio que lo quiere. Pero el otro es un bicho
arrevesado, ¿no?”. “El otro es una mierda” corrigió Ray: “Bueno, yo diría que
los dos son una buena mierda a su manera -y como todo el mundo. ¿Pero de veras
que no los notás bastante más que amigos,
che?”. “No” dije riéndome con ganas: “Francamente no”.
En ese momento golpearon a la puerta y Abel sintió
desvanecerse peligrosamente sus posibilidades de sestear. Eran el Cordobés y
Martine, La cleptómana nos saludó con timidez y se puso a mordisquear la punta
granate de la golilla de cow-boy que el Cordobés usaba día por medio, desde que
se sentía “amado”. Pobre infeliz, pensé sentimentalizándome. Él captó mi
expresión y hasta se animó a sentarse a los pies de la cama de Ray. “Che guaso”
me dijo, casi cariñoso: “Lucio nos invitó para ir a ver el debut de Argentina y
Uruguay en el mundial, pasado mañana. Tiene una televisión color que rompe las
paredes. ¿Te venís con nosotros?”. “Nones, campeón” dijo Ray echándose el
aliento en las uñas para lustrárselas en la campera: “Decile a Lucio que le
agradezco mucho la expresa invitación personal, pero que pasado mañana voy a
estar en la mismísma Amsterdam fumando maruja colombiana y volteando como un
cura desacatado, Satanás mediante”. Martine largó la risa. “Qué lo parió” se
enchinchó el Cordobés: “Los yoruguas se ofenden por una caca de mosca, lo
mismo. Mirá si Lucio se va a poner a invitar a todo el barrio latino persona
por-”. “Ta, ta: no te chupés, campeón” lo atajó Ray: “Y no digas bobadas,
tampoco. Los uruguayos se ofenden como todo el mundo. Bueno, los riverenses nos
ofendemos un poquito más -lo reconozco- porque somos todos medios paranoicos.
Pero lo que te dije fue en joda, regolucionario mío”.
“¿No te vas para Holanda, entonces?” le preguntó
Martine en español. La cleptómana se había acercado primero al piano y después
a la repisa-armario para ojearme los libros. “Sí, eso sí. Mañana mismo arranco”
dijo Ray: “Hoy me mando unas cuantas horas extras, me mamo en lo de Monsieur Amelot
y mañana salute. Che ¿qué mirás allí, si se puede saber?”. “Miro a ver si hay
un libro que le regalé a Abel cuando vivíamos en lo de Amelot” contestó la
muchacha, sin inmutarse. Y mostró el Lautréamont
par lui même y se volvió a abrazar del Cordobés -que ya estaba parado y con
ganas de borrarse lo antes posible- para chuparle un poco la golilla. “Tené
cuidado, vo” le dijo el Cordobés a Ray, ya entreabriendo la puerta: “Los
mellizos de la taberna tuvieron que rajarse porque curraron a unos árabes
vinculados con la mafia de Amsterdam, me parece”. “Y eso qué tiene que ver” se
exasperó Abel: “Picaflor me explicó cómo fue aquel asunto. ¿En que se puede
parecer a esto?”. “Pero muchachos” pegó un salto Ray: “Ni discutan por mí.
Ojalá tuviera que tomármelas de una vez por todas de este infierno. A ver:
¿adónde están los árabes que tengo que currar?”. Yo me reí, con tristeza. “Sí,
esto ya no se banca” sacó la carta de triunfo el Cordobés, cuando empezaron a
escucharse los pasos de Martine bajando la escalera: “Apenas la mina me ayude a
juntar algunos mangos nos vamos del hotel, guaso: un estudio, un bulito. ¿Te
imaginás qué pomada?”. “Te felicito” dije, sinceramente apiadado de su
caparazón de vanidad.
“Bueno, botija: la mano viene bien” anunció Ray
después que nos quedamos solos: “Viene debute, vo. Cigarrito, por favor”. Abel
no alcanzó a comprender del todo la euforia de su amigo. “No hay caso, loco”
sociologicé, casi para mí mismo: “A la larga todo el mundo termina soñando con
su casa y su mujer y hasta con la correspondiente prole, si te descuidás. Pero
lo increíble es que hasta son capaces de hacer la comedia en la menor
oportunidad que se les presenta, los muy desgraciados. Fijate el Cordobés. Los
padres son unos aristócratas que están en la joda porteña-puntaesteña y tienen
una cadena hotelera, una concesionaria automotriz y la mar en coche: al pendejo
lo dejan venir (¿lo dejan o lo mandan?: eso no lo sabe ni él mismo,
claro) a tocar el bombo a París -y a morirse hambre, si se le presenta el caso:
por eso no hay mayor problema- con tal de que deje un tiempo la política. Textualmente contado por el Cordobés:
una relâche política ¿chapás? Y ahí lo tenés al tipo, con la vida hecha bolsa”.
“¿Pero vos creés que este vejerto es un rego de veras?
¿Vos creés que anduvo metido en algo serio -o que se podía meter en algo
cojonudo como una guerrilla?” se burló Ray. “No sé. Lo que él cuenta no lo
creo, por supuesto. Pero lo estoy viendo reventarse.
Y no te olvidés que yo lo empujé para que se machihembrara con esta pobre mina,
además”. “¿Pobre?” retrucó Ray: “Te puedo asegurar que al ritmo que afana va a
salir rápido de pobre, la yegua esa”. Abel miró el perfil del otro, sin
contestarle. Ahora tuve la sensación de que en la pecosa cara mal afeitada de
mi mejor amigo ya no brillaban musgosamente sus últimas esperanzas: ahora
brillaba compacta -como una especie de máscara rojiza- la condenación. Y sin
embargo había cambiado tanto después que volvimos de Beirut -pensé relojeando
la dulzura sangrienta de su mirada clavada em el techo: De verdad que lo voy a
extrañar cuando se vaya.
Al rato me di vuelta y traté de dormir un poco sin
hacer ni el intento de desvestirme, por si caía otra clase de visitas. Entonces
Ray murmuró jadeando extrañamente (después que los ronquidos de Abel se
hicieron regulares): “Lo que pasa es que la vida es una gran joda, macho. Eso
es lo que pasa. Te puedo asegurar que ni el pobre Terry Lennox se salvó de
soñar con machihembrarse con su amigo del alma, por ejemplo: y eso que no era
marica y que le sobraban minas, si las quería tener. Pero el detalle triste es
que jamás conoció a ninguna mina con un alma tan excitante como la de Philip
Marlowe. ¿Entendés, chiquilín?”.
Volvieron a golpear a la puerta. Abel se sentó en la
cama y gorgoteó un Adelante resignado, fregándose los ojos. Entonces las
facciones de pájaro de Colette perfumaron tristemente la chambre. “Perdón,
boludos” preguntó sonriendo: “¿Podría entrar un momento?”. “Usted no necesita
permiso para entrar en ninguna celda del infierno, señorita” contestó Ray.
“Vengo por dos trucs, nomás” explicó la muchacha en español: “Primero para
dejarle la traducción que hice de un poema suyo, Monsier Rosso. A ver qué le
parece”. Y me alcanzó temblorosamente una hoja escrita a mano. “Sentate, vieja”
dije señalando los pies de mi cama: “Sentate, por favor”. “No: ya me voy” se
puso colorada Colette: “Leélo después, porque me da güergüenza. El otro truc
era avisarles que acabo de ver por la ventana al Cosmósfero y a Mich, con una
pinta bárbara de venir para acá. Les avisaba por las dudas”. De repente Ray
bajó de la cama y empezó a perseguir a la muchacha como hacía con Faruk, en los
buenos tiempos de la chambre 9. “Le da güergüenza, pobrecita” decía imitándole
el acento mientras amagaba hacerle cosquillas, hasta que la muchacha se escapó
de la chambre chillando de contenta.
“¿Y esta?” preguntó Ray, con jadeante ternura: “¿Esta
no es una de las que hacen la comedia, acaso?”. “Es muy distinto” sentenció
Abel: “Esta canaria es mejor que todo París junto y envuelto para regalo,
hermano. Esta es la fuerza de la tierra, como decía Faulkner”. “No me llames
hermano” se ensombreció el otro: “Yo también soy canario pero no soy la fuerza
de la tierra. Debo ser otra cosa, más bien”. “Vos sabrás” retruqué vichando la
traducción del poema (que era mucho más convincente que el poema mismo, me dio
la impresión): “Lo que es a mí me has dado siempre una gran mano, loco. A
propósito, cuando vuelvas de Holanda tendríamos que terminar de darle los
últimos toques a la tramoya de la policial: vos sabés que me parece que esa
novela está por irse al tacho ¿no? Y nos queda por resolver lo del libro
ilustrado, también. ¿Bocetaste algo nuevo?”. Ray no me contestó. “Cuando venga
de Holanda vamos a hablar de muchas cosas, no te preocupes” dijo recién al
rato: “Mirá, ahí se oyen las pisadas del Elefante Cosmosférico y la Piaf
frankesteinizada. Falta Sinclair nomás, pa completar la murga. Me parece que
hoy no dormís la siesta, genio traducido”. “Andá a hacerte dar” murmuró Abel,
poniendo a calentar agua para el mate.
La vedette de la pareja estelar entreabrió la puerta y
metió su peluca (color zanahoria) en la chambre como Perico por su casa. Al
verme hizo una mueca fría, donde podía rastrearse la irreversible imposibilidad
de sonreír con el cráneo. Qué cosa más espantosa -pensé dándome cuenta de que
era la primera vez que le veía los ojos. La mujer tuvo un brillo en la mirada.
Era una mirada pantanosa, que se tragó aquella desesperación con la misma
velocidad con que se hubiera tragado el odio o la pena. Si conoceré esos
pantanos -pensó esta vez Abel recordando un episodio de su ruptura con Gabi
digno de ser transcripto en el supremo estilo baresco de Los asesinos o El mar cambia.
Ray festejó el naufragio ajeno sin el menor disimulo, y se volvió a incorporar
para frotarse exageradamente las manos. “Adelante, muchachos, adelante. Tiempo
sin verlos, che” dijo haciéndome señas para que le voleara otro Peter
Stuyvesant. El Cosmósfero se sentó a los pies de la cama de Ray mientras la
mujer -entablillada eternamente por el vestido verde escotado de los tiempos
del boogie- prefirió dedicarse a husmear el piano.
“Nos quedamos sin yerba. Hace días. Y nos moríamos por
un matecito” se sinceró el Cosmósfero, dulcificado más que nunca por la podre
infantilidad de su locura. Abel ensilló el mate evitando mirar de nuevo a la
mujer, que había destapado el piano y lo observaba con la desaprensiva atención
de un afinador experto. “Me parece que esto se acaba, che” dijo el Cosmósfero
cuando le alcancé el primer amargo: “La sangre tira demasiado, bepi. Tengo
ganas de mandar al diablo la cosmología y asumir mi responsabilidad
antropológica y enrolarme de una vez por todas en la guerrilla griega”. Nos
miramos con Ray. “Ta bien” le dije: “Siempre que se pueda”. “Se puede” porfió el
Cosmos: “Yo tengo la nacionalidad y todo. ¿Nunca les había contado?”. “No” dijo
Ray, con los ojos radiantes: “Es una idea de lujo, Cosmito. Yo hace meses que
tengo un proyecto de ese tipo -aunque ni se compara con el tuyo, claro. Cuando
vuelva de Holanda pienso hacerme clochard. Por unos meses, nomás. Pero pienso
integrarme a las capas más sufridas del pueblo de una vez por todas: el pueblo
tira, che”.
Abel sonrió sin ganas y le ofreció un mate a Mich, que
se arrimò en dos zancadas para chupar con desesperación el menjunje todavía
hirviente. Están muertos de hambre, pensé: Pero ella es otro cantar. Ella está
muerta de otra cosa peor que el hambre y la posmenopausia y la falta de
alcohol. Ahora falta que me diga a lo Larsen: “Se lo agradezco mucho, de veras.
Me ha hecho un favor muy grande, Monsieur”. Pero la mujer dijo apenas Voilà,
devolviendo el porongo con la misma desaprensión con que había escudriñado las
entrañas del piano. “¿Y Sinclair?” preguntó de repente, torciendo el rostro mal
estucado por un maquillaje de días: “Hace bastante que no va por Favela. ¿Se le
pasó el stress?”. Ray no pudo aguantar una carcajadita y Abel lo acompañó con
devoción, esta vez. “¿Stressado? ¿Ustedes lo conocen bien a Sinclair?” le
pregunté a la mujer, enchufando inmediatamente la boca en la bombilla para no
reírme a gritos. “Un poco” dijo Mich, sin traslucir rencor: “De verlo allá en
Favela”. “A la verdad que ya nos hemos visto demasiado. Mejor que no se
aparezca más ese nazi maldito” la apuntaló el Cosmósfero achatándose la melena
con una cinematográfica femineidad de mosquetero -aunque Abel vio emerger dos
puntas de alfileres en sus ojos acuosos. Entonces se escuchó el Quiere hablar
detrás de la puerta.
“Justo” me dijo Ray: “Ahí tenés un milagro
subterráneo”. Abel gritó Adelante mientras el enflaquecido Portos se reachataba
la melena y Mich volvía a atrincherarse en el rincón del piano. Pero el ugandés
no alcanzó a ver a casi nadie, como de costumbre. Dio los pasos necesarios para
desparramarse cerca de la mesita y agarró una ración de yerba y se puso a
masticarla. “Vengo a despedirme” empezó a monologar con los ojos cerrados:
“Vuelvo a morir a mi país. Y hoy sólo quería dejar ante ustedes la desconsolada
constancia final de que -como dijo el gran Cesare 48 horas antes de sus idus- dí poesía a los hombres”. Sinclair alzó
la cara con horrible humildad y Abel se tuvo que embuchar un empuje de llanto.
“Pero eso no te alcanzaba, Padre” casi rezó el otro, haciendo una especie de
comiquísimo gargarismo para tragar la yerba: “Eso no te alcanzaba. Ah, si
hubiese podido ser lo que soy, Dios mío. Aunque para eso hubiese necesitado
olvidarme hasta de tu nombre”. Nos miramos con Ray. El ugandés terminó de
tragar la yerba y se paró como una marioneta levantada por hilos desparejos.
“Porque los hombres fueron hechos para hacer todo entre todos: creer o reventar”
sentenció retrocediendo sonambulescamente hacia la puerta. Y yo tuve la ilusión
de que antes de esfumarse caminando a lo cangrejo por el pasillo -mientras Mich
y el Cosmósfero empezaban a pedorrear carcajaditas- Sinclair me sonrió.
A LAS diez de la noche del día siguiente el Inspector
Bugeia me trajo hasta el Stella en su coche particular, aunque no me invitó a
tomar ningún apéritif. No era momento, por supuesto. Pedrito y el cordobés (que
firmaron sus declaraciones antes de oscurecer) debían estar improvisando un
dueto en taberna, y yo tenías que hacerme una lavada general y cambiarme por lo
menos de camisa. A la verdad que había sudado como un chivo durante aquella
caldosa tarde de Commissariat.
El interrogatorio en sí (que fue el último de la serie
y con seguridad el menos superficial, a pesar de las sendas horas y pico que se
comieron el Bigote y Faruk) me resultó muy llevadero, aunque cuando agarré el
pestillo para bajar frente al Stella y Marc prendió un cigarrillo
relampagueantemente, me di cuenta de que la cosa no había terminado. “Espere,
Monsieur le Privé” dijo, reclinándose para largar el humo con la mirada puesta
en el techo del Renault. Abel se volvió a crispar sobre su asiento y no tuvo
más remedio -a pesar de sentirse atabacado- que manotear otro Peter Stuyvesant.
(Lo increíble es que recién en ese momento hayan empezado a temblarme
parkinsonianamente las manos, después de tantas horas de baile corrido.) “Usted
se da cuenta de que hay laburos y laburos ¿verdad?” murmuró el Inspector. La comprobación
de que el abandono del tuteo iba en serio me hizo tenblequear tanto que opté
por aplastar el cigarrillo y cruzarme de brazos. “Sí” dije: “Por supuesto”.
Pero no me torcí un centímetro para mirarlo. “Por ejemplo usted, Marlowe: ahora
tiene que salir a hacer música en un lugar de ensueño” ironizó Bugeia,
levantando un poco la voz: “Toma unas copas, canta (lo más seguro es que sin
ganas, aunque eso no interesa demasiado) y hasta puede enganchar una minita.
Hasta aquí lo del Privé”.
Abel lo relojeó y encontró la mirada feroz de un
hombre asqueado autocastigándose con el
rebote del humo. No quiso retrucar. “Lo de Maigret es distinto, muchacho”
siguió metaforizando el Inspector, cada vez con más asco: “Maigret tiene que
seguir manejando por París y después por la carretera que cruza la banlieue
viendo las luces de los edificios de una ciudad podrida y sin la menor
salvación a la vista. (Y le voy a pedir que por hoy no me mencione a la Unidad
Popular, si es tan gentil: el “eurocomunismo” me produce las más sinceras
náuseas.) Bueno, resulta que Maigret maneja y después estaciona y sube a un
apartamento donde ya se le pasó la hora de comer en familia con su maravilloso
hijo y su maravillosa mujer (que además cocina muy bien, como a usted le
consta) y hasta es posible que vea un poco de televisión y haga el amor y todo.
El problema es que por más acostumbrados que estemos al laburo el caso queda, camarada. Y hasta para
comer y ver televisión y hacer el amor en paz uno tiene que concentrarse de tal forma que pasados diez años empiezan
a aparecérsele demasiados momentos en los que no se llegan a sentir exactamente
ganas de matarse sino de morirse,
literalmente hablando. Usted es joven, todavía. Y a lo mejor algún día se hace
merecedor de la suerte que me ha tocado a mí, por ejemplo: le hablo de mi mujer
y de mi hijo. Le hablo de la felicidad, sin ironía ni lirismo barato. Pero
sucede que existe otra cosa no excluyente que se llama derrota, viejo. Derrota:
individual y colectiva. Usted me entiende, camarada Abel. Entonces, si uno
fuera optimista podría pensar que todavía no estamos en “la era prometida” y
que todo este esfuerzo sobrehumano que tenemos que hacer para colaborar con “la
marcha del mundo” se justifica -aunque tenga una fundamentación mucho más suprahistórica
que científica por la sencilla razón se que se está pariendo algo que debería nacer. Más o menos así de
voluntarista o absurdo. (Y atención que me consta de que además de estar usando
términos “idealistas” también me estoy poniendo insufriblemente “antidialéctico”,
pero me importa un cuerno. Lo lamento mucho.) Ahora, si sos irreversiblemente
pesimista -como es el caso de este servidor- no te queda otra cosa que cumplir
y joderte. ¿Está claro?
El inspector tiró el pucho en la hedionda vereda sobre
la que estábamos subidos. “Bueno, ahora me gustaría recapitular un poco el caso
contigo, si me permitís” resopló, bastante desahogado: “Gracias por la atención
y sobre todo por el silencio, muchacho. Vamos a recapitular lo más rápido
posible porque ya se nos hizo muy tarde, a los dos: el hombre asesinado es tu
amigo Sinclair Brower -poeta ugandés esquizofrénico reconocido por la crítica
internacional y traducido a varios idiomas y residente en París esporádicamente
en los últimos quince años donde también frecuentaba esporádicamente una
clínica psiquiátrica porque tenía la guita del mundo porque era el heredero de
uno de los mayores yacimientos auríferos del África desde donde le mandaban los
giros mensuales que él se gastaba con las putas y antes con una artista
degenerada de la que nunca llegó a divorciarse. A propósito, hoy me olvidé de
preguntarte algo: ¿la rubia platinada que viste aquella noche en la pieza con
la mosca en la mano tenía peluca o pelo natural?”. “Ah, no tengo la menor idea”
me escudé levantando las manos -tranquilas, otra vez: “¿Ella vive en París,
todavía?”.
“Esa es una de las doscientos mil cosas que nos quedan
por averiguar” dijo Marc: “Ella fue vista por aquí hace unos días, por lo
menos. Pero sigo el resumen porque ya me están haciendo ruido las tripas: a tu
amigo Sinclair le partieron la cabeza con una cruz de oro puro pintada de negro
aproximadamente entre las diez de la noche y las tres de la mañana, ayer o
anteayer. Le robaron el efectivo que tenía, además. Quiere decir que el famoso
“móvil del crimen” aparece clarísimo. Y el gerente del hotel conoce a varias de
las putas que pescaron en ese muelle: sabemos hasta por dónde empezar a largar
el anzuelo ¿te das cuenta? Lo que es el caso en sí no es nada del otro mundo,
te puedo asegurar: creo que voy a poder estudiarte Zamba de mi esperanza para el próximo sábado y todo”.
Bugeia hizo una mueca sonriente y prendió un
cigarrillo que se puso a fumar de cara al techo del Renault, otra vez. Abel
tuvo necesidad de un Peter Stuyvesant pero ni se decidió a tactar el paquete
porque intuía que las manos iban a desestabilizársele en cualquier momento. Y
así pasó, nomás. “Sin embargo queda un asunto del que no hemos hablado todavía,
Monsieur le Privé” murmuró el Inspector, volviendo a retirar de sopetón el
tuteo cariñoso: “En las novelas policiales que los dos frecuentamos los
policías y los detectives se entienden demasiado poco ¿no le parece? Hasta los
policías como la gente se entienden demasiado poco con los detectives como la
gente, en mi opinión. Claro que yo soy policía y hablo con mi corazoncito. Pero
le pido que no vaya a olvidarse de dos cosas muy importantes en estos próximos meses. Por favor. Primero: usted
no es detective. Y segundo: tiene corazoncito. Hay mucha gente rara alrededor
del caso ¿entiende? En este hotel de mierda, en Favela-”. “En lo del
ex-escenógrafo loco” agregué con tonito colaboracionista. “También ahí” dijo
Marc: “Y muchos son amigos suyos, si no me equivoco”. “Es verdad” dijo Abel,
cruzándose de brazos: “Amigos, conocidos-”. “O enemigos. No importa” casi gritó
el Inspector: “Le pido que no me esconda nada
importante de lo que vaya a pasar -o inclusive ya pueda haber pasado-
detrás del escenario. Y no se lo pido precisamente de amigo a amigo ¿está
claro?”. “Está claro” dijo Abel: “Pero se equivocó en algo, Inspector. Yo no
tengo enemigos. Los tengo ideológicamente, pero no personalmente. ¿Ahora puedo
bajarme?”. “Andá” sonrió Bugeia: “Y te ruego que no te ofendas por lo que voy a
decirte, Abel. Enemigos hay siempre y a la vista, viejo: aunque no los veamos.
Y aunque compartan nuestra ideología. Basta con hacer algo por el mundo de verdad y kaput: ahí están los
muchachos”. Abel bajó del auto sonriendo enfurecido. El inspector arrancó
haciendo chirriar los neumáticos y ninguno de los dos malgastó la fuerza de
voluntad necesaria para despedirse son un brazo levantado, por lo menos.
CUANDO SUBÍ a la chambre todavía había gente de la
técnica yendo y viniendo por las escaleras, además de un sabueso (con su
correspondiente jeta de perro) haciendo guardia en el pasillo. Abel evitó
detener la mirada en todo aquello y entró a la chambre sacándose la camisa a
los tirones para pegarse una lavada lo más rápidamente posible, pero quedó
estaqueado frente a la cama de su amigo. Ray estaba acostado escrutando el
cielorraso con una fosforecencia sangrienta en la mirada como no vi jamás
-aunque pocos días después conocería un brillo peor, todavía. “¿Viene muy mal
la mano, loco?” pregunté terminándome de sacar la camisa y sentándome en mi
cama: “¿Te rompieron mucho en el interrogatorio?”. “No: en el interrogatorio no
tuve ningún problema. Pero al volver al hotel me di cuenta de que me habían
robado la Pentax” contestó Ray, al rato. “Qué” gritó Abel. “No grites” lo atajó
el otro: “Porque no pienso denunciar nada a la cana, y andan por ahí afuera
tratando de pescar cualquier cosa ¿ta?”. “Pero cómo no vas a denunciar. ¿Cuándo
te diste cuenta de que te la robaron?” dije corriendo hasta la repisa-armario.
“No te preocupes que a vos no te afanaron ningún libro, botija” murmuró el
riverense: “Fue cuando volví de esa podrida comisaría que me di cuenta que no
estaba. Ya te dije. Pero pudo haber sido anoche, lo mismo: imposible saberlo”.
Abel volvió a sentarse en la cama agarrándose la cara
y acordándose de Bugeia con incipiente desesperación. “Esto viene mal. Muy mal”
resopló: “Lo peor es que me parece que viene todo junto, loco. Evidentemente
acá hay un solo menjunje ¿no te parece?”. “No. A mí no me parece” contestó Ray
mirándome de reojo: “Lo que pasa es que a vos todavía te falta un dato: este
mediodía me enteré por casualidad -cuando me quedé un rato en la gerencia para
consolar al Papito- de que el Cordobés y la mina se borran del hotel pasado
mañana. Alquilaron un bulo, nomás. “¿Cómo la ves ahora, eh?”.
POCO RATO más tarde Abel comunicó en la taberna la
noticia del robo de la Pentax y el Cordobés no pareció estar fingiendo en
absoluto el asombro indignado con el que reaccionaron al unísono con Pedrito.
Hubo una diferencia importante de matiz entre las dos reacciones, sin embargo:
Pedrito -cosa inconcebible en él- quedó de malhumor para toda la noche. “Hay
que joderse, pobre Ray” me dijo mientras amanecía y el Poeta era obligado a
ladrar sus penas a la Virgen frente a un atildadísimo ministro peronista que
cayó a probar la paella de La Reja. (El Cordobés lo había reconocido con una
mueca de asco apenas bajó la escalera, murmurando que era un facho recalcado.
Después fue invitado especialmente a la mesa oficial y terminó brindando por
Evita y por Isabelita y por la liberación y hasta lloró vivando al Macho
abrazado con uno de los guardaespaldas del ministro.)
“Sí” dije: “Se le puso brava la cosa al riverense.
Ahora lo que le conviene es borrarse unos días a Holanda para cambiarle la
yerba al mate y esperar que le llegue ese maldito giro. El lío va a ser tener
que seguir lavando platos, después ¿no? Aunque la chambre se la pagó yo -desde
que llegamos de Beirut que se la estoy pagando: por eso no hay problema”. “A la
verdad que es increíble” cambió de tono Pedrito: “¿Y no va a denunciar, de
veras?”. “No quiere. Por nada del mundo”. “Yegua de mierda” dijo entonces el
chiquilín escupiendo en el suelo y mirando al Cordobés, que ahora trataba -sin
el menor éxito- de promover un brindis por el Che: “Pensar que casi se la soplo
a la yegua esa. Si quería se la sacaba allá en lo de Amelot, te juro. Pero me
dio no sé qué”. “Pará” lo atajó Abel, sin mucha convicción: “No te pongas como
Ray. Es imposible tener la seguridad de que haya sido Martine la que afanó la
Pentax”. “Entonces será la única cosa que no se le ocurrió afanar en los
últimos años. Y más sabiendo que ustedes no cierran con llave” volvió a escupir
Pedrito: “Cordobés cerdo. Andar con esa yegua”. Abel pidió un cubalibre
reforzado y no tuvo más remedio que callarse.
AL OTRO día Ray me despertó pegando una especie de
rechinante salto triple que lo hizo sacar los pies por la otra punta de la
cama. “Se acabó” dijo: “Esta mina no se va del hotel sin devolverme la Pentax.
Y si no quiere devolvérmela los reviento a patadas: a ella y al Cordobés”. Y
corrió a encajar la encanecida melena color zanahoria en el chorro de la
canilla mientras Abel se vestía lo más rápido posible. Afortunadamente, el
sabueso de turno no nos dio la menor pelota cuando nos vio bajar la escalera a
los saltos. Abel aprovechó para pegar unos golpes de auxilio al pasar por la
chambre de Pedrito y Colette, y apenas pudo evitar que Ray agarrara a patadas
la puerta del Cordobés y Martine que -a juzgar por algunos inconfundibles
crescendos elástico/vocales- estaban terminando de hacer el amor.
“Acaben de una vez” gritó Ray, recuperando una hilacha
de humor: “Y si no pueden acabar, paciencia. Primero tenemos que arreglar
algunas cuentas, vo”. La puerta demoró en abrirse. Entonces Martine apareció
vestida nada más que con una camisa del Cordobés (que le quedaba muy chica de
arriba) y una navaja abierta en la mano. “Qué querés” preguntó, llorando con
dulzura. “¿Para qué me preguntás lo que quiero si ya lo sabés perfectamente,
jetona?” contestó Ray: “La Pentax o la guita, quiero. Y cerrá esa navaja porque
te la voy a sacar y te voy a rebanar las-”. Entonces la muchacha se desabrochó
la camisa con mansa lentitud y le alcanzó la navaja a Ray, que no atinó a
agarrarla. “Dale” dijo Martine, sin parar de llorar: “Vení, si sos tan macho.
Si estás seguro que fui yo vení y haceme lo que quieras. O en todo caso
llamamos al milico que hay allá arriba y la denuncia la hago yo, no te
preocupes”.
Abel estaba hipnotizado por los pechos gigantes de la
muchacha: eran como su historia. Las lágrimas empezaban a reventar contra
aquellas medusas abandonadas sobre la arena y ya no tuve más remedio que
intentar llevarme a Ray de ahí lo antes posible. Él se dejó llevar sonriendo
extrañamente. En eso apareció Colette corriendo en camisón y empujó a la
muchacha para adentro y hasta le prestó un invalorable “abrazo de contención”
al Cordobés, que recién entonces empezó a aullar cómicamente el clásico Soltame
que lo mato a ese degenerado -mientras nosotros bajábamos para tratar de tragar
algo en el bar-tabac de la esquina.
ESA TARDE salimos a caminar largamente a través de la
madurez primaveral que aterciopelaba las islas, y Ray parecía haber recuperado
de golpe -como por arte de desgracia, pensé en cierto momento- su mejor humor
cínico. La divagación frente a las chimères de Nôtre-Dame fue más bien
rutinaria, sin embargo -aunque sobre el final haya tomado cierto matiz de
requiem que logró ensombrecer a Abel. “No hay caso, che: el ugandés estaría más
loco que una cabra pero sabía como una bestia de lo que le pidieras” sentenció
Ray: “¿Te acordás cómo me reventó la vida con lo que me leyó en la chambre 9?
Yo creo que desde ese día se me fueron las ganas de seguir con las gárgolas, te
juro”. “¿Te reventó tanto la vida, en serio?” preguntó Abel. Ray me miró de
reojo. “Mirá que tengo coartada, loco. No vayas a pensar mal de tu amada
víctima del alma” dijo bizqueando como un actor cómico: “Yo la noche del crimen
estaba en lo de Amelot morfando como un caballo y chupando Valpolicella: lo
sabía medio mundo. Y Amelot ya lo atestiguó en la Comisaría, además”. “Seguro”
dije: “Y mientras tanto alguien limpió a Sinclair y además te afanó la cámara:
todo de un saque, loco. Esa es mi teoría. Por eso es que descarto a la
cleptómana ¿entendés? Ella no pudo ser capaz de-“. “Acabala con Martine” sonrió
Ray: “Mejor no me la nombres más. Te invito con una cerveza, botija: nos
tomamos un demi en aquel boliche precioso de la otra isla y leemos la crónica
policial ¿qué te parece? Ya tiene que haber salido en todos los diarios con
lujo de detalles, el asunto. Y de la Pentax olvidate: hacé de cuenta de que me
la robé yo mismo para joderme del todo y chau. Mañana mismo me rajo a la tierra
del fume y en una semanita vuelvo hecho un campeón. Vos podés ver ganar a
Uruguay en la tele y animarte a llamar a la pendeja de una vez por todas y
hacerle de una vez por todas lo que ella quiere que le-”. “Pará” salté: “Yo no
te nombro más a la cleptómana pero vos no me nombrás más a la nena. Y menos
para decirme lo que tengo que hacer ¿tamo?”. “Tamo” hizo la venia Ray, mientras
empezábamos a caminar hacia el boliche de la esquina de la rue Saint-Louis en
L’île y la Jean-du-Bellay.
La cerveza estaba sensacional, pero las crónicas de
los diarios eran realmente insípidas. “Qué lo parió: qué falta de sensibilidad”
rezongó Abel después de haber mirado por última vez la foto donde Sinclair
saludaba -de la mano de Lilith- al público ateniense: “No era un muerto
cualquiera, me parece ¿no?”. “Es que estos días está el asunto del fóbal” dijo
Ray: “Y esas cosas se comen mucho espacio. Aunque te tengo que reconocer que el
loco no era un muerto cualquiera ni mucho menos, no: ¿a cuánta gente le parten
la cabeza con una cruz de oro puro de su propiedad?”. Entonces tiré el
cigarrillo y me crucé de brazos, igual que en el Renault del Inspector Bugeia.
“Eso no está en los diarios, che” dije lo más calmosamente posible: “¿Vos cómo
lo supiste?”. “Uh: eso lo sé hace tiempo. Me lo contó el pintor que se fue a
Saint-Tropez, me parece. O Amelot. No: fue el pintor, la noche antes de irse.
¿Y a vos quién te lo batió, si se puede saber?”. “Faruk” mentí -sintiéndome al
mismo tiempo traidor y cómplice del Inspector. “Sí, a la verdad que eso debía
saberlo medio mundo” dijo Ray apilando los diarios: “Hasta el animal del
Cosmósfero lo llegó a adivinar: ¿te acordás de aquella noche histórica -la del
enfrentamiento entre Jerusalén y Atenas?”. “Cierto” suspiró Abel, sacando un
cigarrillo: “Dejá que pago yo”. “No: hoy pago yo, botija” me atajó Ray, con
ojos inyectados: “Pero cuando vuelva de Holanda te toca pagar a vos ¿tamo?”.
Esa noche llamé por teléfono a Bugeia y después a
Bénédicte, durante un lapsus de corajuda desesperación: el Inspector estaba en
su casa, lamentablemente. Me confesó que no le venía mal suspender la clase, y
fue obvio que notó cómo me temblaba la voz porque se despidió con un “Portate
bien” igual a los de mi mamá. A continuación dialogué demasiado chapurrienta y
amable y prolongadamente con la mamá de Bénédicte (que no sólo me conocía de
nombre sino que me deseó buen trabajo con mi libro: tomá) porque la nena se
había ido al cine con unos amigos. Abel aprovechó la momentánea ausencia del
Bigote para pegarle una patada a la cabina telefónica y subió a despedirse de
Ray. No lo encontré. Como él pensaba salir de madrugada le dejé un papelito que
decía “Suerte, hermano” y me tomé un taxi para llegar a tiempo a la taberna.
Esa noche ni se hablaron con el Cordobés. Al otro día
tampoco -él se mudó temprano, aunque fue a lo de Lucio a ver los partidos.
Uruguay perdió con Holanda y Argentina con Polonia, y al llegar al hotel
constaté que la nena ni siquiera me había llamado por teléfono: el Papito me lo
aseguró mientras recortaba un artículo de l’Humanité
para mandar a l’île Maurice. De golpe alzó los ojos y me terminó de
pulverizar. “Sinclair era mi amigo. Venía siempre a mi casa” dijo: “Yo cocinaba
platos de mi país y le traía muchachas. ¿No querés venir a mi casa, esta
noche?”. “Te lo agradezco mucho, en serio. Pero tengo que laburar, Faruk” me
disculpé acariciándole la cabeza. Abel subió a su chambre pesadamente y antes
de tirarse a fumar vichó el fajo de la policial y supo que también eso estaba
muerto. Era un atardecer de sábado y Uruguay acaba de perder en su debut en
Münich y yo acababa de perder no solamente a Bénédicte sino a mi policial. Ahora
fumaba solo en una bohardilla de París, esperando por nada. “Pero todos tenemos
un lugar en el mundo, padre” pensé en voz alta: “Donde quiera que estemos. Y
algo que defender y algo que dejar hecho en el vientre del mundo. Padre. Creer
o reventar”.
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