23/3/14

JUAN RULFO (1917 – 1986)

PEDRO PÁRAMO

VIGESIMOCTAVA ENTREGA


Los vientos siguieron soplando todos esos días. Esos vientos que habían traído las lluvias. La lluvia se había ido; pero el viento se quedó. Allá en los campos la milpa oreó sus hojas y se acostó sobre los surcos para defenderse del viento. De día era pasadero; retorcía las yedras y hacía crujir las tejas en los tejados; pero de noche gemía, gemía largamente. Pabellones de nubes pasaban en silencio por el cielo como si caminaran rozando la tierra.


Susana San Juan oye el golpe del viento contra la ventana cerrada. Está acostada con los brazos detrás de la cabeza, pensando, oyendo los ruidos de la noche; cómo la noche va y viene arrastrada por el soplo del viento sin quietud. Luego el seco detenerse.


Han abierto la puerta. Una racha de aire apaga la lámpara. Ve la oscuridad y entonces deja de pensar. Siente pequeños susurros. En seguida oye el percutir de su corazón en palpitaciones desiguales. Al través de sus párpados cerrados entrevé la llama de la luz.


No abre los ojos. El cabello está derramado sobre su cara. La luz enciende gotas de sudor en sus labios. Pregunta:


-¿Eres tú, padre?


-Soy tu padre, hija mía.


Entreabre los ojos. Mira como si cruzara sus cabellos una sombra sobre el techo, con la cabeza encima de su cara. Y la figura borrosa de aquí enfrente, detrás de la lluvia de sus pestañas. Una luz difusa; una luz en el lugar del corazón, en forma de corazón pequeño que palpita como llama parpadeante. «Se te está muriendo el corazón -piensa-. Ya sé que vienes a contarme que murió Florencio; pero eso ya lo sé. No te aflijas por los demás; no te apures por mí. Yo tengo guardado mi dolor en un lugar seguro. No dejes que se te apague el corazón.»


Enderezó el cuerpo y lo arrastró hasta donde estaba el padre Rentería.


-¡Déjame consolarte con mi desconsuelo! -dijo, protegiendo la llama de la vela con sus manos.


El padre Rentería la dejó acercarse a él; la miró cercar con sus manos la vela encendida y luego juntar su cara al pabilo inflamado, hasta que el olor a carne chamuscada lo obligó a sacudirla, apagándola de un soplo.


Entonces volvió la oscuridad y ella corrió a refugiarse debajo de sus sábanas. El padre Rentería le dijo:


-He venido a confortarte, hija.


-Entonces adiós, padre -contestó ella-. No vuelvas. No te necesito.


Y oyó cuando se alejaban los pasos que siempre le dejaban una sensación de frío, de temblor y miedo.


-¿Para qué vienes a verme, si estás muerto?


El padre Rentería cerró la puerta y salió al aire de la noche.



El viento seguía soplando. 

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