G.
K. CHESTERTON (1874 – 1936)
EL
HOMBRE QUE FUE JUEVES
(PESADILLA)
Traducción
y prólogo de ALFONSO REYES
VIGESIMOQUINTA ENTREGA
CAPÍTULO
OCTAVO (5)
EL
PROFESOR SE EXPLICA (5)
La nieve había
comenzado a fundirse en charcos de lodo; aquí y allá, entre las tinieblas,
brillaban los últimos manchones más grises que blancos. Los callejones estaban
encharcados y resbaladizos; en el suelo se reflejaban irregularmente las luces
de los faroles, como fragmentos de otro mundo despedazado. Por entre esta
confusión de luces y sombras, Syme se adelantaba como un sonámbulo; pero su
compañero caminaba activamente hacia el extremo de la calle, donde un trozo
iluminado del río fingía como un muro de llamas.
-¿A dónde va usted? -preguntó
Syme.
-A asomarme por la
calle, para ver si el Dr. Bull se ha recogido ya. Tiene costumbres higiénicas: se acuesta temprano.
-¿Y vive por aquí el
Dr. Bull?
-No; queda todavía algo
lejos, al otro lado del río. Pero desde aquí podemos ver si se ha recogido. -Y
volviendo la calle, señaló con su bastón a la otra orilla del río, donde los
reflejos bailaban entre sombras. Allí, al otro lado del Támesis, en Surrey, se
alza amenazante un hacinamiento de altos edificios, bultos negros salpicados de
ventanillas iluminadas, que parecen por su desconsiderada altura chimeneas de
fábrica; uno de aquellos edificios, por su aspecto y disposición, parecía una
torre de Babel con cien ojos. A Syme, que nunca había visto los rascacielos
americanos, aquello le pareció cosa de sueño.
De pronto, la lucecita
más alta de aquella torre de mil luces se extinguió: el negro Argos le hacía
señas, guiñándole uno de sus ojos innumerables.
El Profesor de Worms
giró sobre sus talones, y exclamó dándose con su bastón un golpecito en las
botas:
-Llegamos tarde. El
higiénico Doctor acaba de meterse en la cama.
-¿Cómo? ¿Vive allá
arriba?
-Sí -afirmó de Worms-.
Detrás de aquella ventana que ya no puede usted ver. Venga usted. Vamos a
cenar. Mañana por la mañana volveremos.
Y, sin más, lo condujo
por el dédalo de calles hasta desembocar en la iluminada y clamorosa East India
Dock Road. El Profesor, por lo visto, conocía bien el barrio. Se dirigió a un
sitio donde la iluminación de las casas de comercio se interrumpía en una
abrupta masa de silencio y quietud. Allí, a unos veinte pasos de la avenida,
había una fonda blanca y destartalada. El Profesor explicó:
-Quedan todavía algunas
buenas fondas inglesas, de casualidad, como verdaderos fósiles. Yo me encontré
un día una excelente en West End.
-Y supongo -sonrió
Syme- que ésta será la correspondiente a este otro extremo de la ciudad.
-Precisamente -asintió
el Profesor con reverencia.
Entraron. Cenaron, y
allí mismo pasaron la noche con un sueño reparador. Las judías y el jamón que
tan bien sabía guisar aquella curiosísima gente, la inexplicable aparición del
Borgoña que sus bodegas ocultaban, produjeron en Syme una efusión de
cordialidad y bienestar. Su mayor tormento en todas aquellas aventuras había
sido el sentirse solo. Entre aquella soledad y su situación actual en compañía
de un aliado, había un abismo. Digan en buena hora las matemáticas que cuatro
es igual a dos por dos; pero no pretendan que dos es igual a dos por uno: dos
es igual a uno multiplicado por dos mil. Por eso, no obstante sus muchas
desventajas, las sociedades van a parar siempre en la monogamia.
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