LA POESÍA DEL ALMA
ENAMORADA: SAN JUAN DE LA CRUZ
por Virginia Moratiel
(El vuelo de la lechuza /
12-12-2017)
Reza el fraile en
la celda monástica, compone versos y canta para consolarse.
He aquí un místico en estado de secuestro, y no de voluntaria reclusión. Esta
es la segunda vez que lo encarcelan. Por eso, sabe que nadie podrá acallarlo,
mucho menos las insidias e intrigas de los carmelitas calzados. Quizás no se
han dado cuenta de que Dios vive en él y él habita en Dios,
como la esponja en el mar. Aun cuando los monjes lo torturen azotándole uno
tras otro las espaldas con una vara y lo humillen obligándolo a comer de
rodillas ante ellos, nunca conseguirán que reniegue de la reforma de la Orden
mendicante hecha por esa monja exaltada y fundadora de conventos, su amiga Teresa de Ávila. Ni siquiera la llegada a
Toledo, de noche y con los ojos vendados, evitará su fuga de la prisión
descolgándose por la ventana minúscula. ¡Qué ingenuos! Nada podrá impedir que
los siglos venideros sigan escuchando su voz. Andando el tiempo, el hoy fraile
se convertirá en doctor de la Iglesia y patrono de los poetas en lengua
española, pues no es otro que san Juan de la Cruz.
En esa cárcel
estrecha, fría y tenebrosa, dio a luz los romances más hermosos, obras poéticas
y pedagógicas sobre el itinerario místico y el éxtasis, como el Cántico Espiritual, Noche oscura o
las Coplas del alma que pena por ver a Dios, con las
que pidió la muerte a fin de alcanzar una vida plena y gozosa en
unión con la fuente misma de todo ser:
Vivo sin vivir en mí,
y de tal manera espero,
que muero porque no muero.
En mí yo no vivo ya,
y sin Dios vivir no puedo;
pues sin él y sin mí quedo,
este vivir ¿qué será?
Mil muertes se me hará,
pues mi misma vida espero,
muriendo porque no muero.
Esta vida que yo vivo
es privación de vivir;
y así, es continuo morir
hasta que viva contigo.
Oye, mi Dios, lo que digo:
que esta vida no la quiero,
que muero porque no muero.
Sin duda,
fueron la fe, la nobleza de su alma y la fecundidad de su mundo interior los
principales apoyos para superar semejante situación de deshumanización y el
sufrimiento que inmerecidamente le tocó vivir, así como las tentaciones a las
que se vio expuesto en aquel momento. Precisamente por eso, frente a un reclamo
de sencillez, mansedumbre y pobreza como el suyo, uno no puede dejar de
preguntarse qué tiene la mística que siempre
resulta contestataria y por qué a los ojos de aquellos monjes su mensaje se convirtió en
apostasía. Lo primero a considerar es que la íntima unión espiritual con Dios
constituye una experiencia privada y, por tanto, cuestionable y de difícil
comunicación. Aunque su objetivo sea trascender la individualidad, la fuerza y
la convicción del éxtasis es tal, que esa perspectiva particular se transforma
en absoluta y, en ese sentido, alienta a la rebeldía. Desde el punto de vista
de los demás, aparenta ser una amenaza que encubre posturas disidentes de lo ya
establecido. Al margen de cualquier clase de intercesión, la práctica contemplativa consiste en un encuentro inmediato del
individuo con lo divino, en plena soledad, sin la intervención ni de
un sacerdote ni de una comunidad o iglesia, que perdone y vincule a todos con
Dios a través del amor. Por eso, a pesar de que la mística castellana sea un
fenómeno católico, tiende por estructura hacia el protestantismo y hasta podría
decirse que es su desenlace natural. En consonancia con el cristianismo
primitivo y también con la versión agustiniana del mismo, las enseñanzas
de Lutero reivindicaron que Dios anida en el corazón
de cada uno. Los pensamientos, los prejuicios intelectuales y el afán de
conceptualizar, más bien obstaculizan y no dejan sentir esa presencia de tú a
tú:
Entréme donde no supe,
y quedéme no sabiendo,
toda ciencia trascendiendo.
Yo no supe dónde estaba,
pero, cuando allí me vi,
sin saber dónde me estaba,
grandes cosas entendí;
no diré lo que sentí,
que me quedé no sabiendo,
toda ciencia trascendiendo.
De paz y de piedad
era la ciencia perfecta,
en profunda soledad
entendida, vía recta;
era cosa tan secreta,
que me quedé balbuciendo,
toda ciencia trascendiendo.
De este modo, la
vivencia mística parece escaparse a su determinación a través de la palabra.
Más bien hace enmudecer, dejando abierta sólo la vía de la teología negativa.
Sin embargo, no es este el camino seguido por san Juan de la Cruz. Él buscó la expresión, la comunicación de lo experimentado, y eligió
para ello la poesía, que, por esencia, pretende plasmar las
emociones, lo meramente subjetivo. Incluso intentó eludir la posible acusación
de subjetivismo, mostrando la racionalidad, el carácter objetivo de su
experiencia, mediante sendos comentarios sobre sus dos composiciones mayores
más famosas, con los que de alguna manera quiso reconducirlas hacia la
ortodoxia. No obstante, sus poemas se imponen por encima de cualquier
interpretación. Señalan una cumbre de la lírica universal,
que prueba el valor creador de la palabra, la capacidad del lenguaje poético
para reconfigurar simbólicamente una experiencia de suyo paradójica y
expresarla en su toda contradicción:
la noche sosegada
en par de los levantes del aurora,
la música callada,
la soledad sonora,
la cena que recrea y enamora
Así, la poesía mística se vuelve erótica y
toma los recursos de esta última, incluyendo la métrica: los versos
heptasílabos, usados por primera vez por Anacreonte para
expresar la sensualidad y describir el amor carnal, o los endecasílabos, de
utilización reciente en la España de entonces –por ejemplo, por Garcilaso de la Vega–, los mismos que dieron cuerpo a
la poesía cortesana renacentista en Italia (nacida del platonismo del Dolce Stil Nuovo de Guinizelli, Calvanti y Dante
Alighieri, remozada por Baltasar Castiglione). La simbólica y la concepción del
amor procede de esta misma tradición, además de la fuente puramente religiosa,
como es el Cantar de los Cantares o algunos
otros pasajes bíblicos y de la mística sufí, donde también
aparecen las figuras de los esposos, la llama o el vino, que alude a la
embriaguez mística. Todo ello, en un contexto creativo de absoluta
originalidad, que extrema los tropos literarios para llevarlos al límite,
intentando reflejar esa inasequible transposición de lo profano a lo divino. A
veces, las asociaciones resultan verdaderamente surrealistas, pero, en la
época, constituyen un preludio de lo que después hará el conceptismo. Así, la
palabra de san Juan de la Cruz adquiere un valor fundacional, ya que genera una
especie inédita de la lírica. Sus imágenes resultan osadas, desconcertantes y
hasta imposibles. Por ejemplo, cuando al comienzo de Tras un amoroso lance, la amante salta al abismo y, en
lugar de caer, vuela tan alto, tan alto, que da a la caza alcance; cuando en
el Cántico se la presenta como una cazadora herida
que, en realidad, ya ha sido atrapada por su presa; o cuando, en busca todavía
del amado, la imagen del rostro de ella se refleja en el estanque y tras sus
ojos se dibuja la mirada de él inscrita en las entrañas de la amante; o cuando,
ya a punto de desposarse, se describe con una espectacular sinécdoque cómo el
amado se prenda de uno solo de sus cabellos y hace entrar en él todo su ser; o
cuando, en respuesta a semejante compenetración, ella contempla al amado en ese
cabello y su imagen termina por convertirse en una llaga en el ojo de ella… Como
dice fray Juan en su comentario, Dios presta una atención incalculable al nimio
amor humano. El verdadero milagro es que lo máximo se instala en lo mínimo y,
además, es correspondido. Y lo verdaderamente genial es que para expresar
semejante complejidad se procede con sencillez, con economía de recursos
estilísticos y con la humildad del lenguaje común. En definitiva, se trata de
una belleza ingenua, clásica, con una gracia que arrebata y seduce al lector:
En sólo aquel cabello,
que en mi cuello volar consideraste,
mirástele en mi cuello,
y en él preso quedaste,
y en uno de mis ojos te llagaste.
El famoso símbolo
de la noche oscura resulta polifacético por los
significados así como por las valoraciones, ya que se encuentra en el inicio,
en el tránsito y en la meta del itinerario místico. Por una parte,
representa la experiencia de purificación mediante
la cual el alma consigue despegarse de lo sensible y controlar sus pasiones e
instintos gracias al ascetismo. Esto la deja en situación de desnudez espiritual, despojada de todo aquello que le
impide alcanzar plena libertad y dispuesta para ascender por la escala mística
hacia el encuentro con Dios. Camuflada con el traje tricolor de las virtudes
teologales –según dice el comentario–, pasa desapercibida a los enemigos que
intentan esclavizarla: el mundo, la carne y el demonio.
La inmersión en esta noche de desasimiento, tanto de las cosas como de las
personas, supone esfuerzo y dolor, pero, una vez emprendida la fuga y aquietado
el cuerpo, se transforma en fuente de gozo y alegría. No sólo ofrece seguridad.
Vale también de guía, porque en su centro hay luz y no oscuridad. Ésta sirve
más bien para resaltar la llama del amor viva, en cuya busca ha salido el alma.
De ahí que el amor divino incendie, aligere y eleve espiritualmente:
En una noche oscura
con ansias, en amores inflamada,
¡oh dichosa ventura!
salí sin ser notada,
estando ya mi casa sosegada.
A oscuras, y segura,
por la secreta escala disfrazada,
¡Oh dichosa ventura!
a oscuras, y en celada,
estando ya mi casa sosegada.
En la noche dichosa
en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz y guía,
sino la que en el corazón ardía.
Aquesta me guiaba
más cierto que la luz del mediodía,
adonde me esperaba
quien yo bien me sabía,
en parte donde nadie parecía.
En el encuentro mismo con el amado la
noche reaparece, cuando con su mano serena hiere el cuello y suspende los
sentidos del alma para abrirla a la luz auténtica, a una experiencia inefable
de entrega y desasimiento. En este contexto, la oscuridad es exceso de luz que
deslumbra, el rayo de tiniebla:
Quedeme, y olvideme,
el rostro recliné sobre el Amado,
cesó todo, y dejeme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.
Otro registro muy
diferente se da cuando el símbolo expresa el sentimiento de abandono de Dios,
surgido a raíz de las penas injustas que depara la existencia, como podría
haber sido para san Juan de la Cruz el nefasto trance de Toledo. Entonces
representa la oscuridad en la que uno se desorienta y se pierde, donde corroen
el abatimiento, la angustia y la ansiedad ante la ausencia del amado, que gusta
de ocultarse cuando más se lo necesita y se lo desea, como un deus absconditus sólo alcanzable en la
profundidad de uno mismo:
¿Adónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
habiéndome herido;
salí tras ti clamando, y eras ido.
Pero lo que más
maravilla de la poesía de san Juan de la Cruz es que se puede ser ateo y
emocionarse hasta el tuétano con ella: basta identificarse con un alma enamorada. Y esto es así, porque en sus versos
no se describe el amor humano maduro, el que sabe de límites y de respeto, sino
una fase del mismo: la del enamoramiento, ese deseo impostergable que
quema desde las entrañas y ansía la fusión total, difuminando las
fronteras entre el Yo y el objeto de su anhelo. Su potencia nos conmueve
profundamente y nos embarga de nostalgia, porque apunta a la perfecta
simbiosis, la que retrotrae al vínculo intrauterino: pletórico de paz y de
abundancia, anterior a la formación de la conciencia, sin distingos entre lo
interior y lo exterior. No en vano Freud definió
la fe religiosa como un sentimiento oceánico, de indisoluble comunión e
inseparable pertenencia a la totalidad del mundo exterior y, en este sentido,
como un retorno al origen. Bellos como pocos, en estos versos resuena el
amor-pasión, la entrega absoluta en la que el alma misma se pierde y
se enajena en el otro permitiéndole que le dé sentido. Se ofrece desnuda y en
total desamparo, pero sabiendo que sólo podrá triunfar eternamente en la
reciprocidad de su donación… sólo si el compañero no necesita nada, porque es
un dios.
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