JOSÉ LEZAMA LIMA
LA EXPRESIÓN AMERICANA
PRIMERA ENTREGA
PRÓLOGO DE IRLEMAR CHIAMPI
LA HISTORIA TEJIDA POR LA IMAGEN (1)
Los contextos ideológicos
Cuando en enero de l957 José Lezama Lima (1910 - 1976) pronunció, en el
Centro de Altos Estudios del Instituto Nacional de La Habana, las cinco
conferencias que luego integrarían su libro La
expresión americana, el pensamiento americanista había cristalizado ya en
una verdadera tradición. Un siglo de reflexión sistemática sobre la condición
de los americanos había generado toda suerte de interpretaciones en torno al
problema de la identidad cultural. La posición crítica acerca de lo que es
América, esto es, qué lugar le reserva la historia, cuál su destino y cuál su
diferencia frente a otros modelos de cultura, determinó la ensayística de los
más destacados escritores hispanoamericanos, y también su legítimo deseo de ser
modernos, desde la generación postindependentista hasta la que antecede a la
segunda Guerra Mundial.
De Sarmiento a Martí, pasando por Bilbao y Lastarria, en el siglo XIX;
de Rodó a Martínez Estrada, en un primer arco contemporáneo que incluye, entre
otros muchos, los nombres de Vasconcelos, Ricardo Rojas, Pedro Henríquez Ureña
y Mariátegui, las respuestas a aquellas indagaciones variaron de acuerdo con
las crisis históricas, las presiones políticas y las influencias ideológicas.
En sus escritos América había pasado por el sobresalto de las antinomias
románticas (¿civilización o barbarie?), por los diagnósticos positivistas de
sus males endémicos, por la comparación con Europa y la cultura angloamericana;
algunas veces había reivindicado su latinidad, otras, la autoctonía indígena;
se vio erigida, posteriormente, como el espacio cósmico de la quinta raza y
hasta conceptualizó su bastardía fundadora. No existió intelectual prominente
en su tiempo que permaneciera indiferente a la problemática de la identidad. Ya
fuera con pasión vehemente o con frialdad cientificista, con optimismo o
desaliento, con visiones utópicas o apocalípticas, nacionalistas o
hispanofóbicas, progresistas o conservadoras, los ensayistas del americanismo
expresaron -como en un texto único- su angustia ontológica ante la necesidad de
resolver sus contradicciones de una manera que certificara su identidad.
Pero si la generación de intelectuales que actuó entre 1920 y 1940 hizo
de la identidad el tema de sus desvelos, la generación siguiente, del cuarenta
al sesenta, encontró el problema prácticamente resuelto. Con los estudios de
Fernando Ortiz sobre los procesos de transculturación, los de Reyes sobre la
apertura de la “inteligencia americana” a las influencias, los de Mariano Picón
Salas sobre la combinación de las formas europeas con las indígenas, los de
Uslar Pietri sobre el proceso de aluvión de nuestro sistema literario o con la
propuesta de Carpentier sobre lo real maravilloso americano, se dio el
reconocimiento del mestizaje como nuestro signo cultural. Con este ideologema,
que se fija desde los cuarenta, el discurso americanista parecía haber resuelto
el problema crucial del complejo de inferioridad, asumiendo la heterogeneidad
de su formación racial sin renunciar al ambicionado universalismo. Suponía,
igualmente, el hallazgo de una diferencia que permitía contrastar la
complejidad de nuestra formación con la homogeneidad social de los Estados
Unidos y los particularismos etnocentristas de los europeos.
¿Qué podía añadir Lezama Lima, ya a fines de la década de los cincuenta,
ante esa tradición del discurso americanista? ¿Qué nueva interpretación podría
modificar las soluciones de esa experiencia reflexiva? Por su configuración
externa La expresión americana se
acomoda al cuadro interpretativo general del americanismo; su esbozo de nuestro
hecho cultural tampoco se opone al ideologema vigente de la “América mestiza” y
exalta su universalidad como antes lo hicieron Reyes o Carpentier. Desde el
examen del barroco colonial hasta la poesía popular del siglo XIX, Lezama
-aunque parezca hacer tabla rasa de aquella ensayística- presupone nuestra
receptividad mestiza a las influencias. La propia “suma crítica de lo
americano”, que Lezama analiza en el último capítulo y cifra en la noción de
“protoplasma incorporativo”, deriva conceptualmente de la tesis de la
transculturación.
Es cierto que si comparamos el ensayo de Lezama con los de Reyes, los de
Carpentier o aun los de Uslar Pietri -que son ejercicios breves o indicativos,
y a veces sólo apuntes- resalta en el acto que su dimensión refleja una
voluntad totalizadora que tampoco tuvieron, dentro de sus propósitos
específicos, Ortiz con su Contrapunteo
cubano del tabaco y el azúcar (1940), o Picón Salas, con De la Conquista a la Independencia (1944).
De la misma manera la tarea de enfocar a América como una unidad cultural y una
continuidad histórica ya había sido emprendida con éxito por Pedro Henríquez
Ureña, tanto en las artes como en la literatura, en dos obras fundamentales: Historia de la cultura en la América
Hispánica (1947) y Corrientes
literarias en la América Hispánica (1949). Considerando también que Lezama
no pretendió elaborar una historiografía, como en esas obras, y sí un auténtico
ensayo, con lo que supone ese género, había ya otro antecedente respetable, El laberinto de la soledad (1950), en el
cual Octavio Paz examinaba, desde una perspectiva existencial, el ser mexicano
a lo largo de la historia, sin perder de vista el horizonte y el alcance
hispanoamericanos.
Las innovaciones que presenta La
expresión americana en el cuadro ideológico del discurso americanista
superan, sin embargo, los préstamos y las afinidades con aquella tradición. En
principio, la noción de “América”, para Lezama, va más allá del referente
restrictivo convencional. Más amplia que la “América Ibérica” de Henríquez
Ureña o que el “México / América Hispánica de Paz o, aun, que la “América
Latina” que, desde Rodó hasta Carpentier, serían el objeto conceptual, la
noción manejada por Lezama incluye, sorprendentemente, a los Estados Unidos.
Esa inclusión puede parecer una herejía tratándose de un escritor cubano que
escribía en vísperas de la Revolución y en un período de plena vigencia del
“latinoamericanismo” en la vida continental.
Más allá de las tensiones políticas que durante más de medio siglo
alimentaron un justificado sentimiento antimperialista, el clima ideológico de
reivindicación de la latinidad -desencadenado por el Ariel (1900) de Rodó- se afianzaba en el mito de que los Estados
Unidos representaban un mundo materialista y pragamático, carente de
espiritualidad, de verdaderas esencias humanas y, como tal, antagónico a
nuestra América. Las razones de Lezama van, no obstante, al margen de los
hechos y de las ideologías vigentes. Si bien hace prevalecer los ejemplos de
expresión latinoamericana y toma los de América del Norte de modo
complementario (y en cierto sentido “latinizando” a los Estados Unidos), la
articulación conceptual del ensayo sugiere que el adjetivo “americana” del
título fue intencional para establecer la idea de una totalidad indisoluble,
con una doble acepción. Primero, desde el punto de vista histórico, rescata el
nombre original del continente, el de su fundación; segundo, refiere a una
geografía única, una naturaleza que,
anterior a la historia, la prefigura como unidad espiritual indisociable en el
Occidente. Hay, todavía, otro criterio filosófico en esa visión integradora que
abordaremos más tarde.
Es imprescindible considerar algunos aspectos del contexto ideológico
cubano en los años cincuenta, en que Lezama concibió su visión americanista. Es
sabido que el grupo de poetas y artistas que Lezama lidereó durante más de una
década, formado en torno a la revista Orígenes
(1944-1956) -entre los cuales se cuentan Cintio Vitier, Eliseo Diego, Ángel
Gaztelu, Fina García Marruz, Amelia Peláez, René Portocarrero, Mariano
Rodríguez, Julia orbón-, no ejerció militancia política directa, manteniéndose
discretamente al margen del régimen de Batista. Sin embargo, no dejó de
manifestar desprecio por la cultura oficial, como el propio Lezama consignó en
1954, con motivo de los diez años de Orígenes.
Pero el testimonio más elocuente del sentimiento de los origenistas en aquel
momento es el de Cintio Vitier, quien, en el mismo año en que Lezama pronunció
sus conferencias sobre la expresión americana, también presentó otra serie
(entre octubre y diciembre de 1957) para un curso en el Lyceum de La Habana. En
estas conferencias, recogidas en su monumental Lo cubano en la poesía (1958), Vitier repasaba las constantes de la
cubanidad y sus contradicciones a lo largo a lo largo de casi cuatro siglos de
lírica insular, animado, decía, por el deseo de superar “el estupor
ontológico”, de vacío, en que había sucumbido la nación una vez perdida la
inspiración política de los fundadores, como Martí (p. 573). Frente al
“siniestro curso central de la Historia” (refiriéndose a la segunda Guerra
Mundial y a la Guerra Civil española) y a la amenaza de desustanciación de las
esencias por la “corruptora influencia del American
way of life” (pp. 582 y 584), Vitier contemplaba, en las relaciones entre
la poesía y la práctica, tanto una especie de refugio en algo permanente como
el rescate de la “dignidad nacional” (cf. “nota” de presentación de la primera
edición del libro). En el “Prólogo” para la reedición de 1970 Vitier reiteraba
con mayor énfasis aquellos propósitos, aludiendo a los tiempos del batistato
como “de tinieblas y barbarie”.
Lezama, ciertamente, compartió con Vitier esa voluntad de resistencia,
que también debería reflejar en ambos el término de los años de Orígenes y de aquel “estado de
concurrencia poética” que había producido el mejor vehículo de entonces para
pensar y divulgar la literatura moderna en el ámbito hispánico. En medio de la
desilusión y el escepticismo reinantes Lezama quizá sintió la misma urgencia
por formular, retrospectivamente, una imagen orientadora, y, en su caso, más
abarcadora que “lo cubano”. Sin aludir a los hechos o situaciones del batistato,
el ensayo lezamiano presupone el clima de abatimiento de aquellos años
crepusculares de la dictadura (Batista había asumido el poder en 1952 mediante
un golpe de Estado y había sido “electo” en 1955), en que Cuba se había
convertido en un territorio de uso y abuso de los Estados Unidos y en grotesco
simulacro de los ideales republicanos. De modo oblicuo, como era propio de su
estilo, Lezama examinó esos sentimientos en la imagen de su americano ejemplar,
cuyo ejercicio de libertad y rebeldía encarnó históricamente, en el siglo XIX,
en el propio José Martí. No obstante las diferencias en cuanto al método y los
objetivos en el tratamiento de sus respectivos temas Lezama y Vitier adoptaron,
en esos años de crisis nacional e internacional, la misma desconfianza de la
historia -desconfianza que, en el caso de Cuba, estaba a punto de romperse un
año después con la acción revolucionaria de los guerrilleros de la Sierra
Maestra.
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