JOSEPH CONRAD
(1857 – 1924)
EL DUELO
SÉPTIMA ENTREGA
CAPITULO IV (1)
Ningún hombre triunfa en todo lo que emprende. En este sentido somos
todos unos fracasados. Lo importante es no desfallecer en el intento de
organizar y mantener el esfuerzo de nuestra vida. Y en esto, lo que nos empuja
adelante es la vanidad. Nos precipita a situaciones en las cuales resultamos
perjudicados, y sólo el orgullo es nuestra salvaguardia, tanto por la reserva
que impone sobre la elección de nuestra conducta, como por la virtud de su
poder de resistencia.
El general D'Hubert era orgulloso y reservado. No lo habían alterado sus
diversas aventuras amorosas, triunfantes o no. En su cuerpo lleno de guerreras
cicatrices, conservaba a los cuarenta años un corazón intacto. Habiendo
aceptado con reserva los proyectos matrimoniales de su hermana, se sintió de
pronto irremediablemente enamorado, tal como se cae de un tejado. Era demasiado
orgulloso para experimentar temor. En realidad, la sensación que lo embargaba
era tan deliciosa que no podía alarmarlo.
La inexperiencia de un hombre de cuarenta años es mucho mas peligrosa
que la inexperiencia de un muchacho de veinte, pues no la impulsa el entusiasmo
de una sangre ardiente. La joven era misteriosa, como lo son las adolescentes,
nada más que a causa de su recatada ingenuidad; pero el enigma de la muchacha
se le antojó a él excepcional y fascinante. Sin embargo, no existía el menor
secreto en las disposiciones del matrimonio que Madame Leonie había convenido.
Tampoco tenían nada de particular. Era una unión muy apropiada, considerada con
muy buenos ojos por la madre de la joven (su padre había muerto), y muy
tolerable según la opinión del tío de ésta, un anciano emigré que recientemente
regresara de Alemania, y vagaba, bastón en mano, como un escuálido fantasma del
ancien régime, por los floridos senderos de la mansión ancestral de la joven
prometida.
El general D'Hubert no era hombre que se conformara sólo con una mujer y
su fortuna, llegado el caso. Su orgullo (y este sentimiento exige siempre un
triunfo auténtico) no estaría satisfecho más que con la certidumbre de un amor
correspondido. Pero como el verdadero orgullo prescinde de la vanidad, no podía
imaginarse que existiera alguna razón por la cual esta misteriosa criatura, con
sus profundos y resplandecientes ojos color violeta, pudiera experimentar hacia
él un sentimiento más cálido que la simple indiferencia. La joven (cuyo nombre
era Adela) rechazaba toda tentativa destinada a aclarar este punto. Es verdad
que estas maniobras eran tímidas y torpes, pues en ese entonces, el general
D'Hubert había adquirido una aguda conciencia de sus años, sus heridas, sus
muchas imperfecciones morales, su secreta insignificancia, e incidentalmente
había aprendido por la experiencia el significado de la palabra miedo. Hasta la
fecha sólo le parecía percibir que, con una ilimitada confianza en el amor y la
sagacidad de su madre, ella no experimentaba una insuperable aversión hacia su
persona y que esto era muy suficiente en una joven bien educada para iniciarse
en la vida matrimonial Este punto de vista hería y atormentaba el orgullo del
general D'Hubert. No obstante, se preguntaba, con una especie de dulce desesperación, ¿qué
más podía esperar?
Ella poseía una frente serena y luminosa. Sus ojos violeta reían
mientras la línea de sus labios y elmentón conservaban una admirable gravedad.
Todo esto se encontraba coronado por tan magnífica cabellera rubia, por una tez
tan maravillosamente pura, por tal gracia en la expresión, que el general
D'Hubert no tuvo jamás oportunidad de considerar con la suficiente lucidez las
nobles exigencias de su orgullo. En realidad, lo sobrecogió una especie de
temor a esta clase de investigaciones desde que, una o dos veces, lo
arrastraron a crisis de solitaria pasión en las qué comprendió claramente que
la amaba tanto, que estaba dispuesto a matarla antes que renunciar a ella. De
tales accesos -bien conocidos por los hombres de cuarenta años-, emergía
destrozado, agotado, lleno de remordimientos y bastante desalentado. En cambio,
obtenía un considerable consuelo -sentado de vez en cuando junto a una ventana
durante largas horas por la noche- en la práctica más serena de la meditación
sobre el milagro de la vida de Adela, como un fervoroso creyente en la mística
contemplación de su fe.
No se crea por esto que los cambios producidos en su ánimo fueran
visibles al mundo externo. El general D'Hubert no tenía dificultad en mostrarse
lleno de sonrisas. Porque en realidad era muy dichoso. Se sometía a las
costumbres establecidas en su situación, enviando flores todas las mañanas (del
jardín de su hermana y de los invernaderos), acudiendo más tarde a almorzar con
su prometida, la madre y el tío emigré de ésta. Pasaban la mitad del día
paseando o sentadas a la sombra. Una atenta deferencia, vacilante al borde de
la ternura, era el carácter dominante de sus relaciones por parte de él, que
ocultaba tras un alegre juego de palabras la profunda emoción que provocaba en
todo su ser la inaccesible proximidad de la joven. A avanzadas horas de la
tarde, el general D'Hubert se dirigía a su casa cruzando por los viñedos,
sintiéndose a veces intensamente desgraciado, otras supremamente feliz, muchas
veces sumido en pensativa tristeza; pero experimentando siempre una particular
intensidad de vida, esa exaltación común a los artistas, los poetas y los
amantes, a los hombres presas de una gran pasión, un noble ideal o una nueva
visión de la belleza plástica.
El mundo externo no tenía para el general D'Hubert una existencia
definida. Sin embargo, una tarde, al cruzar una colina desde la cual se
divisaban las dos casas, el general D'Hubert distinguió la silueta de dos
hombres al fondo del camino. El día había sido espléndido. Las galas
exuberantes del cielo inflamado prestaban una luminosidad especial a las
sobrias tonalidades del paisaje sureño. Las rocas grises, los campos terrosos,
el púrpura, el horizonte ondulante, armonizaban en refulgentes gradaciones,
exhalando ya los aromas de la noche.
Las dos figuras al fondo del camino se destacaban como dos siluetas
recortadas en madera, rígidas y negras sobre la cinta de polvo blanco. El
general D'Hubert reconoció los largos y rectos capotes militares abrochados
hasta los corbatines negros, los tricornios, los rasgos morenos, esmirriados,
enérgicos; eran viejos soldados, vieilles moustaches. El más alto llevaba un
parche oscuro sobre un ojo, y el rostro duro y seco del otro presentaba una inquietante
y extraña peculiaridad cuyo origen se descubría, al acercarse, en la falta de
la punta de la nariz. Levantando las manos para saludar al civil ligeramente
cojo que caminaba apoyado en un grueso bastón, preguntaron por la casa donde
vivía el barón general D'Hubert, y cuál sería la mejor manera de abordarlo para
sostener una conversación privada.
-Si este lugar os parece lo suficiente reservado -les dijo el general
D'Hubert, lanzando una mirada a los viñedos rodeados de un margen purpúreo y
dominados por el nido de muros grises y pardos de una aldea prendida sobre el
extremo cónico de una colina, de tal manera que la tosca torre de la iglesia
parecía sólo una coronación de roca: -Si consideráis este lugar lo bastante
discreto, podéis hablar con él al punto. Y os ruego, camaradas, que habléis
francamente y con entera confianza.
Al oír esto, cavilaron un momento después de llevarse de nuevo las manos
al sombrero con marcada ceremonia. Luego, el de la nariz amputada, hablando por
ambos, dijo que se trataba de un asunto confidencial que había de tratarse con
suma discreción. Su cuartel general se encontraba establecido en aquella aldea
donde los endemoniados campesinos -¡malditos fueran sus traidores corazones
monárquicos!- observaban con hostilidad a los tres modestos militares. Por el
momento, sólo deseaba preguntar el nombre de los amigos del general D'Hubert.
-¿Qué amigos? -preguntó éste con asombro y enteramente despistado. -Vivo
allí con mi cuñado.
-Bueno, él podría
servir en este caso -dijo el mutilado veterano.
-Somos los padrinos del general Feraud -intervino el otro, que había
permanecido silencioso hasta ese momento, observando con su único ojo al hombre
que "jamás" amó al Emperador. Era algo digno de contemplarse. Pues
hasta los engalanados Judas que lo vendieron a los ingleses, los mariscales y
príncipes, lo amaron siquiera en alguna época de su vida. Pero este hombre
"nunca" lo amó. El general Feraud lo había declarado perentoriamente.
El general D'Hubert sintió una fuerte conmoción dentro del pecho.
Durante la fracción infinitesimal de un segundo, le pareció que la rotación de
la tierra se hacía perceptible con un leve y espantoso crujido que perturbaba
la calma eterna de los espacios. Pero este rumor de la sangre en sus oídos se
desvaneció pronto. Involuntariamente murmuró:
-¡Feraud! Había
olvidado su existencia.
-Existe y en forma por demás incómoda, es verdad, en la infame posada de
ese nido de salvajes que se ve allí. arriba -pronunció secamente el coracero
tuerto. -Llegamos aquí hace una hora montados en caballos de alquiler. Él
espera ahora con impaciencia nuestro regreso. Tenemos prisa, ya se lo puede
imaginar. El general ha contravenido la orden ministerial, a fin de obtener de
usted la satisfacción a que las leyes del honor le dan derecho, y,
naturalmente, está ansioso de terminar pronto, antes que la gendarmerie dé con
su pista.
El otro aclaró un
poco más la idea.
-Tenemos que regresar a nuestro retiro, ¿comprende? ¡Uf! Nada más
prudente. Nosotros
también andamos escapados. Su amigo el rey se
consideraría feliz de podernos suprimir la sabrosa pitanza en la primera
oportunidad. Corremos un grave riesgo. Pero el honor está ante todo.
El general había
recobrado el uso de la palabra.
-De manera que ustedes vienen así, por el camino, a invitarme a una
degollina con ese..., ese...
Y se apoderó de él
una especie de furia hilarante.
-¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
Con las manos empuñadas sobre las caderas reía sonoramente, sin
reprimirse, mientras sus interlocutores permanecían rígidos en su extrema
flacura, como si súbitamente se les hubiera hecho surgir del suelo por medio de
una trampa. Aunque sólo veinticuatro años antes fueran los amos de Europa, ya
tenían el aspecto fantasmal de los seres del pasado; parecían menos
substanciales, con raídos capotes, que sus estrechas sombras estiradas
oscurísimas, sobre el blanco camino; sombras militares y grotescas de veinte
años de guerra y conquistas. Tenían el aspecto exótico de dos imperturbables
bonzos de la religión de la espada. Y el general D'Hubert, también él uno de
los ex amos de Europa, se reía de estos graves fantasmas que lo detenían en su camino.
Indicando al risueño
general con un movimiento de cabeza, uno de ellos dijo:
-Es un alegre
compañero éste.
-Algunos entre nosotros ni han sonreído siquiera desde el día en que el
Otro se fue -observó su camarada.
Un violento impulso de lanzarse y golpear a estos fantasmas
insubstanciales atemorizó al general D'Hubert. Bruscamente cesó de reír. Ahora
sólo deseaba librarse de ellos, apartarlos pronto de su vista antes que
perdiera todo dominio de sí mismo. Le asombraba la indignación que sentía
crecer gradualmente en su pecho. Pero en este momento no tenía tiempo para
reflexionar sobre la naturaleza de esta extraña sensación.
-Comprendo que deseen terminar conmigo lo más pronto posible. No
perdamos tiempos en ceremonias huecas. ¿Ven aquel bosque al pie de ese faldeo?
Sí, el bosque de pinos. Encontrémonos allí al amanecer. Llevaré conmigo mi
espada o mis pistolas, o ambas si lo preferís.
Los padrinos del
general Feraud se miraron.
-Las pistolas,
general -dijo el coracero.
-Está bien. Au revoir, hasta mañana temprano. Permitidme que os aconseje
que hasta entonces permanezcáis ocultos si no queréis que la gendarmerie
investigue vuestra presencia aquí antes de que oscurezca. Los forasteros son
muy escasos en esta parte del país.
Se saludaron en silencio. Volviendo la espalda a las siluetas que se
alejaban, el general D'Hubert permaneció largo rato inmóvil en medio del
camino, mordiéndose el labio inferior y con la vista clavada en el suelo. En
seguida echó a andar en línea recta, volviendo así sobre sus pasos hasta
situarse frente a las rejas del jardín de la casa de su prometida. Ya había anochecido.
Como paralizado, estuvo mucho rato mirando a través de los barrotes la mansión,
que se señalaba claramente entre los árboles y arbustos. El cascajo crujió de
pronto bajo unos pasos y una alta y desgarbada figura surgió de la avenida
lateral que seguía por dentro del muro del parque.
Le Chevalier de Valmassigue, tío de la adorable Adela, ex brigadier en
el ejército de los príncipes,
encuadernador en Altona, más tarde zapatero en otra ciudad alemán (reputado por su elegancia en la confección del calzado femenino), lucía medias de
seda en sus flacas piernas, usaba zapatillas con hebillas de plata y una levita
de brocado. Una casaca de largos faldones, a la française, cubría con sus
amplios pliegues la delgada y encorvada espalda. Un pequeño tricornio reposaba
sobre una masa de cabellos empolvados, atados en singular coleta.
-¿Qué? ¿Usted de nuevo
aquí, mon ami? ¿Ha olvidado algo?
-¡Cielos! Eso es precisamente lo que me sucede. Había olvidado algo. He
venido a decírselo: No..., aquí afuera. Junto a esta pared. Es demasiado
horroroso para pronunciarlo donde ella vive.
El chevalier salió inmediatamente con aquella benevolente resignación
que algunos ancianos demuestran hacia los raptos de la juventud. Superando por
un cuarto de siglo la edad del general D'Hubert, en el fondo de su corazón lo
consideraba como un joven enamorado un tanto impulsivo y fastidioso. Había oído
muy bien sus enigmáticas palabras, pero no atribuia una importancia exagerada a
lo que un exaltado joven de cuarenta años pudiera decir o hacer. La mentalidad
de la generación francesa, desarrollada durante sus años de exilio, le
resultaba casi ininteligible. Sus sentimientos se le antojaban demasiado
violentos, faltos de finura y medida, su lenguaje innecesariamente exagerado.
Salió tranquilamente al camino para reunirse al general y anduvieron un trecho
en silencio, mientras éste trataba de dominar su agitación y gobernar
debidamente su voz.
-Es perfectamente exacto; había olvidado algo. Olvidé hasta hace media
hora que tengo entre manos un urgente desafío de honor que atender. Es
increíble, pero es la verdad.
Durante un momento todo quedó quieto. Luego en el profundo silencio
nocturno de los campos se elevó la vieja voz aguda, ligeramente temblorosa del
chevalier:
-Monsieur! ¡Eso es
deshonroso!
Este fue su primer pensamiento. La niña nacida durante su exilio, hija
póstuma de su pobre hermano asesinado por una banda de jacobinos, había conquistado,
desde su regreso, todo el cariño de su viejo corazón sometido durante tantos
años a la magra dieta del recuerdo de sus afectos.
-¡Es inconcebible! ¡Vamos! Un hombre liquida semejantes asuntos antes de
pensar en pedir la mano de una joven. De manera que si su olvido se hubiera
prolongado durante diez años más, se habrá casado antes de recobrar la
memoria... En mis tiempos los hombres no olvidaban estas cosas... ni tampoco el
respeto que se debe a los sentimientos de una inocente niña. Si yo mismo no los
respetara, calificaría ante ella su conducta en una forma por demás
desagradable.
El general D'Hubert
se desahogó francamente, gruñendo:
-Que no lo detenga esta clase de consideraciones. No corre el menor
riesgo de herirla mortalmente.
Pero el anciano no prestó la menor atención a estos desvaríos de
enamorado. Tampoco es seguro que oyera.
-¿De qué se trata?
-preguntó. -¿Cuál es la naturaleza del... ?
-Llamémoslo una locura juvenil, Monsieur le Chevalier. Un inexplicable,
un increíble resultado de...
Se detuvo en seco. "No me creerá nunca mi historia -pensó. -Se
imaginará que me estoy burlando de él y se ofenderá." Y el general
D'Hubert volvió a hablar.
-Originado en una
locura juvenil, se ha convertido en...
El chevalier lo
interrumpió:
-Bueno, entonces
tiene que arreglarse.
-¿Arreglarse?
-Si, no importa a costa de qué sacrificios de su amour propre. Debió
haber recordado que estaba comprometido. También se olvidó de eso, supongo. Y
luego, va usted y olvida su disputa. Es la más vergonzosa exhibición de
ligereza de que jamás haya tenido noticia.
-¡Santo cielo, monsieur! No se imaginará usted que me enredé en esta
riña la última vez que estuve en París, o algo por el estilo, ¿no es así?
-¿Qué importa la fecha exacta de su insensata conducta? -exclamó el
chevalier, con petulancia. -Lo esencial ahora es arreglar la cosa.
Al observar que el general D'Hubert parecía inquieto y deseoso de
interrumpirlo, el anciano emigré levantó una mano y pronunció con dignidad:
-Yo también he sido soldado. No me atrevería jamás a sugerir un
procedimiento dudoso al hombre que ha de dar su nombre a mi sobrina: Pero le
aseguro que entre galants hommes un desafío puede siempre solucionarse
pacíficamente.
-Pero saperlotte, Monsieur le Chevalier!, esto sucedió hace quince o
dieciséis años. Yo era entonces teniente de húsares.
El chevalier pareció confundido por la vehemente desesperación con que
emitía esta información.
-Usted era, teniente
de húsares hace dieciséis años -murmuró con asombro.
-¡Vamos! Por supuesto. No se imaginaria usted que me hicieron general en
la cuna, como a un príncipe de sangre real.
En la creciente penumbra púrpura de los campos cuajados de hojas de vid,
limitados al Oeste por una estrecha franja de oscuro carmesí, la voz del
anciano ex oficial del ejército de los príncipes adquirió un tono de
desconfianza y puntillosa urbanidad.
-¿Estoy soñando? ¿Es esto una broma? ¿O debo
entender que ha estado usted posponiendo un lance de honor desde hace dieciséis
años?
-Este asunto me ha perseguido durante todo ese tiempo. Eso es lo que
quiero decir. Los motivos exactos de la disputa no son fáciles de explicar. En
todos estos años nos hemos batido varias veces, naturalmente.
-¡Qué costumbres! ¡Qué perversión de la hombría¡ Nada podría justificar
tan cruel ensañamiento sino la locura sanguinaria de la Revolución, absorbida
por toda una generación murmuró abstraído y en voz baja el emigré. -¿Y quién es
su adversario? -preguntó elevando el tono.
-¿Mi adversario? Se
llama Feraud.
Sombrío, con su tricorne y sus ropas pasadas de moda, inmaterial como un
escuálido y empolvado fantasma del ancien régime, el caballero evocó un remoto
recuerdo:
-Me viene ahora a la memoria el lance de honor sostenido por la pequeña
Sofía Derval entre Monsieur de Brissac, capitán de los Guardias, y D'Anjorrant
(no el picado de viruelas, sino el otro, el beau D'Anjorrant, como se tenia
costumbre de llamarle). Se batieron tres veces en dieciocho meses, en la forma
más galante. Todo fue culpa de aquella pequeña Sofía que persistía en jugar...
-No se trata de nada parecido en mi caso -interrumpió el general
D'Hubert y lanzó una carcajada irónica: -No es tan simple como eso -agregó. -Ni
siquiera tan razonable - terminó en forma casi imperceptible y en seguida hizo
crujir los dientes con rabia.
Después de esto, nada alteró el silencio durante un largo rato, hasta
que el chevalier preguntó, sin animación:
-¿Quién es él...,
ese Feraud?
-Teniente de húsares, también..., quiero decir, ya es general. Un
gascón. Hijo de un herrero, según tengo entendido.
-Ya me lo imaginaba. Ese Bonaparte sentía una predilección especial por
la canaille. No me refiero a usted, por supuesto, D'Hubert. Usted es de los
nuestros, no obstante haber servido a este usurpador que...
-Dejémoslo en paz -interrumpió
bruscamente el general D'Hubert.
El chevalier encogió
sus hombros escuálidos.
-Malhadado Feraud, hijo de un herrero y alguna zafia aldeana. Vea lo que
resulta de mezclarse con gente de esa clase.
-Usted mismo ha
hecho zapatos, chevalier.
-Sí, pero no soy hijo de zapatero. Ni usted tampoco, D'Hubert. Usted y
yo tenemos algo de que carecen los príncipes, duques y mariscales de Bonaparte,
y que ningún poder en la tierra podría darles -replicó el émigré con la
creciente animación de un hombre que ha dado con un buen argumento. Esa clase
de gente no cuenta para nada... Todos esos Feraud. ¡Feraud! ¿Quién es el tal
Feraud? Un va-nu-pieds disfrazado de general por un aventurero corso con
pretensiones imperiales. No existe ninguna razón en el mundo para que un
D'Hubert se encanalle en un duelo con semejante individuo. Puede usted excusarse
y simplemente rehusar el encuentro.
Ya había anochecido. Como paralizado, estuvo
mucho rato mirando a través de los simplemente
-¿Cree que puedo
hacer eso?
-Por supuesto, sin
ningún remordimiento.
-Monsieur le Chevalier! ¿A qué país cree haber regresado después de su
destierro?
Esto fue dicho en un tono tan rudo, que el anciano levantó violentamente
su cabeza inclinada, rodeada de un halo plateado bajo las puntas de su pequeño
tricornio. Durante un momento guardó silencio.
-Sólo Dios lo sabe! -dijo, por fin, indicando con lento y grave ademán
la alta cruz erigida al borde del camino sobre un pedestal de piedra, con sus
brazos de hierro forjado extendidos, muy negros, contra la franja cada vez más roja del horizonte.
¡Sólo Dios lo sabe! Si no fuera por este emblema que recuerdo haber visto en
este mismo lugar, en los días de mi niñez, me preguntaría a qué hemos regresado
los que permanecimos fieles a nuestro Dios y nuestro rey. La voz misma de la
gente parece haber cambiado.
-Sí, nos encontramos
en una Francia muy cambiada -dijo el general D'Hubert.
Parecía haber
recobrado su calma. Su tono era levemente irónico.
-Por eso no puedo aceptar su consejo. Además, ¿cómo podría uno rehusar a
ser mordido por un perro que desea morder? Es imposible. Créame, Feraud no es
un hombre a quien se pueda detener con rechazos y excusas. Pero habría otra
manera de proceder. Podría, por ejemplo, enviar un mensajero con un recado al
brigadier de la gendarmerie de Senlac. Una simple orden mía serviría para
colocar bajo arresto a Feraud y sus dos amigos. Esto provocaría muchos
comentarios en ambos ejércitos, tanto en el organizado como en el retirado...,
especialmente en este último. Todos canailles. Todos en un tiempo compañeros de
armas de Armand D'Hubert. ¿Pero qué puede importarle a un D'Hubert gente que no
existe? O bien puedo enviar a mi cuñado para que informe al alcalde de la
aldea. No se necesitaría más para que persiguieran a los brigands, con
horquetas y mayales, hasta lanzarlos dentro de algún buen foso hondo y
húmedo..., y nadie sabría nada de lo ocurrido. Se hizo esto, a no menos de diez
millas de distancia, con tres pobres diablos desbandados de los Lanceros Rojos
de la Guardia, que se dirigían a sus hogares. ¿Qué 1e dicta su conciencia,
chevalier? ¿Podría un D'Hubert proceder de esta manera con tres hombres que no
existen?
Unas pocas estrellas, límpidas como el cristal, asomaban ya en la azul
obscuridad del cielo. La voz delgada y seca del caballero pronunció con dureza:
-¿Por qué me dice
esto?
El general apretó
con fuerza la mano ajada del anciano.
-Porque debo hablarle a usted con entera franqueza. ¿Quién podría
contarle a Adela sino usted? ¿Comprende ahora por qué no me atrevo a confiar en
mi cuñado, ni siquiera en mi propia hermana? Chevalier! He estado tan a punto
de hacer estas cosas, que aun me estremezco. No sabe cuán espantoso me parece
este duelo. Y no tengo escapatoria.
Al cabo de una pausa, murmuró:
-Es una fatalidad -soltó la mano pasiva del caballero y dijo en un tono
habitual de conversación: -Tendré que presentarme sin padrinos. Si caigo en el
campo del honor, por lo menos usted sabrá cuánto puede declararse en este
asunto.
El sombrío fantasma del ancien régime parecía haberse encorvado más
durante este diálogo.
-¿Cómo podré mantener un rostro indiferente, esta noche, ante esas dos
mujeres? -gruñó. -¡General! Me parece muy difícil perdonarlo.
D'Hubert no contestó.
-¿Su causa es buena,
por lo menos?
-Soy inocente.
Esta vez cogió el
brazo esquelético del caballero y lo apretó con furor.
-¡Tengo que matarlo! -murmuró con los dientes apretados; y relajando la
presión de su mano, se marchó aceleradamente por el camino.
La delicada atención de su devota hermana había procurado al general una
absoluta libertad de movimientos en la casa donde vivía como huésped. Hasta
tenía su entrada propia por una portezuela en un rincón del naranjal. De manera
que esa noche no tuvo que disimular su agitación ante la serena ignorancia de
los demás habitantes de la casa. Esta circunstancia lo alegraba. Le parecía que
si tuviera que abrir los labios, estallaría en horribles e insensatas
imprecaciones, que quebraría los muebles y haría mil pedazos las porcelanas y
cristales.
Desde el momento en que abrió su puerta privada y mientras trepaba los
veintiocho peldaños de la escalera de caracol que conducía al corredor en que
se encontraba su dormitorio, se imaginó la escena espantosa y humillante de un
loco furioso, con los ojos inyectados de sangre y la boca llena de espuma,
cometiendo todos los estragos imaginables en cuanto objeto inanimado pudiera
encontrarse en un bien provisto comedor. Cuando abrió la puerta de su
departamento, la crisis había pasado y su cansancio físico era tan grande, que
hubo de apoyarse en el respaldo de las sillas hasta llegar a un diván sobre el
cual se dejó caer pesadamente. Su postración moral era aun mayor. Ese
sentimiento brutal que sólo había experimentado, sable en mano, al cargar
contra el enemigo, asombraba a este hombre de cuarenta años que no reconocía en
él la ira instintiva despertada por su pasión amenazada.
Pero en su agotamiento físico y mental, esta pasión se refinó, se
destiló, se cristalizó en un sentimiento de melancólica desesperación al pensar
que tal vez moriría antes de haber enseñado a esa hermosa joven a amarlo.
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