MORIR CON APARICIO
HUGO GIOVANETTI VIOLA
UNDÉCIMA ENTREGA
LAS CRUCES (6)
Aquella tarde Cruz
volvía de telegrafiar a Punta del Este con un gusto doloroso en la boca. Había
telegrafiado para que le avisaran al señor Gurméndez que lo necesitaba
urgentemente en la isla. Era octubre y la zafra ya se terminaba y hacía un mes
que la gente no cruzaba a tierra. Pero nunca estuvieron tan insoportables,
pensó Cruz, sentándose a descansar con la mirada fija en los cartuchos: O será
que estoy viejo y ya no sirvo. Escuchó el griterío de algunos hombres que
jugaban al gofo en los galpones y le vinieron ganas de pelear y después otras
ganas bastante más graves. Entonces levantó la mirada desteñida en dirección al
mar. Cuando volvió a bajarla se dio
cuenta que Alondra lo estaba esperando. Había desembocado en el cantero por el
lado de los galpones y lo esperaba sentada a lo Buda, con el pelo flotando
contra el sur. Cruz la veía de arriba y de perfil, apoyada en las flores
luminosas como una pájara color canela. Ella subió la cara de repente. Cruz
aguantó un momento la respiración y la vio levantarse y arrancar tres cartuchos
y doblar el galpón para recién aparecer por el trillo que pasa por el
cementerio. Cuando el viejo la vio volver sin los cartuchos tuvo la sensación
de que lo doloroso se le empapaba en luminosidad.
La chiquilina se
metió en su casa mientras Cruz empezaba el rito de la chala. Una remota paz
equilibrista le reazuló los ojos desteñidos. Se acordó de Jonás y de la
madrugada cuando lo encontró hincado entre las cruces blancas y después se
acordó de la otra madrugada, cuando el sueco murió agarrándoles los brazos a él
y a Saldivia. Porque Jonás Erik Jönson sobrevivió a la batalla de Punta del Este
y aguantó sordamente en su puesto del faro mientras el Ajax -uno de los
cruceros ingleses que encerraron al Graf Spee- esperaba atrincherado contra la
isla. Eso se los contó cuando empezó la zafra cinco meses después y se murió
enseguida, a los dos días de zafra.
Aquella madrugada les habló largamente de algo que no entendieron ni
Saldivia ni Cruz, porque empezó hablando de Byblos y siguió con la Virgen y después con la
guerra y después con los lobos hasta que dijo: “Lo que no hay que olvidar es lo
cualitativo. Cualitativamente hablando, puede llegar a ser un animal perfecto.
Aunque cuantitativamente pueda ser la vergüenza del planeta”. Cruz lo miró a
Saldivia, que lloraba. Nunca hablamos
demás con don Jonás. Yo nací en Pan de Azúcar y empecé a faenar sin conocer la
historia esa que le amasaban. No me gusta hablar mucho, y menos si es demás.
Una noche una rata me mordió la cabeza en uno de los ranchos y él me curó y me
regaló esta boina. Y otra noche ayudamos a cargar unos ataúdes que bajaron de
un barco unos gringos barbudos y a mí se me ocurrió enterrarlos donde había un
angelito desde las épocas del primer faro. Pero me sorprendió cuando vi a don
Jonás clavando y encalando las cruces para formar el cementerio. “Perdone don
Jonás” me animé a preguntarle: “¿Pero usté conocía a los difuntos?”. Él me miró
con una cara fiera y me dijo que no. Yo me di cuenta que la había embarrado
porque la primera vez que vi morir un lobo tuve ganas de hacerle una tumba con
flores. Y sin embargo no lo conocía. Cruz podía recordar la fuerza de
Saldivia cuando tuvieron que enterrar al sueco en “la patria del mar”, como él
dejó encargado. Y podía recordar la medusa gigante que formaron los pelos y la
camisa blanca de Jonás descendiendo en las tierras del mar, mientras Cruz empezaba
el duelo con la sombra. Ahora estaba prendiendo el cigarrillo de chala por
segunda vez y veía los cartuchos violentamente hinchados por el viento de
octubre. Se dio cuenta que amaba a Lobos como al mundo (y ahora volvió a
escuchar lo que decía Saldivia con la boina en la mano y el larguísimo cuerpo
encorvado demás después de la faena: “Mire que uno los mata. Pero qué bicho lindo
que es el lobo, Cruz”.) Cruz escuchó el barullo de los hombres jugando al gofo
en los galpones y más allá el aullido circular de los lobos. Entonces sintió
orgullo. Fue un orgullo extendido a todos los loberos que tuvieron que mearse
de miedo en una fila o volar por las piedras o aguantar la mordida o perder las
falanges o morir de borrachos. Los perdono, carajo, pensó el viejo parándose de
golpe. Pero esa noche no quiso dar el brazo a torcer y no cenó con ellos y
aceptó la invitación de la madre de Alondra. Liborio estaba tranquilo. Cruz le
enseñó al Negrito cómo se hace una cola de cometa y después le sirvió unos
restos de pescado al gato. Entonces miró a Alondra -que entreabría su sonrisa
de acompañamiento- pero no se apiadó. Porque
el diablo se ve. Pero la luz del mundo sólo podemos verla cuando la vida nos
rompe los ojos pensó eructando amargo.
Al otro día
llegaron el doctor Pettorossi y el señor Gurméndez. Me llamó la atención porque lo conozco hace veinte años y nunca lo
había visto ahicarse -y menos pude concebirlo teniendo en cuenta cuáles eran
las “jodas” que me planteó desconsoladamente. Me dijo que iban recién por los
siete mil lobos y que a algunos muchachos no iba a poder ni verlos porque
tenían “el culo chato de las timbas”. Eso me hizo reír. Pero él me llevó aparte
y nos sentamos en uno de los bancos de la cocina y ahí me largó sin vueltas que
quería retirarse. Entonces me di cuenta que la cosa era grave. “Pero Isaías” le
dije: “Si recién en la Chancha
estábamos comentando con Carlitos que parecés más joven que todos nosotros”. Él
desencorvó el cuerpo como un gallo y después me miró con los ojos al rojo.
“Esta vez me tocaron el amor propio, señor Gurméndez” porfió solemnemente. “Qué
pasó” pregunté. “Nada, señor Gurméndez. Pero le puedo asegurar que esta vez me
lo tocaron. Y quisiera pedirle también si no podrían llevarme ida y vuelta al
Polonio pa refrescarme un poco”. “Bueno” le dije: “Si no querés contarme lo
dejamos así”. “Mire” porfió Isaías ahuevando los ojos: “Es que no sé quién fue
el que me tocó el amor propio, ¿entiende?”. “No: no te entiendo nada”. “Es que
ayer nos mamamos demasiado, señor Gurméndez. Y yo tuve otro ataque y me quedé
sin aire en la cancha de bochas. Entonces uno de estos sabandijas me tocó el
culo. Es eso”. Y salió como chifle. Hacía tiempo que Cruz no iba al Polonio
(desde la última zafra) y cuando empezó a ver los mazaricos y las águilas
caracoleras girando en los bañados de la ruta a Castillos se calló de contento.
Era una tarde limpia, con un viento Noreste que levantaba talco iluminado sobre
la ruta que vadea el Valizas. Un turbión de cotorras hizo un viraje ronco y
voló como un ruido esmeralda entre palmeras. Desde la Ranger Rover
saludaron al carnicero, y al doblar hacia el mar se dieron cuenta -corcoveando
en el barro- de cuánto había llovido. La suspendida camioneta roja desembocó en
la playa y empezó a trabajar sobre las correntadas que plateaban el oro arenoso
y se borraban bajo el jadeo del mar. Cruz vio el Cabo Polonio al final de la
curva, recortado en la tarde azul cobalto. Tuvo la sensación de no llegar jamás
mientras veía crecer el lomo con su faro y sus casas opacas y desparramadas.
Después subieron y dejaron al doctor en su casa y bajaron saltando y Cruz vio
los racimos de casillas y ranchos marginando el barroso callejón espejado donde
pidió bajar. Vio seguir a Gurméndez hacia la lobería y saludó a dos perros
mientras vadeaba un collar de corrales. El olor de los bichos -pato, gallina y
chancho- le dio un hambre feroz. Se metió en un ranchito quinchado de madera y
bloques. Antes de entrar vio un trasmallo empezado y al entrar encontró a su
hijo menor -Pablo o el Piava- durmiendo abrazado de una guitarra. Cruz copió la
sonrisa del rostro del Piava y estudió la guitarra con sorpresa. El barniz de
la caja levantaba un cobrizo resplandor hacia el rostro picado de viruela. Cruz
volvió a caminar circundando corrales y esta vez olió el pan recién horneado y
el bacalao secándose en los saladeros. Eso le dio más hambre, pero conversó
meticulosamente con toda la gente: se enteró que había estado saliendo el
gatuso y que hacía cuatro días que no se entraba al mar y anunció, indiferente,
el final de la zafra. Un cansado contento le adormecía las piernas mientras
chuequeaba en dirección a la casita revocada de Caupolicán. Vio un garage
cerrado y otro abierto y vichó la silueta de un flamante camión a través de la
hendija. Esto es un pescador, pensó orgullosamente. De la casa salió su nieto
César y lo abrazó y entraron abrazados en la casa olorosa a revoque reciente.
Una mujer embarazada lo besó en la salada claridad que aleteaba en el nailon de
los ventanucos. Era Virginia, la mujer del Coco. Cruz besó al nieto chico, que
dormía en un cajón pintado de celeste, y aceptó un vino tinto y matambre
casero. Ella estaba feliz, con su cortante cara de gitana embellecida por el
embarazo y dos trenzas brillando entreazuladamente. Virginia le contó que el Coco
recién llegaba el domingo de Montevideo, porque había ido a arreglar una venta
buenísima. “¿Y no fue a verla a su hija, todavía?” le preguntó después,
ensombreciéndose. Cruz se dio cuenta que algo había pasado y tuvo una
palpitación. “No” contestó: “¿Pasó algo con el Felpa?”. “La semana pasada se
pelearon con Coco y Coco le habló al Piava para empezar a salir con él”
contestó la mujer: “Ya se cansó del Felpa. “Y ahora su yerno quedó sin trabajo
ni chalana tampoco”. Cruz sacudió la cara interminablemente. “Recién vi al
Piava sesteando prendido de una guitarra: ¿la compró?” preguntó. “No. La
encontró en el Taquarí”. Y Virginia le contó.
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