DON JUAN, EL ZORRO
OCTOGESIMOSEXTA ENTREGA
Capítulo VIII
El sitio de la Mulita (17)
Reponiéndose de su
sofocación, abierta y apoyada contra la pared la tapa de un antiquísimo arcón,
se asomó dentro. A pesar de sus preocupaciones, quedó asombrado ante lo que
aparecía a sus ojos… y lo que seguía apareciendo en cuanto allí se revolvía un
poco. Meció la luz de un lado a otro. Había blancas y coloradas golillas de
seda, había engastados yesqueros, había espuelas con alzaprimas de plata y oro,
había relojes y cadenas enchapadas y macizas que rutilaron, había varios
puñales, había dos facones como estoques… Y debajo de esas prendas, una pistola
de dos caños también había. Todo lo que en la pulpería el gauchaje dejara en
caución cuando se pasaba en la jugada o en el mostrador, yacía dentro del arcón
inexorable, con mucha prolijidad acomodado.
El Aperiá mantuvo un
momento la contemplación, embelesado con tanta cosa linda como no había visto
nunca junta y como no vería nunca más, ya. Pero en seguida vuelto a la dura
realidad, pasó el candil a la joven, retiró la pistola, se cercioró de que
estaba cargada, y se la atravesó por delante. Luego, buscó entre los de más
abajo hasta dar con un saquito con balas, que con rapidez distribuyó en los
bolsillos del tirador y de la chaqueta; abandonó entre las prendas su
cuchillito cabo de guampa a cambio de una daga de excelente hoja. Pensó sacar
un puñalcito de plata y otro para la Mulita; pero al instante desistió,
meneando compungido la cabeza.
-Siempre es bueno… Para
el viaje ¿sabe? -enteró al bajar la pesada tapa del cedro, deseoso de que la
que detrás de él lo estaba mirando fijo, por nada del mundo fuera a sospechar
que había que admitir la posibilidad de una pelea -y si había pelea era sin
salvación- porque ¿qué podrían hacer ellos dos solos contra tantos? en cuanto hiciera
pie fuera del túnel.
¡Qué silencio, ahora, tan
tenso! Convertía en ruido el respirar de la Mulita, encima y detrás del Aperiá,
que se incorporaba y le dio el frente y quedó sin habla al verla. Estaba
rígida, la Mulita; rígida, los ojos dilatados y con un brillo en ellos más que
el de la fiebre; el brazo insistentemente alzado porque, sin necesidad ya,
mantenía siempre el candil en alto. La luz de este, ahora, dio de lleno,
también, y de cerca, en los ojos del Aperiá. Mas estos parpadearon como para
sacárselo de encima. Y a través de su aleteo y el encandilamiento, él percibió
más fijos y más dilatados aun aquellos dos vidrios en la cara de su compañera.
Al Aperiá también lo
invadió la angustia. Pero sacó energías de la piedad que le provocaba el susto
que tenía enfrente.
-¡No esté parada! Deje ya
el candil. Siéntese un rato, para descansar bien… -Y agregó, sonriendo apenas,
con un gran esfuerzo- …sientesé, que luego hemos de darle duro al talón.
Retirándole el candil de
la mano hecha goma, la tomó por el hombro, la condujo hacia su asiento, la
ayudó a sentarse. Pero no logró que, aunque más no fuese, un leve parpadeo
diera vida a aquellos ojos que nada miraban, como si su propia luz les pusiera
barrera.
-¡Sí -pensaba el Aperiá
-demasiado ha aguantado! ¡Está que no da más…! ¡Y pensar que ahora viene la más
fea!
Alzó la tapa de la
caldera para ver si había agua suficiente. Callado, después de arreglar con
lenta prolijidad el fuego, se puso a aprontar un amargo. Quería distraer a la Mulita
con sus movimientos y sin la perturbación de sus palabras, pues él no sabía
decirle ahora que, como a la espera de algún gran ocurrir, parecía haberse
detenido el tiempo, empecinado en no seguir su marcha mientras eso, el tal
acontecimiento, no fuera.
-¡Y pensar… la madeja que
se ha tejido para hacerla desaparecer; todas las fuerzas que han agolpado para
esta debilidá!
Como de hierro seguían
aquellos párpados: hierro que engarzara en su fijo círculo dos manchas de luz
ciega, inmóvil, malamente dura.
En el momento de
disponerse a llenar el mate, el Aperiá volvió a mirar a la Mulita. Achicándose
de congoja, vio cómo dos gruesas lágrimas pendían un momento y rodaban sin ser
enjuagadas. Entonces él se tornó para no ser advertido. Y con premura sacó su
pañuelito.
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