MARLO MORGAN
LAS VOCES DEL
DESIERTO
VIGESIMOCUARTA ENTREGA
20
Dulce de hormigas
(1)
El sol brillaba con una fuerza tan abrasadora que no podía abrir los ojos
por completo. El sudor, producido por todas y cada una de las células de mi
piel, corría en riachuelos por los pliegues de mi cuerpo hasta mojarme los
muslos cuando se rozaban al andar. Hasta los empeines de los pies me sudaban.
Jamás había visto cosa igual; eso quería decir que habían perdido la comodidad
de los cuarenta grados y que estábamos sufriendo temperaturas altísimas.
También las plantas de mis pies soportaban una extraña transformación. Tenía ampollas
desde los dedos hasta el talón, de lado a lado, pero las ampollas se habían
formado bajo la superficie de ampollas anteriores; los tenía como muertos.
Mientras caminábamos, una mujer desapareció en el desierto y volvió poco
después con una enorme hoja de un intenso verde, que tenía medio metro de ancho
aproximadamente. Yo no vi planta alguna por los alrededores de la que pudiera
proceder aquella hoja, nueva y sana. Todo lo que nos rodeaba era pardo, seco y
quebradizo. Nadie preguntó de dónde la había sacado. La mujer se llamaba
Portadora de Felicidad; su talento en la vida consistía en organizar juegos.
Esa noche iba a encargarse de las actividades participativas y dijo que jugaríamos
al juego de la creación.
Tropezamos con un hormiguero de grandes hormigas, probablemente de dos centímetros
y medio de longitud, con un extraño centro dilatado. «¡Te va a encantar su sabor!»,
me dijeron. Las criaturas iban a ser honradas como parte de nuestra comida. Son
una variedad de la hormiga de miel cuyos vientres dilatados contienen una
sustancia dulce de un sabor parecido al de la miel. No llegan nunca a ser tan
grandes como las que habitan en terrenos más próximos a una profusa vegetación,
ni tienen un sabor tan dulce. Tampoco su miel es una sustancia pegajosa y
densa, ni de un intenso color amarillo como la de las abejas. Más bien parece
que hayan extraído la sustancia del calor incoloro y del viento de los contornos.
Probablemente aquellas hormigas eran lo más parecido a una golosina que la tribu
haya llegado a conocer. Extienden los brazos para que las hormigas trepen por
ellos, y luego se meten las manos en la boca para comérselas. Por su expresión,
las hormigas tenían un sabor delicioso. Yo sabía que tarde o temprano iban a
pensar que había llegado el momento de que las probara, así que decidí tomar la
iniciativa. Cogí sólo una y me la metí en la boca.
El truco consistía en triturar el insecto con los dientes y disfrutar
del dulzor, no tragárselo de golpe. Yo no conseguí hacer ninguna de las dos
cosas. No pude tragarme aquellas patas que se retorcían alrededor de mi lengua,
y además la hormiga se me subía por las encías. Más tarde, cuando ya habíamos
encendido el fuego, mis compañeros enterraron las hormigas en las brasas
cubiertas por hojas. Cuando estuvieron cocinadas, chupé la superficie de las
hojas como si fuera una chocolatina derretida en el envoltorio. Para cualquiera
que no hubiera comido nunca miel de azahar, probablemente serían un festín. Sin
embargo, en la ciudad no tendrían demasiado éxito.
Esa noche, Mujer de los Juegos partió la hoja en pedazos. No los contó
en el sentido convencional que nosotros le damos a la palabra, pero utilizó su
propio método para que todos recibiéramos nuestro trozo. Mientras ella
trajinaba con la hoja, nosotros hacíamos música y cantábamos. Después empezó el
juego.
La primera pieza se depositó sobre la arena, mientras proseguían los
cánticos. A ésta le siguieron otras hasta que paró la música. Observamos
entonces el dibujo formado como un rompecabezas. A medida que se colocaban más
piezas sobre la arena, comprendí que las reglas permitían mover cualquier pieza
si uno creía que la suya encajaba mejor en otro sitio.
No había turnos específicos. En realidad se trataba de un juego
colectivo sin afán competitivo. Pronto se completó la parte superior de la hoja,
que recuperó su forma original. En ese momento nos felicitamos todos
mutuamente, nos estrechamos las manos, nos abrazamos y nos pusimos a dar
vueltas. Todos habían participado en el juego, que aún estaba a medias.
Nos concentramos de nuevo en completar la tarea. Yo me acerqué al
rompecabezas y coloqué mi pieza. Después me acerqué de nuevo, pero no distinguí
cuál era la mía, así que volví y me senté. Outa me leyó el pensamiento y dijo:
«No pasa nada. Sólo parece que los trozos de hoja están separados, igual que
las personas parecen separadas, pero todos somos uno. Por eso es el juego de la
creación».
Outa tradujo también las palabras de los demás: «Ser uno no significa
que todos seamos el mismo. Cada ser es único. No hay dos que ocupen el mismo
lugar. De igual manera que la hoja necesita de todos los trozos para
completarse, cada espíritu tiene su lugar especial. Las personas intentan a
veces cambiar de lugar, pero al final cada cual regresa al que le corresponde.
Algunos de nosotros buscamos un camino recto, mientras que a otros les gusta la
monotonía de trazar círculos».
Noté entonces que todos ellos me estaban mirando, y por mi mente cruzó
la idea de levantarme y acercarme al dibujo. Cuando lo hice, sólo quedaba un
espacio vacío y el trozo de hoja correspondiente se hallaba a unos centímetros,
en el suelo. Al colocar la última pieza del rompecabezas, un grito de júbilo
quebró el silencio y resonó en la inmensidad del espacio abierto que rodeaba a
nuestro pequeño grupo.
A lo lejos, unos dingos alzaron los hocicos puntiagudos y aullaron al
cielo de negro terciopelo salpicado por los destellos de los diamantes
celestes.
«Tú lo has acabado y eso confirma tu derecho a este viaje -continuó
Outa-. Nosotros recorremos un camino recto en la Unidad. Los Mutantes tienen
muchas creencias; ellos dicen que vuestras costumbres no son las mías, que
vuestro salvador no es mi salvador, que vuestra eternidad no es la mía. Pero la
verdad es que toda la vida es una. Sólo hay un juego. Sólo hay una raza y
muchos tonos diferentes. Los Mutantes discuten sobre el nombre de Dios, sobre qué
edificio, qué día, qué ritual. ¿Vino El a la Tierra? ¿Qué significan sus
historias? La verdad es la verdad. Si hieres a alguien, te hieres a ti mismo.
Si ayudas a alguien, te ayudas a ti mismo. La sangre y los huesos los
encuentras en todos los hombres. En lo que difieren es en el corazón y la
intención. Los Mutantes piensan sólo en los cien años inmediatos, en sí mismos,
separados unos de otros. Los Auténticos pensamos en la eternidad. Todo es uno, nuestros
antepasados, nuestros nietos no nacidos, la vida toda en todas partes.»
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