19/3/14


G. K. CHESTERTON (1874 – 1936)


EL HOMBRE QUE FUE JUEVES
(PESADILLA)


Traducción y prólogo de ALFONSO REYES


VIGESIMOQUINTA ENTREGA


CAPÍTULO OCTAVO (5)


EL PROFESOR SE EXPLICA (5)



La nieve había comenzado a fundirse en charcos de lodo; aquí y allá, entre las tinieblas, brillaban los últimos manchones más grises que blancos. Los callejones estaban encharcados y resbaladizos; en el suelo se reflejaban irregularmente las luces de los faroles, como fragmentos de otro mundo despedazado. Por entre esta confusión de luces y sombras, Syme se adelantaba como un sonámbulo; pero su compañero caminaba activamente hacia el extremo de la calle, donde un trozo iluminado del río fingía como un muro de llamas.


-¿A dónde va usted? -preguntó Syme.


-A asomarme por la calle, para ver si el Dr. Bull se ha recogido ya. Tiene costumbres  higiénicas: se acuesta temprano.


-¿Y vive por aquí el Dr. Bull?


-No; queda todavía algo lejos, al otro lado del río. Pero desde aquí podemos ver si se ha recogido. -Y volviendo la calle, señaló con su bastón a la otra orilla del río, donde los reflejos bailaban entre sombras. Allí, al otro lado del Támesis, en Surrey, se alza amenazante un hacinamiento de altos edificios, bultos negros salpicados de ventanillas iluminadas, que parecen por su desconsiderada altura chimeneas de fábrica; uno de aquellos edificios, por su aspecto y disposición, parecía una torre de Babel con cien ojos. A Syme, que nunca había visto los rascacielos americanos, aquello le pareció cosa de sueño.


De pronto, la lucecita más alta de aquella torre de mil luces se extinguió: el negro Argos le hacía señas, guiñándole uno de sus ojos innumerables.


El Profesor de Worms giró sobre sus talones, y exclamó dándose con su bastón un golpecito en las botas:


-Llegamos tarde. El higiénico Doctor acaba de meterse en la cama.


-¿Cómo? ¿Vive allá arriba?


-Sí -afirmó de Worms-. Detrás de aquella ventana que ya no puede usted ver. Venga usted. Vamos a cenar. Mañana por la mañana volveremos.


Y, sin más, lo condujo por el dédalo de calles hasta desembocar en la iluminada y clamorosa East India Dock Road. El Profesor, por lo visto, conocía bien el barrio. Se dirigió a un sitio donde la iluminación de las casas de comercio se interrumpía en una abrupta masa de silencio y quietud. Allí, a unos veinte pasos de la avenida, había una fonda blanca y destartalada. El Profesor explicó:


-Quedan todavía algunas buenas fondas inglesas, de casualidad, como verdaderos fósiles. Yo me encontré un día una excelente en West End.


-Y supongo -sonrió Syme- que ésta será la correspondiente a este otro extremo de la ciudad.


-Precisamente -asintió el Profesor con reverencia.



Entraron. Cenaron, y allí mismo pasaron la noche con un sueño reparador. Las judías y el jamón que tan bien sabía guisar aquella curiosísima gente, la inexplicable aparición del Borgoña que sus bodegas ocultaban, produjeron en Syme una efusión de cordialidad y bienestar. Su mayor tormento en todas aquellas aventuras había sido el sentirse solo. Entre aquella soledad y su situación actual en compañía de un aliado, había un abismo. Digan en buena hora las matemáticas que cuatro es igual a dos por dos; pero no pretendan que dos es igual a dos por uno: dos es igual a uno multiplicado por dos mil. Por eso, no obstante sus muchas desventajas, las sociedades van a parar siempre en la monogamia. 

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