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LA FORTALEZA, UNA VIRTUD EXIGENTE

 

LA FORTALEZA, UNA VIRTUD EXIGENTE

 

por Giovanni Cuccio

 

(LA CIVILTÀ CATTOLICA / 22-10-2021)

 

El término «fortaleza» puede comunicar, a primera vista, un mensaje negativo de violencia y opresión, o simplemente de destreza física. Pero en realidad es una virtud indispensable para la vida en común. Cuando falta, prosperan todo tipo de males, porque quienes podrían impedirlos renuncian a tomar partido. Pensemos en tragedias históricas recientes como el Holocausto y las limpiezas étnicas: frente al enorme número de víctimas sorprende el escaso número de ejecutores. Como observaba Edmund Burke: «Lo único que se necesita para que triunfe el mal es que los hombres buenos no hagan nada».

La fortaleza es la capacidad de oponer una barrera a las fuerzas destructivas; sin ella, resulta imposible poner en práctica la justicia y la vida civil, pero también tomar decisiones ordinarias, que conllevan frecuentemente sacrificios: «el ámbito de la fortaleza es muy amplio, porque se necesita de ella cuando se debe resistir a las amenazas, superar los miedos, enfrentar el aburrimiento, el tedio, el hastío de la existencia cotidiana para conseguir hacer el bien. Por eso es una de las virtudes humanas morales fundamentales, que toda persona honesta debe vivir»[1].

Podemos captar la importancia y la complejidad de esta virtud a través de un breve rastreo terminológico.


La reflexión de los antiguos

 

El término griego empleado para referirse a la fortaleza es andreia, la característica propia del hombre (anēr), que lo hace capaz de enfrentar las dificultades de la vida, protegiendo a quienes se encuentran bajo su responsabilidad, y por ello está dispuesto incluso a morir con dignidad.

 

Para Homero, el ejercicio de la fuerza requiere vigor físico, pero también crueldad. Aquiles, el héroe griego por excelencia, no se limita a perpetrar una matanza en el río Escamandro, llega incluso a despreciar los cuerpos de los asesinados, al punto de suscitar la indignación del mismo río, que intenta ahogarlo (cfr Ilíada, XXI, 270-290).

 

En época romana, Virgilio presenta una figura de héroe diferente: al pius Aeneas (cfr Eneida, I, 378-380) no le gusta combatir y es capaz de sentir piedad; su objetivo es proteger a los compañeros que le han sido confiados y guiarlos a un puerto seguro.

 

La fortaleza es abordada desde la filosofía sobre todo a partir de Platón, en especial en el diálogo Laques: la fortaleza, identificada con la valentía, es propia de quienes no faltan a su deber y mantienen firme su posición frente al enemigo. Sócrates precisa, no obstante, que el hombre valiente combate también cuando se retira y gracias a ello puede resultar vencedor (como los espartanos en la batalla de Platea). En cambio, quien desprecia el peligro corre el riesgo de perecer. La valentía no es simplemente el vigor físico, es más bien una virtud, y por eso requiere sabiduría, conocimiento de sí mismo y de las posibilidades en juego. Además, no solo es valiosa durante el combate, sino para cualquier situación en la que pueda anidar el peligro. Finalmente, exige la capacidad de dominar el placer para conseguir el bien esperado. Esto hace de la valentía algo superior al espíritu guerrero del héroe: hace referencia sobre todo a una estabilidad del carácter (ethikē), que no desaparece en el momento de la prueba[2].

 

Aristóteles nos ha dejado una reflexión rigurosa de la fortaleza. En primer lugar, en línea con el equilibrio propio de la virtud, se encuentra entre dos actitudes viciosas opuestas: el miedo y la temeridad. La valentía no es la ausencia de miedo, sino la capacidad de escucharlo para poner en práctica una decisión sabia, atenta a la complejidad de la situación. El temerario no puede ser virtuoso, porque le falta la prudencia, indispensable para actuar bien[3]. La valentía sabe evaluar los posibles riesgos, y a pesar de esto tomar una posición; sabe, sobre todo, dominar los excesos de la ira y la búsqueda desenfrenada de la venganza. La valentía tampoco es propia exclusivamente de quien ataca, sino también de quien resiste los ataques y los peligros. Por eso Aristóteles hace una diferencia entre enkrateia (dominio de sí mismo) y karteria (dureza, fomentada por la templanza; cfr Ética a Nicómaco, 1145a 39-1145b 8; 1152a 38), que los latinos traducirán como perseverantia.

 

Para los estoicos, en cambio, cualquier manifestación de agresividad es siempre negativa, porque atenta contra la imperturbabilidad del hombre sabio. Es célebre la reflexión de Séneca sobre este tema[4].

 

La Biblia presenta un vocabulario completamente distinto: la LXX no utiliza nunca el término andreia, prefiere el binomio dynamis e iskhys – que traduce del hebreo ḥajjl y khoaḥ -, que se refieren sobre todo a la fuerza física, una fuerza y un vigor que solo pertenecen a Dios: «A Yahveh el vigor (khoah), que afirma las montañas (Sal 65,7), levanta el mar (Job 26,12); a Yahveh el poder grandioso (oz), que se manifiesta en sus obras (Sal 66,3), y al cual rinden homenaje las criaturas (Sal 29,1; 96,7; 69,17); a Yahveh la fuerza (gebhurah) que hace temblar a sus enemigos (Is 33,13; Jr 10,6; 16,21; Sal 89,11), él es, en efecto, el gibbor, el fuerte por excelencia, el héroe (Is 42,13)»[5].

 

Los significados clásicos que recordamos más arriba no aparecen casi nunca en estos textos. Por el contrario, estos siembran la duda sobre la destreza física y el valor de las fuerzas humanas, que pueden jugar una mala pasada a quienes se muestran confiados y sin el temor de Dios, el único que tiene en sus manos la suerte de la historia y que puede dar fuerza al hombre, aunque sea débil y pobre («Unos confían en los carros, Otros, en los caballos, pero nosotros invocamos el nombre del Señor, nuestro Dios», Sal 20,8). El hombre de Dios está caracterizado sobre todo por la capacidad de soportar las tribulaciones (hypomonē): la grandeza de ánimo (macrothymia) que lo define es una participación en la paciencia de Dios, comunicada al hombre mediante la acción y la fuerza (dynamis) del Espíritu Santo (cfr Rm 15,13; Ef 3,16; 2 Tm 1,7-8), que nos vuelve capaces de enfrentar el peligro más grande: la muerte[6].

 

El vocabulario del Nuevo Testamento presenta en particular cuatro términos que podemos asociar a la fortaleza: la fuerza (dynamisRom 1,16; Hch 1,8), la franqueza (parrhēsiaHch 2,29; 4,13; 4,31; 28,31), la paciencia (hypomonēRom 5,3; 15,4; 1 Tes 1,3) y la grandeza de ánimo (macrothymiaMt 18,21-35; Rom 12,20; 2 Tes 3,5; 2 Pe 3,9.15).

 

Esta diferencia terminológica es un signo elocuente de la gran diferencia que existe entre la concepción griega de la fuerza y la de la Biblia[7]. Lamentablemente, los escritos de los Padres de la Iglesia tenderán a confundir y a mezclar los términos: la paciencia en el sentido de soportar (hypomonē) se emplea como sinónimo de la dureza (karteria) de Aristóteles y de los estoicos; del mismo modo, la paciente grandeza de ánimo (macrothymia) remite a la nobleza (megalopsychia).

 

Las traducciones latinas de los textos acentúan aun más estas confusiones, haciendo extremadamente ardua la reflexión teológica posterior: «En griego, todavía era posible distinguir el grupo de virtudes descritas por los filósofos del grupo de virtudes bíblicas; en latín, las dos series se confunden totalmente, comenzando por los textos traducidos de la Escritura. Fortitudo traduce tanto la andreia de los griegos como la dynamis de la Biblia. El término patientia sustituye al mismo tiempo la macrothymia y la megalopsychia; y magnanimitas también traduce ambos términos griegos. Santo Tomás de Aquino debió enfrentar esta situación, sin tener la posibilidad de aclarar los vaivenes históricos que sufrieron los textos a los que habría recurrido para su síntesis doctrinal […]. Pero, afortunadamente, el pensamiento no se reduce al lenguaje: la filología es solo un instrumento de la filosofía y de la teología»[8].

 

Y de hecho el tratado de Tomás presta mucho mayor atención al alcance especulativo de la fortaleza que a sus derivas terminológicas. Al hacerlo, unió de manera admirable las reflexiones clásicas con la tradición bíblica. De las primeras se ha rastreado sobre todo el modo de retomar Aristóteles, considerado menos extremo y pesimista que los estoicos (aunque da muestras de apreciar algunas observaciones de Séneca). Pero las citas de mayor importancia del tratado tomista son sobre todo de la Biblia, el De officiis de Ambrosio y el De Patientia de Agustín.

 

 La sistematización de Santo Tomás

 

La fortaleza viene definida como la virtud que permite superar las dificultades para alcanzar el bien. Por eso se la sitúa en el tercer puesto de las virtudes cardinales, después de la prudencia y la justicia, pero antes de la templanza, porque el peligro de muerte es un obstáculo mayor para el bien que la atracción de los placeres desordenados[9]. La tarea principal de la fortaleza no es identificar y realizar el bien, sino proteger su consecución frente a los peligros que se presentan.

 

La fortaleza se basa en dos pasiones específicas: el temor y la audacia. La primera hace ver a la razón la posible gravedad del peligro, la segunda busca hacerle frente de manera ponderada. La fortaleza reprime el temor y modera la audacia, y se concreta en dos acciones fundamentales: aggredi (mediante la valentía) y sustinere (gracias a la paciencia)[10].

 

La valentía, para Santo Tomás, es una forma de restablecer la verdad frente a la amenaza sin ocultar las dificultades, pero tampoco las posibilidades en juego. No se identifica con la impulsividad agresiva. Por eso, define la valentía como fortitudo mentis, es decir, la capacidad de mirar de frente la dificultad – como en el episodio de la serpiente de bronce (cfr Nm 21,4-9) – y establecer qué debe hacerse (cfr Sum. Theol., II-II, q. 123, a. 1).

 

Por lo tanto, valentía y temor no se excluyen. Ambos tienen una connotación evaluativa sobre el bien que debe cuidarse, que se confronta con la propia fragilidad. Es precisamente esta última característica la que hace de la valentía una cualidad peculiar del ser humano: «La fortaleza supone la vulnerabilidad; sin vulnerabilidad no existe una fortaleza posible. Un ángel no puede ser valiente, porque no es vulnerable. Ser valiente significa, en efecto, ser capaces de sufrir heridas»[11].

 

Estos análisis llevan a desmentir el lugar común según el cual el hombre valiente no conoce el miedo. Se trata más bien de una presunción que, tanto para Aristóteles como para Santo Tomás, constituye un defecto igual y opuesto al miedo. La coexistencia de miedo y valor requiere el aporte de otras virtudes igualmente importantes, como la paciencia, la templanza y la esperanza, la capacidad de enfrentar con confianza las dificultades. La paciencia sabe manejar el miedo, la prisa, la superficialidad, al darnos la capacidad de ser amos de nosotros mismos y, por lo tanto, de saber esperar: «A la paciencia corresponde que el hombre no se aparte del bien de la virtud a causa de las tristezas, por grandes que sean» (Sum. Theol., II-II, q. 136, a. 4, ad 2um).

 

Las múltiples virtudes que encierra la fortaleza muestran que esta no puede ser identificada simplemente con la valentía. Aun siendo indispensable, la valentía debe estar ordenada al bien; para ello necesita de la sabiduría y de la justicia. San Ambrosio lo había precisado con una frase lapidaria: «la fortaleza sin justicia no es más que inequidad» (De officiis, I, c. 35).

 

El acto específico de la fortaleza, el más difícil, no es atacar, sino resistir, soportar (sustinere). De hecho, mientras atacar es propio de la ira, resistir es un acto propio de la razón; por eso requiere de paciencia y dominio de sí mismo, para frenar la agresividad desmedida (cfr Sum. Theol., II-II, q. 123, a. 10, ad 2um)[12]. Soportar también adopta la forma de la resistencia pasiva – testimoniada de manera elocuente por Gandhi, Tomás Moro, Martin Luther King, Nelson Mandela – sin caer en la resignación: «llamamos paciente no al que huye, sino al que se comporta dignamente en el sufrimiento de los daños presentes para que no sobrevenga una tristeza desordenada» (cfr Sum. Theol., II-II, q. 136, a. 4, ad 2um).

 

Son los conflictos de la vida humana los que muestran cuán indispensable es la fortaleza para una vida buena, una vida digna de ser vivida. A diferencia de lo que pensaba Aristóteles, la fortaleza es una virtud que no aparece solamente en situaciones excepcionales, sino en cualquier ocasión en la que el bien exige poner en juego la vida, como por ejemplo, en la asistencia de enfermos contagiosos o en la realización de viajes peligrosos para anunciar el Evangelio (cfr Sum. Theol., II-II, q. 123, a. 5). Todas circunstancias en las que la elección del bien moral puede ir en detrimento de un bien físico.

 

La dimensión teologal de la fortaleza

 

Para afrontar el mal sin ceder a la «tristeza desordenada», es indispensable una pasión fundamental, la esperanza, conectada estrechamente con la ira. El análisis de Tomás sobre este punto es también muy agudo y respetuoso de la complejidad del actuar humano. Podemos enfrentar y superar un obstáculo porque nos creemos capaces de llevar a cabo la empresa (la dimensión evaluadora de la valentía que vimos arriba), y porque actuando esperamos que las cosas mejoren. Hay finalmente un componente de confianza: la esperanza, en efecto, remite a algo que no podemos manejar. Por eso está esencialmente conectada a la fe, en el sentido que se le da en la Carta a los Hebreos («La fe es fundamento de lo que se espera y garantía de lo que no se ve», Hb 11,1). Estas características muestran el vínculo natural (pasional) entre agresividad y esperanza: «Spes prima est inter passiones irascibilis» (Sum. Theol., I-II, q. 25, a. 3). Y la esperanza abre la posibilidad de disfrutar la propia vida, es un adelanto de la beatitudo, de la felicidad, que solo será plena en la vida con Dios (cfr Sum. Theol., I-II, q. 3, a. 2, ad 4um; q. 4, a. 1)[13].


Los análisis de Santo Tomás se vieron confirmados por la piscología social. Las investigaciones sobre situaciones de fuerte hostilidad y peligro para la vida – como, por ejemplo, la reclusión en campos de prisioneros – confirman la conexión evidente entre esperanza y agresividad. A menudo los prisioneros estaban sometidos a profundas depresiones y deseaban morir, pero, cuando se enfadaban, dejaban de pensar en el suicidio: «Una forma de prevenir la muerte inminente de un prisionero de guerra debido a la desesperación, apatía y depresión, era que sus compañeros le hicieran enfadar. Esto sugiere no solo que la esperanza contiene un elemento fuertemente afectivo, sino que ese elemento afectivo es de una naturaleza decididamente combativa […]; la esperanza es el resultado de un cambio afectivo»[14].

 

El eje esperanza-agresividad constituye además el punto de mayor distanciamiento respecto de Aristóteles, a quien en general sigue y comenta rigurosamente: el vínculo esencial entre estas dos pasiones no puede, de hecho, cumplirse en el horizonte terrenal. Sin la perspectiva de la vida eterna – un tema ausente del corpus de los escritos del estagirita[15] – falta la motivación fundamental para desistir frente al mal y la injusticia, como sucede en la experiencia del campo de concentración. Desaparecería, ante todo, la posibilidad de que la rectitud moral pudiera encontrar el justo reconocimiento – no poco ausente en esta vida –, especialmente cuando se está llamado a responder en primera persona. Pensar que el esfuerzo y la dedicación no cambiarán nada, y que al final triunfarán los astutos y deshonestos, desestabiliza radicalmente la motivación. Es la tremenda tara del nihilismo, una suerte de cáncer del alma, capaz de desquiciar los cimientos del edificio del bien.

 

La esperanza en una perspectiva más amplia es la garantía del sentido, tan indispensable para el actuar humano como el aire que respiramos[16].

 

Desde sus juveniles Comentarios a las sentencias, Tomás había comprendido que el cumplimiento de la virtud requería sobrepasar la dimensión natural de la esperanza, hecha posible por su correspondiente virtud teologal (cfr In III Sent., 26, q. 2, ad 4um). En un pasaje de la Suma contra los Gentiles, define como «angustiante» la reflexión de Aristóteles y de sus comentadores sobre este punto – de Alejandro de Afrodisias a Averroes –, pues eran incapaces de justificar la esperanza en relación a la felicidad[17]. Por ello, en la Suma Teológica, Tomás presentará la fortaleza no solo como una virtud moral (cfr II-II, q. 123), sino también como un don teologal del Espíritu Santo, remitiéndola a la cuarta bienaventuranza evangélica («bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia», Mt 5,6; cfr Sum. Theol., II-II, q. 139, a. 2).

 

Pero el valor de la fortaleza puede ser comprendido en todo su alcance dramático solo a partir de la contemplación de la pasión de Jesús: su muerte en la cruz constituye la referencia por excelencia. Comentando un pasaje de la Carta a los Hebreos («Ya que los hijos tienen en común la sangre y la carne, también Jesús las compartió de manera semejante para – por su muerte – reducir a la impotencia al que tenía poder para matar, es decir, al Diablo, y liberar así a quienes el temor a la muerte tenía esclavizados de por vida», Heb 2,14-15), Tomás observa que, con su muerte en la cruz, Jesús enfrentó la situación más terrible que la vida puede presentar. De esta manera, da al cristiano la plena libertad, «porque quien se mantiene firme ante los males más graves, es lógico que se mantenga firme también frente a males menores, pero no es cierto lo inverso»[18]. Retomando una reflexión de Agustín, Tomás precisa además que la muerte de Cristo en la cruz, al ser la muerte más penosa y horrible, permite hacer frente a los sufrimientos físicos y morales, a los que no pocas veces se teme más que a la misma muerte[19].

 

Una virtud exigente

 

A partir de estas breves consideraciones es posible comprender el inestimable valor de la fortaleza, «condición de todas las virtudes» (Sum. Theol., II-II, q. 123, a. 2, ad 2um). Sin ella, se vuelve imposible hacer el bien, pues la vida presenta continuamente obstáculos para su realización.

Las ideologías totalitarias e imperialistas, las asociaciones criminales y el terrorismo político y religioso, han deformado profundamente el significado del coraje y la valentía, reduciéndolo a un ejercicio despiadado de brutalidad y violencia.

La fortaleza, por el contrario, requiere la capacidad de soportar las pruebas para resguardar el bien, sin desfallecer (cfr Sum. Theol., II-II, q. 137, a. 2). Para que esta puede apreciarse y practicarse siempre, es fundamental educar a niños y jóvenes desde la más tierna edad a enfrentar las pruebas ordinarias de la vida, y hacerlos crecer en esta virtud tan importante, además, para la estabilidad interior y la autoestima.

 

La presentación de ejemplos concretos es sin duda otra gran ayuda para descubrir su auténtico significado y su belleza. Los ritos de paso, presentes en todas las culturas, tenían como objetivo precisamente introducir a los jóvenes en las dificultades de la vida de manera gradual, superando oportunos obstáculos mediante ceremonias realizadas en presencia de los adultos. En las actuales sociedades occidentales, por desgracia, no queda prácticamente nada de estos ritos, lo que hace cada vez más difícil el ingreso de los jóvenes en la edad adulta[20].

 

Buscar a toda costa evitar las dificultades y los obstáculos acaba minando la fortaleza de ánimo y lleva a dudar del valor de sí mismo. Ante la falta de costumbre para enfrentar los problemas que presenta la vida, prevalece una situación de aburrimiento, de fragilidad interior, y cuando se presenta un contratiempo o un fracaso, la situación puede fácilmente deteriorarse, con resultados trágicos, hasta hacer creer que es imposible seguir viviendo. El dramático aumento de suicidios de adolescentes en nuestras sociedades, parece provenir sobre todo de motivos absolutamente desproporcionados, pero vividos como una suerte de catástrofe global[21]. La agresividad no educada se vuelve destructiva: los meses de confinamiento fueron testigos de un aumento dramático de la violencia doméstica y pública, y de asesinatos cometidos sin razón alguna, como una forma de contrarrestar el hastío y el malestar interior.

 

La falta de fortaleza puede manifestarse también a nivel cultural y social: piénsese en la reticencia de los medios y los editores a dar voz a reflexiones y propuestas impopulares o políticamente incorrectas (sin preguntarse por la posible verdad de los contenidos), impidiendo así las discusiones críticas y el debate sobre cuestiones de capital importancia. De esa manera, para evitar incomodidades, se fomenta un pensamiento único, típico de las dictaduras y de los grupos totalitarios, en las que solo algunas ideas tienen cabida[22].


«Manténganse firmes en la fe… sean fuertes»

 

En contra de lo que sostienen los maestros de la sospecha (Marx, Nietzsche, Freud), la esperanza en la vida eterna no es un impedimento para el compromiso con la justicia; al contrario, constituye la mejor garantía: «La esperanza sobrenatural afirma: al hombre, que vive en la realidad de la gracia de Dios, le irá bien de una manera que supera infinitamente todas las expectativas, terminará en la vida eterna. Para el hombre, a veces la esperanza sobrenatural termina siendo simplemente la única posibilidad de orientar su existencia. La fortaleza desesperada del “fin heroico” (Jünger) es en el fondo nihilista, mira a la nada. En cambio, la fortaleza del cristiano se nutre de la esperanza en la vida eterna, en un cielo nuevo y una tierra nueva en la que la justicia tendrá su hogar estable (2 Pe 3, 13)»[23].

 

La esperanza que anima la fortaleza, observa Samek Lodovici, «se alimenta de la consciencia de ser amado»[24]. Esta consciencia es decisiva para actuar, como lo confirman espléndidas y conmovedoras historias de vida, caracterizados por un gran sufrimiento y, al mismo tiempo, por una misteriosa paz interior. Entre tantos ejemplos de la historia reciente, podemos recordar a Franz Jägerstätter, o a los miembros de la Rosa Blanca, que fueron de los pocos que se opusieron pacíficamente, pero con firmeza, a la barbarie nazi. La esperanza en la vida eterna les confirió un coraje y una serenidad que impresionó profundamente a sus carceleros, que los recordaron con estas palabras: «Se comportaron con una valentía fantástica. Toda la cárcel estaba impresionada […]. “No sabía que podía ser tan fácil morir”, dijo Christoph. Y luego: “En pocos minutos nos volveremos a ver en la eternidad”. Después, fueron conducidos a la tortura. Primero la chica. Partió sin pestañear. Ninguno de nosotros creía que eso fuera posible. El verdugo dijo que nunca había visto a nadie morir así»[25].


Cuando se intenta esbozar el perfil de estas personas, uno se impresiona por los rasgos comunes que los definen y por la capacidad de realizar gestos excepcionales. Figuras frágiles, inermes, y sin embargo dotadas de un coraje humanamente inexplicable[26].


La fortaleza es una virtud a la vez valiosa y escasa, precisamente por el precio que exige. La persona fuerte no solo está dispuesta a morir por el bien, está animada sobre todo por la esperanza de que este prevalecerá sobre el mal y no dejará de recibir la justa recompensa: «Sin esta esperanza la fortaleza es imposible»[27].


  1. C. M. Martini, Le virtù. Per dare il meglio di sé, Milano, In Dialogo, 1993, 33 s. 
  2. «Llamo virtud, además de la valentía, a la templanza, la justicia y otras cualidades de este tipo […]. La valentía no es solo la ciencia de las cosas temibles y no temibles, casi podría ser la ciencia de todos los bienes y males de todos los tiempos» (Platón, Laques, 198A-199B). 
  3. «Es valiente aquel que soporta y teme lo que debe y por la razón que debe, y tal como debe y cuando debe, e igualmente también el que siente confianza (pues el valiente sufre y obra como es merecido y tal como es razonable: el fin de toda actividad es el que corresponde a su condición – también para el hombre, claro; y la valentía es cosa buena, luego de tal clase será también su fin, ya que cada cosa se define por el fin –. Por consiguiente, el valiente soporta y realiza las acciones que corresponden a la valentía por causa del bien)» (Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1115b, 20-25). 
  4. «Por esta razón algunos varones sabios definieron la ira llamándola locura breve; porque, impotente como aquélla para dominarse, olvida toda conveniencia, desconoce todo afecto, es obstinada y terca en lo que se propone, sorda a los consejos de la razón, agitándose por causas vanas, inhábil para distinguir lo justo y verdadero, pareciéndose a esas ruinas que se rompen sobra aquello mismo que aplastan» (Séneca, La ira, I, 1). 
  5. R. A. Gauthier, «La fortezza», en Iniziazione teologica, Brescia, Morcel­liana, 1955, vol. III, 796. 
  6. Cfr O. Spicq, «Ipomone, Patientia», en Revue des Sciences Philosophiques et Théologiques 19 (1930) 101-105. 
  7. Como observa Gauthier: «Por una parte, una afirmación de la fortaleza y de la grandeza del hombre; por otra, una confesión de su debilidad, y una alabanza de la fortaleza y de la grandeza que solo pertenece a Dios. Por un lado, una impasibilidad sin esperanza, con la que se salva la propia dignidad del hombre; por otro, una resistencia llena de esperanza, con la que se da testimonio de la fe en Dios y el amor por él. Celso lo había entendido: el héroe estoico, encerrado en su sufrimiento, está lejos del Cristo que llora y reza, del mártir que pide auxilio («La fortezza», cit., 809 s). 
  8. T. S. Centi, «Introduzione», en Tommaso d’Aquino, s., La Somma Teolo­gica, Firenze, Salani, 1968, vol. XX, 11; cfr 9. 
  9. «Hay dos clases de obstáculos que impiden a la voluntad seguir la rectitud de la razón. Uno, cuando es atraída por un objeto deleitable hacia lo que se aparta de la recta razón: este obstáculo lo elimina la virtud de la templanza. El segundo, cuando la voluntad se desvía de la razón por algo difícil e inminente. En la supresión de este obstáculo se requiere la fortaleza del alma para hacer frente a tales dificultades, lo mismo que el hombre por su fortaleza corporal vence y rechaza los obstáculos corporales. Por lo cual es evidente que la fortaleza es una virtud en, en cuanto hace al hombre obrar según la razón» (Sum. Theol., II-II, q. 123, a. 1; cfr a. 12, ad 3um). 
  10. Cfr Sum. Theol., II-II, q. 123, aa. 3 e 6; A. Campodonico, «Why Wisdom Needs Fortitudo (and viceversa)», en Teoria 38 (2018/2) 63-73. 
  11. J. Pieper, The Four Cardinal Virtues: Prudence, Justice, Fortitude, Temperance, Notre Dame, University of Notre Dame Press, 1966, 117. 
  12. «Resistir es más difícil que atacar por tres razones. Primera, porque la resistencia se hace, al parecer, ante uno más fuerte que nos ataca; en cambio, si atacamos es porque somos más fuertes. Pero es más difícil luchar contra uno más fuerte que contra uno más débil. Segunda, porque el que resiste ya siente inminente el peligro, mientras que el que ataca lo ve como futuro. Tercera, porque la resistencia implica un tiempo prolongado, pero el ataque puede surgir de un movimiento repentino. Pero es más difícil permanecer inmóvil mucho tiempo que dejarse llevar a una acción ardua por un movimiento súbito» (Sum. Theol., II-II, q. 123, a. 6, ad 1um). 
  13. Para una profundización, cfr G. Cucci, La forza dalla debolezza. Aspetti psicologici della vita spirituale, Roma, AdP, 2018, 165-169. Como observaba Giuseppe Lazzati: «La esperanza es la virtud que nos da la fuerza para hacer las cosas difíciles, porque hace ver, más allá del acto que se realiza, la meta a la que se llegará por la fuerza de los actos realizados: la vida eterna […]. Por eso, ella puede llenarte de alegría en las más duras dificultades, en el dolor más agudo. El cristianismo es un grito de esperanza» (citado en A. Montonati, Il testamento del capitano. L’ avventura cristiana di Giuseppe Lazzati, Cinisello Balsamo [Mi], San Paolo, 2000, 149). 
  14. Th. Healy, «Le dinamiche della speranza: aspetti interpersonali», en L. M. Rulla (ed.), Antropologia della vocazione cristiana. III. Aspetti interpersonali, Bolo­gna, EDB, 1997, 31 s. Cfr J. E. Nardini, «Survival Factors in American Prisoners of War of the Japanese», en American Journal of Psychiatry 109 (1952) 241-248. 
  15. Cfr G. Reale, Introduzione a Aristotele, Roma – Bari, Laterza, 2002, 99- 101. 
  16. Cfr G. Cucci, «Oltre il nichilismo», en Civ. Catt. 2021 II 438-448. 
  17. «De esto queda suficientemente claro en qué angustia [quantam angustiam] estaban sus mentes más elevadas. De todas estas angustias nos liberamos, si admitimos, sobre la base de lo que hemos dicho, que los hombres después de la vida presente pueden alcanzar la verdadera felicidad por medio del alma inmortal» (Summa contra Gentiles, 3,48; cfr Sum. Theol., I-II, q. 61, a. 5, ad 1um). 
  18. Sum. Theol., III, q. 46, a. 4. Cfr Tommaso d’Aquino, s., Super epistolam ad Hebreos, c. 2, lect. 4: «De todos [los temores] el más grave es el miedo a la muerte, siendo el último de los temibles. De modo que si un hombre vence este temor, vence todos los demás; y habiendo vencido esto, vence todo el amor desordenado del mundo. Por lo tanto, Cristo, con su muerte, rompió este vínculo, orque eliminó el miedo a la muerte y, en consecuencia, el amor a la vida presente. Porque cuando uno considera que el Hijo de Dios, el maestro de la muerte, quiso morir, ya no teme morir». Cfr Y. Congar, «Le traité de la force dans la “Somme Théologique” de Saint Thomas d’Aquin», en Angelicum 51 (1974) 331- 348. 
  19. «Hay hombres que, aunque no temen la muerte en sí misma, tienen horror de ciertos tipos de muerte. Por ello, para que ningún tipo de muerte espantara al hombre que vive rectamente, fue oportuno mostrarlo con la cruz de Cristo: porque entre todos los tipos de muerte, no existía ninguno más execrable y terrible». (Agustín, s., Octoginta trium quaestionum, q. 25; cfr Sum. Theol., II-II, q. 123, a. 4). 
  20. Cfr G. Cucci, La crisi dell’adulto. La sindrome di Peter Pan, Assisi (Pg), Cittadella, 2012. 
  21. Cfr Id., «Il suicidio giovanile. Una drammatica realtà del nostro tempo», en Civ. Catt. 2011 II 121-134. 
  22. Esta deriva de las democracias occidentales ya fue señalada hace décadas por Aleksandr Solženicyn. En su célebre discurso en la Universidad de Harvard, señaló que la libertad de pensamiento y de prensa se ven impedidas de hecho cuando no están en consonancia con la industria cultural: «En Occidente, incluso sin necesidad de censura, se hace una minuciosa selección que separa las ideas de moda de las que no lo están, y aunque estas últimas no se ven afectadas por ninguna prohibición explícitca, no tienen la posibilidad de expresarse verdaderamente ni en la prensa períodica, ni en un libro, ni desde ninguna cátedra universitaria. El espíritu de sus investigadores es libre, legalmente, pero en realidad se lo impiden los ídolos del pensamiento de moda» (A. Solženicyn, Un mondo in frantumi. Discorso di Harvard, Milano, La Casa di Matriona, 1978, 18). 
  23. J. Pieper, La fortezza, Brescia, Morcelliana, 2001, 40 s. 
  24. G. Samek Lodovici, «Resistenza e lotta», en Divus Thomas 122 (2019/2) 323. 
  25. M. Bandera, «I perdenti 11: i giovani della rosa bianca», en Missioni Con­solata, 3 de febrero de 2016. 
  26. La historia de Jägerstätter es especialmente impresionante por su educación elemental y su falta de participación en los movimientos de oposición. Sólo a través de la oración y la reflexión bíblica diaria fue capaz de discernir sus responsabilidades y seguir hasta las últimas consecuencias lo que su fe y sus rectos sentimientos le sugerían» (P. Vanzan, «Franz Jägerstätter: il conta­dino che rifiutò Hitler in nome di Dio», en Civ. Catt. 2006 II 345). 
  27. J. Pieper, La fortezza, cit., 71. 

3/1/22

MRYSE RENAUD (84)

 

A LA BÚSQUEDA DE UNA IDENTIDAD EN LA OBRA DE JUAN CARLOS ONETTI

 

Traducción del francés: Hugo Giovanetti Viola

 

1ª edición: Editorial Proyección / Uruguay / 1993, en colaboración con la Universidad de Poitiers.

1ª edición virtual: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2020, con el apoyo de la Universidad de Poitiers.

 

OCTOGESIMOCUARTA ENTREGA       

 

SEGUNDA PARTE

 

LAS DOS CARAS DE LA TRANSGRESIÓN

 

CAPÍTULO SEGUNDO

 

EL SUEÑO

 

II. FUNCIONES DEL SUEÑO: DE LA EXPRESIÓN DE LA CARENCIA A LA MANIFESTACIÓN DEL EXCESO (1) 

 

Seres deseosos por excelencia, los personajes de Juan Carlos Onetti se encierran en el sueño como en una torre de marfil. Su alejamiento del mundo, consumado generalmente en retiros herméticos (22) -piezas de hotel, apartamentos sórdidos o lugares de todo tipo- significa, antes que nada, una negativa.

 

Es cierto que el deseo de ruptura no agota en absoluto el sentido del sueño, pero traduce la actitud de rechazo del soñador hacia el mundo exterior, así como un cuestionamiento más o menos explícito del orden establecido. Ya desde las primeras publicaciones del novelista uruguayo, el impulso imaginario nace esencialmente de una desengañada comprobación de las insuficiencias de la vida cotidiana. A las carencias de la vida profesional -como en La vida breve, donde sobre el personaje principal pesa continuamente la amenaza de un despido- se agregan las carencias afectivas que constituirán el telón de fondo de todas las ficciones onettianas. Un malestar difuso, una oscura sensación de la inutilidad de la existencia, perceptibles en obras como Esjberg, en la costa, La casa en la arena, y sobre todo en Tierra de nadie y las grandes novelas posteriores, contribuyen igualmente a crear o confirmar esa imagen repulsiva ofrecida por el mundo exterior. A decir verdad, poco importa en la obra de Juan Carlos Onetti la naturaleza exacta de las insuficiencias. Lo que en realidad cuenta es la sensación de carencia -justificada u objetivamente poco fundada- que experimentan los personajes.

 

De ese vacío surgirá el sueño. Este mecanismo defensivo y compensatorio apunta antes que nada a preservar al soñador de la crueldad de un mundo indiferente, pragmático y mercantil. Sus múltiples potencialidades creadoras lo transformarán en el instrumento privilegiado en la lucha contra el vacío. Conviene entonces examinar con precisión la estrategia desarrollada por el imaginario para oponerse a la delicuescencia de un mundo exterior que, desde los primeros textos, será representado negativamente.

 

Su aspecto proteiforme -diversificado, fragmentario, cambiante- inquieta a los héroes onettianos. Eladio Linacero lo enfrentará con altanería, Jorge Malabia lo rechazará rabiosamente y Aránzuru lo despreciará con dejadez. En las primeras páginas de El pozo, cuando Linacero decide escribir sus memorias, especula sobre el posible contenido de su relato. Pero no escribirá, finalmente, sobre “esas miles de cosas” (23) con las cuales podría llenar fácilmente una cantidad de libros: no privilegiará la pequeñez de la vida cotidiana, las anécdotas efímeras de Gregorio, del “ruso que apareció muerto en el arroyo” o de “María Rita y el verano en Colonia” (24). Su actitud es tajante: teóricamente, por lo menos, la multiplicidad camaleónica y tramposa de los “sucesos” no tendrá acceso a la escritura:

 

Pero ahora quiero hacer algo distinto. Algo mejor que la historia de las cosas que me sucedieron. Me gustaría escribir la historia de un alma, de ella sola, sin los sucesos en que tuvo que mezclarse, queriendo o no. O los sueños (25).

 

Este pasaje -que no hemos dudado en volver a citar- nos resulta de capital importancia, desde el momento en que revela un sustrato ideológico subyacente en toda la obra de Juan Carlos Onetti. Nuestro interés se centra especialmente en la dicotomía planteada entre el plural y el singular. El rechazo del plural –“los sucesos, las cosas”- implica el rechazo del mundo objetivo y sus fáciles atractivos. Lo singular, por el contrario, estrechamente asociado -desde una perspectiva ingenuamente idealista- a la trascendencia y la unidad del alma, indica el camino que debe seguirse. Y aunque el plural reaparece representado por la vida de los “sueños”, lo hará homogeneizado por la masiva espiritualidad que mana de la exaltada actividad onírica. Como lo sugiere claramente el pasaje citado, el mundo imaginario intentará sustituir la imagen de dispersión y fragmentación que ofrece la realidad por una completa imagen de plenitud. Onetti no renunciará nunca -pese a las variantes desarrolladas durante el curso de toda su obra- al planteamiento de esta confrontación dialéctica entre la plenitud y el vacío.

 

Notas

 

(22) Cf. El pozo, Tierra de nadie, Para una tumba sin nombre, La novia robada, El álbum, donde abundan los lugares cerrados.

(23) El pozo, p. 9.

(24) Ibid., p. 9

(25) Ibíd., p. 9. (El subrayado es nuestro.)