MIRCEA ELIADE
EL MITO DEL ETERNO RETORNO:
ARQUETIPOS Y REPETICIÓN
DÉCIMA ENTREGA
2. La regeneración del tiempo (4)
Regeneración continua del tiempo (2)
De esta forma el mito cosmogónico sirve de modelo arquetípico a los
polinesios para todas las “creaciones”, cualquiera que sea el plano en que se
desarrollen: biológico, psicológico, espiritual. Al escuchar el relato del
nacimiento del mundo, el oyente se convierte en contemporáneo del acto creador
por excelencia, la cosmogonía. Resulta significativo que entre los navajos el
mito cosmogónico se narre sobre todo con motivo de las curaciones. “Todas las
ceremonias giran alrededor de un paciente, Hatrali (aquel sobre el que se
canta), que puede estar enfermo o simplemente afectado espiritualmente, es
decir, atemorizado por un sueño, o que puede sentir la necesidad de una
ceremonia, con el único objeto de conocerlo en el transcurso de su iniciación a
los plenos poderes del oficiante en el canto -pues un ‘Medecine Man’ no puede
administrar una ceremonia de creación antes de que esta no haya sido
transmitida-. La ceremonia comporta asimismo la ejecución de complejos dibujos
en la arena (sand-paitings) que
simbolizan las diferentes etapas de la creación y la historia mítica de los
dioses, de los antepasados y de la humanidad. Esos dibujos (que curiosamente se
parecen a los mandalas indotibetanos)
reactualizan uno tras otro los acontecimientos que tuvieron lugar in illo tempore. Al escuchar el relato
del mito cosmogónico (seguido de la narración de los mitos de origen) y
contemplar los dibujos en la arena, el enfermo se ve proyectado fuera del
tiempo e inmerso en la plenitud del Tiempo primordial: “retrocede” hasta el
origen del mundo y asiste de este modo a la cosmogonía. Con mucha frecuencia el
paciente toma un baño el mismo día en que comienza la narración del mito o la
ejecución de los sand-paintings; en
efecto, también él vuelve a comenzar su
vida en el sentido estricto del término.
Entre los navajos, al igual que entre los polinesios, el mito
cosmogónico va seguido del relato de los mitos de origen que contiene la historia mítica de todos los “comienzos”: la
creación del hombre, los animales y las plantas, el origen de las instituciones
tradicionales y de la cultura, etc. De este modo el enfermo recorre la historia
mítica del mundo, de la creación, hasta el momento en que ha tenido lugar la
revelación del relato que se está llevando a cabo. Esto es muy importante para
la comprensión de la medicina “primitiva” y tradicional. Tanto en el Antiguo
Oriente como en todas las tradiciones médicas “populares” de Europa o de otros
países, un remedio sólo es eficaz si se conoce su origen, y si, por
consiguiente, su aplicación es contemporánea
con el momento mítico de su descubrimiento. Por eso, en tan grande número
de encantamientos, se recuerda “la historia” de la enfermedad o del demonio que
la provoca, evocando a la par el momento en que una divinidad o un santo
consiguió dominar el mal. Así, por ejemplo, una encantación asiria contra el
dolor de muelas, traducida por Campbell Thomson, recuerda que “luego que Anu
hubo hecho los cielos, los cielos hicieron la tierra, la tierra hizo los ríos,
los ríos hicieron los canales, los canales hicieron las lagunas, las lagunas
hicieron el Gusano”. Y el Gusano, “derramando lágrimas” se presenta ante Shmash
y Ea, y les pregunta qué le van a dar de comer, para “destruir”. Los dioses le
ofrecen frutas, pero el gusano les pide dientes humanos. “Puesto que así,
hablas, ¡oh, Gusano!, que Ea te despedace con su poderosa mano”. Aquí asistimos
no sólo a una simple repetición del ademán de curador paradigmático
(destrucción del gusano por Ea), que asegura la eficacia del tratamiento, sino
también a la “historia” mítica de la enfermedad, por cuyo recuerdo el médico
proyecta al paciente in illo tempore.
Los ejemplos que hemos puesto podrían fácilmente ser multiplicados, pero
no nos proponemos agotar los temas que encontramos en el presente ensayo; sólo
queremos disponerlos según una perspectiva común: la necesidad para las
sociedades arcaicas de regenerarse periódicamente por medio de la anulación del
tiempo. Colectivos o individuales, periódicos o esporádicos, los ritos de
regeneración encierran siempre en su estructura y significación un elemento por
repetición de un acto arquetípico, la mayoría de las veces el acto cosmogónico.
Lo que nos detiene principalmente en esos sistemas arcaicos es la abolición del
tiempo concreto y, por tanto, su intención antihistórica. La negativa a
conservar la memoria del pasado, aun inmediato, nos parece el índice de una
antropología particular. Es, en una palabra, la oposición del hombre arcaico a
aceptarse como ser histórico, a conceder valor a la “memoria” y por
consiguiente a los acontecimientos inusitados (es decir, sin modelo
arquetípico) que constituyen, de hecho, la duración concreta. En última
instancia, en todos esos ritos y en todas esas actitudes desciframos la voluntad de desvalorizar el tiempo.
Llevados a sus límites extremos, todos los ritos y todas las actitudes que
hemos recordado cabrían en el enunciado siguiente: si no se le concede ninguna
atención, el tiempo no existe; además, cuando se hace perceptible (a causa de
los “pecados” del hombre, es decir, debido a que éste se aleja del arquetipo y
cae en la duración, el tiempo puede ser anulado. En realidad, si se mira en su
verdadera perspectiva, la vida del hombre arcaico (limitada a la repetición de
actos arquetípicos, es decir, a las categorías
y no a los acontecimientos, al
incesante volver a los mismos mitos primordiales, etc.), aun cuando se
desarrolla en el tiempo, no por eso lleva la carga de éste, no registra la
irreversibilidad; en otros términos, no tiene en cuenta lo que es precisamente
característico y decisivo en la conciencia del tiempo. Como el místico, como el
hombre religioso en general, el primitivo vive en un continuo presente. (Y es
ése el sentido en que puede decirse que el hombre religioso es un “primitivo”; repite las acciones de cualquier otro, y por esa repetición
vive sin cesar en un presente atemporal.)
La antigüedad y la universalidad de las creencias relativas a la luna
nos revelan que para un primitivo la regeneración del tiempo se efectúa
continuamente, es decir, también en el intervalo que es el “año”. La luna es el
primer muerto, pero también el primer muerto resucita. En otro lugar hemos
mostrado la importancia de los mitos lunares en la organización de las primeras
“teorías” coherentes respecto a la muerte y a la resurrección, la fertilidad y
la regeneración, las iniciaciones, etcétera. Aquí bastará que recordemos que si
la luna sirve de hecho, para “medir” el tiempo (en las lenguas indoeuropeas la
mayor parte de los términos que designan los meses y la luna derivan de la raíz
me-, que ha dado en latín tanto mensis como metior, “medir”, si sus fases revelan -mucho antes que el año solar
y de manera mucho más concreta- una unidad de tiempo (el mes), a la par revela
el “eterno retorno”.
Las fases de la luna -aparición, crecimiento, mengua, desaparición
seguida de reaparición al cabo de tres noches de tiniebla- han desempeñado un
papel importantísimo en la elaboración de las concepciones cíclicas.
Encontramos sobre todo concepciones análogas en los apocalipsis y las
antropogonías arcaicas; el diluvio o la inundación ponen fin a una humanidad
agotada y pecadora, y una nueva humanidad regenerada nace, habitualmente de un
“antepasado” mítico, salvado de la catástrofe, o de un animal lunar. El
análisis estratigráfico de esos grupos pone de manifiesto su carácter lunar.
Esto significa que el ritmo lunar no sólo genera intervalos cortos (semana,
mes), sino que sirve también de arquetipo para duraciones considerables; de
hecho, el “nacimiento” de una humanidad, su crecimiento, su decrepitud (su
“desgaste”) y su desaparición son asimilados al ciclo lunar. Y esta asimilación
no es sólo importante porque nos revela la estructura “lunar” del devenir
universal, sino también por sus consecuencias optimistas: pues así como la
desaparición de la luna nunca es definitiva, puesto que necesariamente va
seguida de una luna nueva, la desaparición del hombre no lo es mucho más, y
especialmente la desaparición incluso de toda una humanidad (diluvio,
inundación, sumersión de un continente, etc.) nunca es total, pues una
humanidad renace de una pareja de sobrevivientes.
Esta concepción cíclica de la desaparición y de la reaparición de la
humanidad se ha conservado igualmente en las culturas históricas. En el siglo
III a. de C. Beroso vulgarizaba en todo el mundo helénico -de donde había de
difundirse luego entre los romanos y los bizantinos- la doctrina caldea del
“Año Magno” (el correspondiente número de milenios varía de una a otra
escuela); cuando los siete planetas se reúnen en el signo de Cáncer (“Invierno
Grande”) se producirá un diluvio; cuando se encuentren en el signo de Capricornio
(es decir, en el solsticio de verano del “Año Magno”) el universo entero será
consumido por el fuego. Es probable que esta doctrina de conflagraciones
universales fuese igualmente compartida por Heráclito (por ejemplo, fragmento
26 B = 66 D). En todo caso domina el pensamiento de Zenón y toda la cosmología
estoica. El mito de la combustión universal (ekpyrosis) gozó de verdadero crédito entre el siglo I a. de C. y el
III d. de C. en todo el mundo romano-oriental; pasando sucesivamente a formar
parte de considerable número de gnosis derivadas del sincretismo
greco-iranio-judaico. Ideas similares se encuentran en la India y en Irán
(influidas sin duda -al menos en sus fórmulas astronómicas- por Babilonia) y
también entre los mayas del Yucatán y los aztecas de México. Habremos de volver
sobre estas cuestiones, pero es conveniente destacar ya lo que anteriormente
hemos llamado su “carácter optimista”. De hecho, ese optimismo se limita a la
conciencia de la normalidad de la
catástrofe cíclica, a la certeza de que tiene un sentido y, sobre todo, de que jamás es definitiva.
En la “perspectiva lunar”, tanto la muerte del hombre como la muerte
periódica de la humanidad son necesarias, del mismo modo que lo son los tres
días de tinieblas que preceden el “renacimiento” de la luna. La muerte del
hombre y de la humanidad son indispensables para que estos se regeneren.
Una forma, sea cual fuere, por el hecho de que existe como tal y dura,
se debilita y se gasta; para retomar vigor le es menester ser reabsorbida en lo
amorfo, aunque sólo fuera un instante; ser reintegrada en la unidad primordial
de la que salió; en otros términos, volver al “caos” (en el plano cósmico) a la
“orgía” (en el plano social), a las “tinieblas” (para las simientes), al “agua”
(bautismos en el plano humano, “Atlántida” en el plano histórico, etc.).
Adviértase que lo que domina en todas esas concepciones
cósmico-mitológicas lunares es el retorno cíclico de lo que antes fue, el
“eterno retorno”, en una palabra. Aquí también volvemos a encontrar el motivo
de la repetición de un hecho
arquetípico, proyectado en todos los planos: cósmico, biológico, histórico,
humano, etc. Pero descubrimos al mismo tiempo la estructura cíclica del tiempo,
que se regenera a cada nuevo “nacimiento”, cualquiera sea el plano que se
produzca. Ese “eterno retorno” delata una ontología no contaminada por el
tiempo y el devenir. Así como los griegos, en el mito del eterno retorno,
buscaban satisfacer su sed metafísico de lo “óntico” y de lo estático (pues,
desde el punto de vista de lo infinito, el devenir de las cosas que vuelven sin
cesar en el mismo estado es por consiguiente implícitamente anulado y hasta
puede afirmarse que “el mundo queda en su lugar”), del mismo modo el
“primitivo”, al conferir al tiempo una dirección cíclica, anula su
irreversibilidad. Todo recomienza por su principio a cada instante. El pasado
no es sino la prefiguración del futuro. Ningún acontecimiento es irreversible y
ninguna transformación es definitiva. En cierto sentido, hasta puede decirse
que nada nuevo se produce en el mundo, pues todo no es más que la repetición de
los mismos arquetipos primordiales; esa repetición, que actualiza el momento
mítico en que el gesto arquetípico fue revelado, mantiene sin cesar al mundo en
el mismo instante auroral de los comienzos. El tiempo se limita a hacer posible
la aparición y la existencia de las cosas. No tiene ninguna influencia decisiva
sobre esa existencia, puesto que también él se regenera sin cesar.
Hegel afirmaba que en la naturaleza las cosas se repiten hasta lo
infinito y que “no hay nada nuevo bajo el sol”. Todo lo referido hasta ahora
confirma la existencia de idéntica visión en el horizonte de la conciencia
arcaica: las cosas se repiten hasta lo infinito, y en realidad nada nuevo
ocurre bajo el sol. Pero esa repetición
tiene un sentido, como lo hemos visto en el capítulo precedente: sólo ella
confiere una realidad a los
acontecimientos. Los acontecimientos se repiten porque imitan un arquetipo: el
Acontecimiento ejemplar. Además, a causa de la repetición, el tiempo está
suspendido, o por lo menos está atenuado en su virulencia. Pero la observación
de Hegel es significativa por otra razón: Hegel se esfuerza por fundar una
filosofía de la historia, en la cual el acontecimiento histórico, aunque
irreversible y autónomo, podría sin embargo encuadrarse en una dialéctica aun
abierta. Para Hegel, la historia es “libre” y siempre “nueva”, no se repite;
pero a pesar de todo se conforma a los planes de la providencia: tiene, pues,
un modelo (ideal, pero no deja de ser un modelo) aun en la dialéctica del
espíritu. A esa historia que no se repite, Hegel opone la “naturaleza”, en que
las cosas se reproducen hasta lo infinito.
Pero hemos visto que durante un lapso bastante extenso la humanidad se
opuso por todos los medios a la “historia”. ¿Podemos sacer en conclusión de
todo eso que durante ese período la humanidad permaneció en la naturaleza, sin
apartarse de ella? “Sólo el animal es verdaderamente inocente”, escribió Hegel
al principio de sus Lecciones sobre la
filosofía de la historia. Los primitivos no siempre se sentían inocentes,
pero intentaban volverlo a ser por la confesión periódica de sus faltas. ¿Es
lícito ver, en esta tendencia a la purificación, la nostalgia del paraíso
perdido de la animalidad? ¿O es más bien menester percibir en ese deseo de no
tener “memoria”, de no registrar el tiempo y de contentarse sólo con soportarlo
como una dimensión de la existencia -pero sin “interiorizarlo”, sin
transformarlo en conciencia-, la sed del primitivo por lo “óntico”, su voluntad
de ser, como son los seres arquetípicos, cuyas acciones reproduce sin cesar?
El problema es capital y no se puede pretender discutirlo en unas
cuantas líneas, pero tenemos razones para creer que en los “primitivos” la
nostalgia del paraíso perdido elimina el deseo de recuperar el “paraíso de la
animalidad”. Todo lo que sabemos acerca de los recuerdos míticos del “paraíso”
nos ofrece, por el contrario, la imagen de una humanidad ideal que goza de una
beatitud y una plenitud espiritual que, en la condición actual del “hombre
caído”, jamás podrán realizarse. En efecto, los mitos de muchos pueblos hacen
alusión a una época muy lejana en la que los hombres no conocían ni la muerte,
ni el trabajo ni el sufrimiento, y tenían al alcance de la mano abundante
alimento. In illo tempore los dioses
descendían a la tierra y se mezclaban con los humanos; por su parte, los
hombres podían subir fácilmente al cielo. Como consecuencia de una falta
ritual, las comunicaciones entre el cielo y la tierra se interrumpieron y los
dioses se retiraron a las alturas. Desde entonces, los hombres deben trabajar
para alimentarse y han dejado de ser inmortales.
En consecuencia, resulta más probable que el deseo que experimenta el
hombre de las sociedades tradicionales de rechazar la “historia” y de unirse a
una imitación indefinida de los arquetipos, delata su sed de realidad y su terror
a “perderse” si se dejan invadir por la insignificancia de la vida profana.
Poco importa si las fórmulas y las imágenes, a través de las cuales el “primitivo”
expresa la realidad, nos pueden
parecer infantiles e incluso ridículas. Lo que es revelador es el sentido
profundo del comportamiento primitivo: este comportamiento está dominado por la
creencia en una realidad absoluta que se opone al mundo profano de las “irrealidades”;
en última instancia, este último no constituye un “mundo” propiamente dicho; es
lo “irreal” por excelencia, lo no-creado, lo no existente: la nada.
Tenemos, pues, derecho a hablar de una ontología arcaica, y sólo
teniendo en cuenta esta ontología se llega a comprender -y, por tanto, a no
despreciar- el comportamiento, incluso el más extravagante, del “mundo
primitivo”; en efecto, este comportamiento responde a un esfuerzo desesperado por no perder el contacto con el ser.
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