JULIA KRISTEVA
LOS NUEVOS DOLORES DEL ALMA
por Franco Marcoaldi
Al cruzar el portón de la casa
parisina de Julia Kristeva, pienso en la feminista ultra-luchadora, en la joven
redactora de la revista de vanguardia Tel Quel, en la inquieta psicoanalista y
estudiosa de semiótica amiga de Foucault, de Barthes, de Derrida... Y luego me
encuentro con una bella señora setentona, que sin renegar efectivamente de ese
pasado, está recorriendo itinerarios que se han enriquecido con nuevos matices.
“Nuestra herencia cultural es doble. Por un lado el cristianismo, por el
otro la Ilustración, ruptura irreversible de la civilización europea. Sobre
todo aquí en Francia: patria de la revolución francesa y de los derechos del
hombre. En el momento en que la noción de pecado pierde sentido para la parte
secularizada de la población persiste la gran preocupación sobre el significado
de la ética laica. Lo demuestra muy bien el dilema del actual gobierno francés,
que se pregunta si es justo enseñar una moral laica o defender más bien una
enseñanza laica de la moral. Dado que un sistema de reglas prefabricado que
funcione bien para todos es ahora impensable. Se trata, pues, de reconocer la
especificidad de la vida interior de cada uno y consecuentemente encontrar la
versión singular, personal, de esas reglas.”
De modo que, para usted, la idea de límite puede ser salvaguardada sólo
mediante un cruce entre la tradición religiosa y la modernidad laica.
Absolutamente. El nuevo humanismo pasa por una reevaluación permanente
de todos los códigos morales de la humanidad, incluido el de la religión que
nos precede. Esa herencia no puede dejarse en manos del Frente Nacional o las
distintas formas de integrismo. Es necesario que en las escuelas se enseñe
historia de la religión, para encaminarse, no hacia un sistema de reglas
absolutas, sino hacia una interrogación ininterrumpida de la tradición.
Interrogación que también debe valer para los legados de la revolución de las
Luces. Ese período produjo una nueva libertad, hasta entonces impensable: tanto
del pensamiento como del cuerpo, contra los diferentes dogmatismos religiosos y
de clase. Pero pudimos experimentar también los riesgos inscriptos en esa
libertad. Pienso en las consecuencias de una liberación burguesa que desembocó
primero en el terror y después en el colonialismo; de un tercermundismo que a
menudo abrió las puertas al fundamentalismo religioso. Y pienso también en un
feminismo a gran escala, que pese a ser generoso, es incapaz de afrontar muchas
exigencias singulares, empezando por la experiencia de la maternidad. Nietzsche
dice que es necesario poner un gran punto de interrogación sobre todas las
cuestiones más serias que se nos presentan. Volviendo a nuestro caso: ¿qué es
el pecado? ¿Qué es la transgresión? ¿Qué es la negación de la norma? ¿Qué es la
rebelión? Así como es necesario volver a interrogarse sobre la idea de
autoridad.
Justamente respecto de ese punto. ¿Quién tiene hoy autoridad para
establecer el límite que no se puede sobrepasar?
No puedo afirmar que esté desapareciendo el concepto de límite. Le doy
un ejemplo concreto que tiene que ver justamente con la figura de la autoridad.
Vivimos en una suerte de entusiasmo romántico ligado al enorme desarrollo de la
ciencia médica, en base al cual, por ejemplo, la vieja figura del padre ya no
parece ser indispensable. Bien. Eso no quita que un niño, para crecer, necesite
de todos modos separarse pasional y sensorialmente de la madre. Y para que eso
ocurra, debe intervenir una autoridad que le imponga límites. Ese papel podrá
ser interpretado, no sé, por el padre genético, por el abuelo materno, por un
maestro..., o por un psicoanalista, si ese niño no aprende la idea de límite.
Pero ciertamente ese pasaje no podrá ser eludido. Porque precisamente nosotros,
herederos de la Ilustración y de las ciencias humanas, sabemos bien que una persona,
para llegar a ser adulta, necesita “estructurarse”, por ende apoyarse en una
norma. No para cumplir con las voluntades de una iglesia o de cualquier forma
de confesionalidad, sino por una necesidad psíquica. La autoridad en la que
pienso estará fundada en un saber plural y en diversas formas de experiencia,
de modo que será capaz de adaptarse a cada individuo.
Quizá para nosotros los laicos europeos las cosas se complican por el
fundamento religioso de la moral. Es distinto el caso de las sociedades
orientales que tienen fundamentos laicos autónomos: pienso en el confucianismo.
No estoy tan segura de que la mezcla de la herencia
greco-judeo-cristiana combinada con la Ilustración nos vuelva más impotentes en
relación a otras situaciones. Al contrario, creo que en esa encrucijada están
inscriptas potencialidades de las que no estamos suficientemente orgullosos. Si
Europa está así en crisis y en el fondo deprimida es porque no ha utilizado la
mejor carta que tiene a su disposición: la cultura. Ya Duns Scoto, en el siglo
XIII, hablaba de la verdad como de algo que no pertenece ni a categorías
abstractas ni a la opacidad de la biología, sino de la haecceidad (Deleuze
plantea la haecceidad como un principio de individuación en un
plano unívoco de inmanencia. Para Deleuze, las expresiones singulares del plano
son haecceidades y están lejos de representar una cosa o un sujeto), el “esto”.
En cada uno hay una chispa de excepción: y allí se busca la verdad. Ese es el
verdadero mensaje europeo, ajeno tanto a la cultura china como a la árabe.
Desde el 68, desde los años del maoísmo, me he mantenido en contacto permanente
con la cultura china. Una cultura que gracias a la mezcla de taoísmo y
confucianismo ha producido una adaptabilidad extraordinaria al cosmos, a la
naturaleza, al flujo de la vida; una sociedad donde los mejores legados
confucianos garantizan el respeto por la tradición. No obstante, frente a la
explosión de la demanda de derechos individuales, son ellos los que se
encuentran en dificultades. E identifican en la cultura europea el modelo a
seguir.
Si se lesiona la idea de límite, también termina la idea de
transgresión. En ese punto, ¿no pierde sentido también el clásico mito de Don
Juan?
Todos sabemos que cierto feminismo, sobre todo estadounidense, se
movilizó contra el hombre seductor, al que todo le está permitido, y que evoca
justamente el mito del Don Juan. En muchos sentidos fue y es una batalla
absolutamente justa, como lo demuestran todavía demasiados casos en los cuales
hombres de poder imponen sus deseos a las mujeres con una agresividad notable.
Pero las consecuencias fueron dos: por un lado, una crisis cada vez más
evidente de la virilidad, con el hombre occidental oscilando entre impotencia y
violencia; por el otro la negación de la seducción, elemento imprescindible del
erotismo.
En ese escenario, ¿cuáles son las nuevas “enfermedades del alma”, para
usar una expresión suya de hace unos años?
Las ligadas al debilitamiento de la familia, de la escuela, en general
de los lugares de integración. Sin contar con el papel creciente de la imagen,
que reemplaza al lenguaje y hace que el hombre parlante se vuelva cada vez
menos parlante. Mientras tanto, el sistema de comunicación cubre ya todo el
campo visual bajo una inmensa tela superficial, en detrimento de la
profundidad, del fuero interior. Y en ese vacío creciente, en esa condición de
desadaptación definida en términos psicoanalíticos como “de-liaison”, que
penetra con éxito en cada forma de integrismo, a través de una suerte de
capitalización de las pulsiones de muerte enviadas a los chicos “enfermos de
idealismo”. Quienes dejan de reconocer no sólo la diferencia entre bien y mal,
sino también entre adentro y afuera, entre el sí mismo y el otro. En ese punto,
también el límite de la muerte pierde sentido”.
Por una parte, el tradicionalismo religioso, por otra el nihilismo que
avanza: no parece haber mucho espacio para un nuevo humanismo.
Yo por el contrario pienso que hay espacio. En la época de la
globalización, no se enfrentan solamente distintas lenguas y religiones, sino
también distintas morales. Para nosotros la tarea es entretejer una suerte de
manto de Arlequín, una especie de puente ideal entre los códigos morales de
cada uno. La humanidad ya no se nos aparece como un universo, sino como un
multiverso, y en esto me apoyo en la astrofísica y la teoría de la
proliferación de los universos posibles. Por eso, hablo del Manto de Arlequín
como de una función social y normativa, a la que debe corresponder la misma
relectura de la tradición y de su concepción de límite. Al final de su Crítica
de la razón pura , Kant entrevé la posibilidad de un corpus mysticum
de seres racionales, en el cual el Yo y su libre albedrío se reúnen con algo
totalmente distinto de sí. Es mucho más que el reclamo del desgastado concepto
de solidaridad. Es una incitación a entrar en contacto con el otro, a
comprenderlo, salvaguardando su singularidad, su excepción. Para lograrlo, es
indispensable crear una nueva clase de pioneros del humanismo, dispuestos a
librar la batalla de una negociación inagotable entre las diferencias.
©La Repubblica
Traducción de Cristina Sardoy
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