JUAN
RULFO (1917 – 1986)
PEDRO
PÁRAMO
VIGESIMOCTAVA ENTREGA
Los vientos siguieron
soplando todos esos días. Esos vientos que habían traído las lluvias. La lluvia
se había ido; pero el viento se quedó. Allá en los campos la milpa oreó sus
hojas y se acostó sobre los surcos para defenderse del viento. De día era pasadero;
retorcía las yedras y hacía crujir las tejas en los tejados; pero de noche
gemía, gemía largamente. Pabellones de nubes pasaban en silencio por el cielo
como si caminaran rozando la tierra.
Susana San Juan oye el golpe del viento contra la
ventana cerrada. Está acostada con los brazos detrás de la cabeza, pensando,
oyendo los ruidos de la noche; cómo la noche va y viene arrastrada por el soplo
del viento sin quietud. Luego el seco detenerse.
Han abierto la puerta.
Una racha de aire apaga la lámpara. Ve la oscuridad y entonces deja de pensar.
Siente pequeños susurros. En seguida oye el percutir de su corazón en
palpitaciones desiguales. Al través de sus párpados cerrados entrevé la llama
de la luz.
No abre los ojos. El
cabello está derramado sobre su cara. La luz enciende gotas de sudor en sus
labios. Pregunta:
-¿Eres tú, padre?
-Soy tu padre, hija mía.
Entreabre los ojos.
Mira como si cruzara sus cabellos una sombra sobre el techo, con la cabeza
encima de su cara. Y la figura borrosa de aquí enfrente, detrás de la lluvia de
sus pestañas. Una luz difusa; una luz en el lugar del corazón, en forma de
corazón pequeño que palpita como llama parpadeante. «Se te está muriendo el
corazón -piensa-. Ya sé que vienes a contarme que murió Florencio; pero eso ya
lo sé. No te aflijas por los demás; no te apures por mí. Yo tengo guardado mi
dolor en un lugar seguro. No dejes que se te apague el corazón.»
Enderezó el cuerpo y lo arrastró hasta donde estaba
el padre Rentería.
-¡Déjame consolarte con
mi desconsuelo! -dijo, protegiendo la llama de la vela con sus manos.
El padre Rentería la
dejó acercarse a él; la miró cercar con sus manos la vela encendida y luego
juntar su cara al pabilo inflamado, hasta que el olor a carne chamuscada lo
obligó a sacudirla, apagándola de un soplo.
Entonces volvió la
oscuridad y ella corrió a refugiarse debajo de sus sábanas. El padre Rentería
le dijo:
-He venido a confortarte, hija.
-Entonces adiós, padre -contestó ella-. No vuelvas.
No te necesito.
Y oyó cuando se
alejaban los pasos que siempre le dejaban una sensación de frío, de temblor y
miedo.
-¿Para qué vienes a verme, si estás muerto?
El padre Rentería cerró la puerta y salió al aire de
la noche.
El viento seguía soplando.
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