JORGE
LIBERATI
especial
para elMontevideano Laboratorio de Artes
EL
VERDADERO OBJETIVO
Los mejores programas, los mejores docentes,
la mejor administración, el presupuesto más caudaloso, el gobierno que sea más sensible
ante las carencias del pueblo, todo esto es deseable para la educación. Pero,
¿qué hacer con ello? El camino es directo, y es difícil encontrarlo si se da el
caso, como se da, de no haber permanecido en él en el tiempo, de haberse
perdido el rumbo. No por razón de algún cataclismo, por un desastre, peripecia
grave, social, política, económica, sino por simple descuido, por encontrarse
anticuada, fuera de época, decimonónica, libresca. Homero, Platón, San Agustín,
Bacon, Leonardo, Lavoisier, Kant, Schiller, ¿para qué sirven? ¿Y las Cruzadas?
¿El tratado de Versalles? ¿De qué sirve al joven estudiar la célula, la caída
de los cuerpos? La sociedad ha cambiado y exige otros conocimientos. Esta es la
fatídica conclusión, puesto que, ingenuamente, se ha supuesto que los temas de
estudio están ahí como fines en sí mismos, como objetos de aprendizaje y
erudición.
Si fuera así, sería completa verdad que no
sirven para nada. Pero no es así. Están ahí sólo como medios para alcanzar otro fin, el conocimiento, el enterarse
de cómo es el mundo, el saber qué es el personaje genéricamente llamado hombre, qué le espera a este personaje cuando
nace a la vida, en qué lugar del universo tiene lugar su existencia. Ese conocimiento es el fin, la
amplitud mental a que da lugar, la preparación imprescindible para pensar como
condición previa para hacer, crear, construir. Se trata del conocimiento
propio, del individuo en su esfera consciente, conocimiento que necesitará
desde el momento en que dé los primeros pasos. No podrá depender sólo del otro
conocimiento, el de la civilización, el de la sociedad que le estará esperando
con todas sus dádivas. No podrá se un usuario sin dar nada; no podrá cosechar
sin plantar, no obtendrá nada verdadero si no pone su verdad personal, su grano de arena. No logrará nada si se
prepara para un oficio y ha descuidado la preparación para ser un humano.
La educación no volverá a ser lo que era si
el camino ha sido amojonado por la distracción, la comodidad, el oportunismo,
el tomar de lo que está ya hecho. Y si la vaguedad ha prologado la intuición
del destino, la vacilación ha embargado la conciencia cada vez que la circunstancia
solicita su firmeza y decisión, evaporada la fe en la autenticidad. Si se
ignora la verdad que se es, porque cada uno es una verdad con la no
se puede jugar, si se vive en el deslumbramiento por lo fácil, lo ajeno, el
entretenimiento, entonces, todo se vuelve difícil y la educación no volverá a
ponerse sobre sus carriles. El ser y la educación son tal para cual; no hay uno
sin el otro. Por lo que, si se piensa bien, es necesario concebirlos juntos,
asociar lo que corresponde al ser con lo que es atribuible a la educación en su
desempeño. Es necesario abandonar la vaga idea de que la educación es un
conjunto de instrucciones y que puede gobernarse mediante buenos presupuestos y
leyes que garanticen sólo derechos y no obligaciones. Mejorar la educación sólo
será posible por el mejoramiento de cada persona.
El ajuste de la educación con el lugar y el
momento, por el cual pueda atenderse con igual eficacia lo teórico y lo
práctico, de modo que no se pueda encontrar en ella lo caduco o lo ajeno, está
relacionado con la dimensión interna de la sociedad, no con los
programas ni con la política ni con los espejos de diferentes épocas o países.
Tiene que ver con la historia de los individuos, con la forma en que los
ciudadanos han sido educados y llegado a ser cultos. Porque antes que
cualquiera otra cosa, la educación busca que el individuo se vuelva culto. Esa dimensión interna,
desarrollo, despliegue interno, es la clave del problema. Inútil es insistir en
lo externo, aunque también es importante, porque, es claro que por lo externo
se trata de encaminar a todos, y no a uno solo, a cada individuo por separado,
lo que es imposible. Desafiar el futuro con una población inculta, o engañada
mediante la imposición de una cultura superficial, sin hondura, fundada en la
simpatía y no en el mérito, en el sueño gaseoso e informe que tuvo Jeremías Rifkin,
es un suicidio.
Es por lo interno que se va directamente a
la educación, si se la entiende como formación general y cultural que cada
sujeto necesita para constituirse en persona íntegra. Y si se tiene fe en que
la educación tiene como meta principal la ayuda para que se consolide esa
persona íntegra, se habrá encontrado el camino. Es la filosofía de los viejos
maestros de escuela uruguayos. El sujeto humano contará con el instrumento
eficaz para que luego, él, por cuenta propia, se prepare, se ubique en la vida,
se conduzca adecuadamente, encuentre trabajo, se consagre como persona y no sólo como titular de una
Cédula de Identidad o de una Credencial Cívica. La educación del Estado no
puede atender personas; éstas deben constituirse por sí mismas; el Estado sólo
puede organizar la vida social, ordenar la vida de los individuos, lo que
resulta más que suficiente. Se advertirá que la organización social, en base a
la que viven todos, es el resultado de la educación y no su fundamento.
En otras palabras: por la educación la
humanidad se ha constituido en sociedad; pensar, dialogar, disponerse y operar en
forma grupal, con un objetivo común en la mente, aplicando la inteligencia y
buscando el acuerdo, es aquello con que, en definitiva, han surgido las más importantes
instituciones de la sociedad. No parece creíble que una civilización salida de
la nada, sin educación en su trayectoria, pueda crear y disponerla después. Esto
no figura en la historia; figura lo inverso: el esfuerzo de cada uno, el afán
de mejorar y propender a que todos los integrantes del grupo prosperen y puedan
alcanzar la felicidad. Figuran las grandes modificaciones, el afán de llevar
fuera de la conciencia la convicción de las evidencias cultivadas en la
intimidad. Porque sólo quien ha experimentado en carne propia el beneficio del
conocimiento puede estar seguro de que sea generalizable. No se conoce la
bondad de la educación por arte de magia, sino por la comprobación a través de
los siglos de que es la única manera de mantener en paz a los seres humanos e,
incluso, de mantenerlos con vida.
Si se supone que la educación pública tiene
la misma función que la de una academia que enseña un idioma, un oficio, una
habilidad cualquiera, entonces, se ha apuntado mal. Si se piensa que la educación
es un sistema que corrige las malas conductas, se ha apuntado mal. Si se piensa
que es una institución dedicada a evitar el hambre o a cuidar de la salud, se
ha apuntado mal. La educación es un factor importante en todos estos aspectos,
pero ellos no constituyen su finalidad. Si la educación apunta a lo externo, es
decir, a buscar que el individuo adquiera habilidades, aprenda a prevenir males
o a garantizar el empleo, fracasará. La escuela y el liceo no son instituciones
que puedan formar al alumno al respecto. Sólo la Universidad forma al respecto.
La educación primaria y media, como sus
nombres indican, tienen como fin iniciar y mediar, pero no inicia a seres vacíos,
no media para que algunos se llenen con algo. No trata con sólo cuerpos, con sólo
voluntades que deba dirigir, con habitantes de un mundo futuro en que se
insertarán quién sabe cómo. La educación tiene como fin, y es muy importante
que se entienda, ayudar a que en el presente la persona se consolide, porque
sola no podrá lograrlo sin enormes dificultades y sufrimientos, y nunca de
forma completa. No prepara para el futuro, en última instancia, sino que obra
sobre el presente. El verdadero futuro depende de lo que la persona haga con
él.
En todas las épocas hubo cambios drásticos y
de efecto social contundente y muchas veces conflictivo, no sólo en la actual. Sin
embargo, no por eso se modificó el espíritu de la educación. En general, se le atribuyó
siempre los mismos fines. La academia
de Platón, el peripato de
Aristóteles, la schola y el gymnasium romanos (aunque fueran sólo
para privilegiados), las escuelas catedralicias medievales o las universidades
renacentistas jamás pusieron entre sus objetivos primarios otra cosa que la
cultura, la misma de siempre, enseñar a pensar, a manejar el lenguaje, las
matemáticas y todo estudio que ayudara a formarse como persona. Las
universidades modernas desarrollan sus especialidades a partir de una base que dan
por adquirida desde antes. El supuesto da por descontado esa adquisición
previa, una constelación de conocimientos primarios que consolidan lo
imprescindible para que la inteligencia sepa qué hacer ante lo imprevisto, para
que el hombre adquiera un saber autónomo y soberano. Enseña a no depender de lo
externo, hasta donde es posible, es decir, a pensar con la propia cabeza, antes
que otra, torcida o extraviada, gane la voluntad de la propia. Esta conquista
se confirma cuando falta, es decir, cuando el individuo se convierte en un
enemigo de la sociedad.
¿Por qué no atender tal evidencia, el fin de
la educación en sus instancias primarias y secundarias? Por otra parte, se
aprende siempre, hasta el día del viaje final. Y, ¿quién enseña, para entonces?
La conciencia se enseña a sí misma; y le es posible enseñarse a sí misma si
posee el hábito que proporciona la vieja base, la olvidada escuela presente
entre sombras del recuerdo. Y si la conciencia no se pone de permanente
autodidacta, el tiempo pasará sin que se haga nada con él, y el ser humano será
sólo tiempo acumulado, años reunidos en un viejo poste de carne y hueso. Será víctima
del azar, del ambiente, del momento, y nada le será correspondido sino lo que
es escaso o carente de valor por no poseer selectividad. Habrá vivido como una
esponja y absorbido de todo lo provechoso sólo lo más fácil, aquello que se
adhiere solo, sin voluntad. Ese fenómeno se llama alienación.
¿Qué hacer, pues? Nada sorprendente ni
distinto; hacer lo de siempre: que el maestro se encuentre con el niño, el
profesor con el joven, y la conciencia consigo misma. Si cada uno conoce su
función, no fracasará. Si la sabe a medias, si le falta preparación, si no hay vocación,
si se concurre a clase con propósitos extraños, entonces se fracasará
irremediablemente. No hay como prosperar en la educación si no es empeñándose. Es
fundamental que la experiencia sea propia, que no se valga nadie de la
experiencia del otro; esto sí que no sirve. Es inútil que el estudiante proteste
ante las autoridades porque se la ha puesto una nota baja: sin estudio no hay camino
señalado.
Hay dos clases de experiencia. Una resulta
de los procesos vividos, del encuentro con los objetos y de los hechos que se han
involucrado en la vida y que han impactado débil o fuertemente al espíritu. Otra,
tiene que ver con los procesos vividos no en cada instante sino, directamente,
vividos por la inteligencia a través de la educación. Ésta ha ahorrado al sujeto
el duro proceso del aprendizaje en la práctica, el padecimiento de aprender a conocer
por cada cosa en cada momento. Esta otra clase de experiencia, que nos es dada
por un acto civilizatorio, corresponde tanto a la educación que se recibe de
las instituciones, como de lo que abnegadamente se ha agregado por sí mismo. Es
una experiencia subjetiva, interior, diferente en cada mentalidad, pero que se
aprehende por un acto igual para todos, desinteresado e inicialmente carente de
propósitos concretos.
Julio de
2018
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