NO HAY FELICIDAD SIN PAZ INTERIOR Y PLENITUD: SOBRE
UN TEXTO DE WALT WHITMAN
(CULTURA INQUIETA /
31-3-2020)
Una página del
diario del gran poeta y humanista estadounidense Walt Whitman nos
demuestra que la felicidad que tantos persiguen es más bien consecuencia de la
tranquilidad del espíritu, aunada a un grado pleno de comunión con la vida.
¿Por qué la
felicidad es una preocupación? Esta pregunta puede parecer un poco tonta, pero
no por ello es menos real. Cuántas personas, en este mismo momento, no viven
preocupadas porque no se consideran felices o porque sienten que su vida es
particularmente desdichada o desafortunada…
Sin embargo, es muy
posible que en ciertos casos esa postura frente a la felicidad sea,
paradójicamente, la fuente misma del malestar. Como han insistido tantos
filósofos, poetas, hombres de ciencia o pensadores de tradiciones espirituales
y religiosas, vivir “persiguiendo” la felicidad es una actitud que más bien la
aleja de nuestra vida.
Prueba de ello es
la insatisfacción que suele invadir a quienes, sin una reflexión de por medio,
orientan su vida en función de entidades un tanto abstractas o simbólicas en
donde creen que encontrarán la felicidad –el dinero, las posiciones materiales,
una posición social de poder, una pareja, etc.–, pero aun consiguiéndolas,
descubren que eso no les dio el bienestar que tanto buscaban.
¿Por qué? En buena
medida, porque la felicidad auténtica surge primero del interior del ser
humano, y sólo desde ahí puede volcarse hacia el mundo exterior. ¿Y cómo ocurre
esto? En pocas palabras, cuando una persona ha entrado en paz consigo misma,
cuando ha entendido la razón de su existencia y se encuentra satisfecha con esta.
No una satisfacción conformista o de resignación, sino más bien un entendimiento
cabal de las circunstancias en las que se encuentra, que sin duda pueden
cambiar (y, de hecho, cambiarán), pero que en ese momento se reconocen así,
como son. Sólo entonces, si esas mismas circunstancias se combinan de otra
manera, es posible que una persona pueda experimentar cierto momento de
felicidad…
En una entrada de
su diario correspondiente al 20 de octubre de 1876, el poeta Walt Whitman
consignó una experiencia que ejemplifica esta actitud frente a la felicidad. En
ese entonces Whitman tenía 57 años de edad y continuaba adicionando versos a su
poema Hojas de hierba, del cual publicaría varias versiones en los
siguientes años. No obstante, su salud estaba notablemente afectada por un
derrame cerebral que había sufrido poco tiempo antes, en 1873, el cual lo llevó
a mudarse de Washington a Nueva Jersey para vivir en casa de su hermano. El
mismo año su madre murió y, con esto, se completó una temporada particularmente
adversa para el poeta.
Todo lo cual, sin
embargo, no le impidió experimentar este momento:
No sé qué ni cómo,
pero me parece que más que nada gracias a estos cielos (de vez en cuando
pienso, que aunque por supuesto lo he visto todos los días de mi vida, nunca
antes había visto realmente el cielo).
Este otoño vivido
he tenido algunas horas maravillosamente plenas –¿o acaso no podría decir que
han sido perfectamente felices?–.
Según he leído, Byron,
justo antes de su muerte, le dijo a un amigo que en toda su vida sólo había
conocido tres horas felices. También está esa vieja leyenda alemana sobre la
campana del rey, con la misma idea. Mientras estaba en el bosque, con una
hermosa puesta de sol entre los árboles, pensé en Byron y en la historia de la
campana, y surgió en mí la impresión de que estaba teniendo una de esas horas
felices. (Aunque tal vez mis mejores momentos nunca los he apuntado: cuando
llegan no puedo permitirme romper el encanto con registros acuciosos.
Simplemente me
abandono a ese estado de ánimo, lo dejo ser y me entrego a su éxtasis
placentero).
¿Qué es la
felicidad, de cualquier manera? ¿Es una de estas horas o algo parecido? Tan
impalpable… ¿Un simple aliento, una tinta que se desvanece? No estoy seguro,
pero me daré a mí mismo el beneficio de la duda.
En esta página,
Whitman insiste sobre la naturaleza instantánea y esporádica de la felicidad,
su condición fugitiva, pero curiosamente no alcanza a establecer el vínculo
entre dicha impresión y la experiencia de plenitud por la que estaba pasando.
Un caminante se
interna en el bosque y de pronto se descubre sorprendido no sólo en medio de la
plenitud de la naturaleza, sino también en la plenitud de sí mismo, y acaso se
da cuenta, en un momento de lucidez, que una y otra no son distintas, que todos
pertenecemos a un mismo flujo de vida que nos recorre y nos sostiene, tanto
como a las aves o a las plantas, y que en el fondo eso es la felicidad:
reconocernos identificados con la vida en sí, inundados por su flujo
inmarcesible.
¿No será entonces
la clave, la resolución del misterio de la felicidad, cultivar esa paz interior
y la comunión entre uno mismo y las circunstancias de la vida?
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