LA EXPRESIÓN AMERICANA
SÉPTIMA ENTREGA
PRÓLOGO DE IRLEMAR CHIAMPI
LA HISTORIA TEJIDA POR LA IMAGEN (6)
Los orígenes y la modernidad:
Lezama versus Hegel
Un examen más preciso de la dimensión crítica de La expresión americana no puede pasar por alto el hecho de que
Lezama monta un esquema conceptual que, si bien deriva de su obra anterior,
ahora se encuentra decididamente articulado para contestar el hegelianismo. En
casi todas sus premisas teóricas -la visión de la historia como ficción
dirigida por el logos poético, la nueva causalidad del contrapunto
antihistoricista, la era imaginaria como vivencia metafórica, la naturaleza
como “espacio gnóstico”- es visible la ruptura epistemológica con la lógica y
el historicismo de Hegel. En la aplicación de esas premisas el hecho americano
-que aparece como la exhibición del eros cognoscente (y no del espíritu
objetivo)-, no es menos visible esa postura deliberada.
Un empeño tal en constituir una especie de “dialéctica de los sentidos”,
en cuya exposición Lezama alude tantas veces, subliminalmente, al filósofo
alemán, suscita algunas indagaciones. La primera, la de la propia motivación de
esa vehemencia contra Hegel. La respuesta inmediata, la más obvia, pasa por la
posición eurocéntrica de la construcción histórico-dialéctica de las Lecciones, ya referida aquí. En aquella
línea evolutiva, perfecta y orgánica, no podía caber el mundo americano con su
extrañeza humana y natural, con sus raros animales, indios y flora. “América se
ha revelado siempre y sigue revelándose impotente en lo físico como en lo
espiritual” (Lecciones, p. 172),
decretó allí Hegel, coherentemente, dentro de un sistema que debía, por su
apriorismo, expeler del escenario de la historia universal ese cuerpo extraño
que es América.
En los capítulos primero y último de su ensayo Lezama repasa con
irritación y rebate con ironía los argumentos desdeñosos de Hegel sobre el
Nuevo Mundo, que lo remitían a un futuro dudoso, inclusive en cuanto a su
potencialidad para ser invadido por el espíritu (europeo). Pero si Lezama se
ocupa tanto en su contrapunto analógico en demostrar que América venía
reinventando y sumando fragmentos de las eras imaginarias europeas
(principalmente), ¿qué sentido tendría recusar al hegelianismo por eurocéntrico?
Más allá de eso, la visión negativa que manejaba Hegel, en el primer tercio del
siglo XIX, estaba puntualizada por loci
comunes de una polémica -como comprobó Antonello Gerbi- que había sido
generada por las tesis naturalistas de Buffon y De Pauw. Hegel expresaba
concepciones sabidamente generalizadas entre sus contemporáneos, entre estos el
propio Kant. El contraataque de Lezama, en 1957 (considerando que las Lecciones aparecen en español en 1928)
sería, por lo menos, un anacronismo si recordamos, además, que Alexander von
Humboldt había ridiculizado, en su momento, la arrogante condenación hegeliana.
La irritación de Lezama contra Hegel es, sin embargo, sólo la superficie
emocional de su posición crítica, cuyas raíces están, desde luego, en el propio
sistema poético que articula su posición epistemológica. Pero esas raíces
envuelven también motivaciones ideológicas que no sólo sustentan el diseño del
devenir americano, sino que, además, a través de él reivindican la modernidad de una determinada tradición
de la cultura europea. Veamos si es posible deducir estas motivaciones de
la probable lectura que Lezama hizo de las Lecciones,
inclusive con la meditación de otros textos -sin pretender explicar aquí en su
grandeza el pensamiento de Hegel- para intentar iluminar la amplia teoría de la
cultura que subyace en La expresión
americana.
En las pocas páginas que Hegel dedicó al nuevo Mundo en sus Lecciones es notoria su visión negativa
del catolicismo, al que señala como la causa del caos político, de la
inestabilidad de las instituciones y de la violencia en la América del Sur en
aquellos años (que eran los de las guerras de Independencia). Los católicos,
piensa Hegel, no desarrollan aquella “confianza mutua” que entre los
protestantes fomenta la ética del trabajo y la moralidad en las relaciones
sociales (cf. p. 177). Consecuentemente, esa América parecía poco apta para el
florecimiento de la razón y la libertad, requisito para la aparición del
espíritu. Lezama, como católico, no debe haber leído con aprobación ese balance
de los efectos de su fe religiosa en la colonización, hecho por el protestante
Hegel. Pero sería pedestre concluir que la reivindicación lezamiana se su
América pasase solamente por una beatería católica. En este casi no habría incluido
como parte de su diseño del devenir americano aquella América del Norte
(protestante) que representan Melville y Whitman.
Esa inclusión, que ya señalamos como innovadora en el cuadro del
discurso americanista, se explica, sin embargo, por el mismo rechazo al
hegelianismo. En las Lecciones,
después de anotar sumariamente los disturbios causados por el catolicismo en la
América del Sur, Hegel lo contrasta con el protestantismo en la América del
Norte. Pero ni éste se salva allí. Observa que si bien esa fe fomentó en los
Estados Unidos la ética del trabajo, en cambio se relajó espiritualmente,
permitiendo la “vigencia del sentimiento” y una caprichosa proliferación de
sectas. En estas, añade, los servicios religiosos son proclives “al éxtasis” y
a los “desenfrenos sensuales”. “En América del Norte reina el mayor desenfreno
de las imaginaciones”, remata Hegel, comparando el delirio de ese
protestantismo (léase: anglicanopuritano) con la unidad religiosa firme y
sustancial del protestantismo europeo (léase: germánico) (cf. pp. 177-178).
Lo que Lezama ciertamente retuvo de esos argumentos diferenciados, pero
igualmente desdeñosos para las Américas, fueron las implicaciones que el germanismo
de Hegel traía para marcar las tensiones de Occidente y para situar el Nuevo
Mundo en la corriente de la historia universal. Ese germanismo aflora, de modo
evidente, en otros pasajes de las Lecciones.
Si Hegel consideraba a Europa como “absolutamente el término de la historia
universal” (p. 207), lo hacía coincidir, en tanto perfectibilidad, con el mundo
germánico. En su concepto de evolución (principio mal recibido, dice, por el
catolicismo), es la época germánica (por antonomasia, allí, el mundo cristiano)
la que corresponde a la cuarta fase, la de la “conciliación del espíritu
negativo con el subjetivo” (p. 126). Y, luego, en su división de la historia
universal es, previsiblemente, el mundo germánico “la forma” por excelencia,
que se presenta como “el imperio del verdadero espíritu” (p. 217).
No es improbable que Lezama leyera estas postulaciones como una
manifestación del etnocentrismo que recién mostrara sus efectos trágicos en la
segunda posguerra. Pero el punto crucial es que ese germanismo apuntaba para
una crisis de valores en el mundo occidental, implícita en el mismo
historicismo hegeliano: si la cristiandad germánica (la de la reforma)
representaba en él el eje de Occidente (moderno), la otra Europa, la del sur,
constituía su faz más antigua y superada. El mismo Hegel señala que el sur de
Europa es el exteatro de la historia universal, desde que Julio César franqueó
los Alpes, en una hazaña viril que superó en importancia a aquella “juvenil” de
Alejandro Magno (que vinculó Occidente y Oriente), en lo que fue el comienzo de
la historia universal (cf. pp. 181 y 205).
Sería redundante proseguir enlazando argumentos para comprobar lo que ya
está claro: el rechazo lezamiano del historicismo de Hegel es el correlato de
su reivindicación -vía América- del
núcleo genealógico de Occidente. La vieja Europa, la que nace de la
incorporación de los grandes mitos y religiones de oriente por el cristianismo
primitivo, aquella que preservó la tradición grecorromana (y con esta el mundo
pagano), es la cultura paradigmal, la matriz de los imaginarios de la cultura
americana. Ese Occidente primigenio -mundo de los “orígenes”- no es, desde
luego, el origen, en sentido metafísico, destituido de logos o relación. Es el
origen en sentido histórico, el locus ancestral,
donde se configuró el “protoplasma incorporativo” que la nueva era imaginaria
de América hace resurgir con su eros cognoscente.
Los recortes que hace Lezama en la cultura europea para tejer sus contrapuntos
analógicos remiten, notoriamente, a los imaginarios de ese Occidente: los
lienzos de los maestros flamencos del siglo XV, Van der Weyden, Van Eick o
Simone Martini invocan el último florecimiento de la Edad media, las teogonías
indígenas o el Diario de Colón
remiten a la era provenzal; a su vez, la era carolingia figura como ejemplo
privilegiado de la “imaginación hispostasiada”; el barroco americano se afilia
al mediterráneo; los curas que actuaron en la colonización y la independencia
restituyeron “el recto espíritu evangélico” del primer cristianismo; José Martí
-figura clave del devenir americano- representa la retoma del mundo
órfico-mediterráneo; la verba criolla y popular en el siglo XIX desciende de
los juglares y del romancero, etcétera.
Y, finalmente, ¿a qué alude el “espacio gnóstico” americano sino a la
corriente teológico-filosófica que representó la fusión del dogma cristiano con
las tradiciones judaico-orientales y el platonismo, allá en los orígenes de la
cultura occidental?
Una reivindicación tal recubre, sin duda, las profundas tensiones que
han fracturado la unidad del mundo occidental, desde su formación en el año
1000 hasta la actualidad. En un libro de Alfred Weber tan monumental como
comprensivo, Kulturgeschichte als Kultursoziologie
(de 1935, y en la traducción española, Historia
de la cultura, de 1941), Lezama pudo comprobar por el análisis
sociohistórico cómo esas tensiones han demarcado constelaciones geográficas
variables, modeladas por el mundo antiguo grecorromano. Para Weber, en líneas
generales, la primera división entre el norte (Alemania) y el sur de los Alpes
(Italia) se mostraba por la preservación, en éste, de la tradición antigua y
por su desvanecimiento en aquel (cf. p 263); entre 1500 y 1800 ese “conflicto
originario” culmina en la división de la cristiandad; al este, el sector
protestante; al oeste, el sector católico. La ruptura provocada por la Reforma
y luego acentuada por la Contrarreforma permite ver, según Weber, los dos tipos
de hombre occidental (cuyo interés para el americano arquetípico de Lezama es
evidente): “al hombre protestante le falta la vinculación densa y perceptible
por los sentidos con un mundo de símbolos visibles; le falta la materia vital
configurada por la fantasía como una realidad múltiple en este mundo y en el
otro (…). En el hombre protestante desaparece la dimensión simbólica sensible,
que fue conquistada en la Antigüedad y conservada en el Cristianismo católico”
(p.336).
Más significativa aun que esta contraposición psíquico-estética es la
contraposición filosófica que va a resultar de ese conflicto originario, al
término de la era moderna (1500-1800). Con la revolución francesa dos frentes
antagónicos, Inglaterra y Francia por un lado y Alemania por otro, diseñan la
línea divisoria en la unidad racionalista de Occidente: por un lado la
concepción francesa (del ‘hombre geométrico”, cartesiano), junto con la
concepción anglosajona (la del individuo como puritano), ambas orientadas por
la idea de la libertad para crear las dimensiones vital y político-social como
una suma de voluntades; y por el otro la concepción del idealismo alemán que,
contrariamente, somete al individuo a una entidad objetiva y a priori, que está por encima de él y
que no depende de su voluntad. Esta entidad intelectualista, trascendente,
superhumana, es la que Hegel presenta como el espíritu objetivo, bajo el ropaje
dialéctico de tesis, antítesis y síntesis, y en forma concreta en la historia.
Así vemos el peso de la filosofía hegeliana para marcar las tensiones de
Occidente en el momento crucial del surgimiento de la modernidad: el nuevo dios
hegeliano -el logos metafísico- se contrapone al dios racional e inmóvil de los
demás países occidentales (España inclusive, claro está), insertándose en todos
los procesos y hechos cotidianos mediante el proceso del autodesarrollo.
Es esta contraposición señalada por Weber (cf. 404-405) -a la que alude
Lezama tan sumariamente en el último capítulo, ya en sus ataques finales a
Hegel- la que nos ayuda a entender la base filosófica que subyace a la
estructuración de La expresión americana,
desde la centralidad estratégica del barroco hasta la inclusión de América del
Norte (excesivamente imaginativa, conforme a Hegel). Los angloamericanos
(puritanos) y los latinoamericanos (católicos), al compartir por sus
tradiciones de origen europeo la misma concepción de un Dios infinito, aparecen
en la misma era imaginaria lezamiana, precisamente por ser esta opuesta al deber ser de la teología secularizada de
Hegel.
Sería erróneo concluir, a partir de lo esbozado aquí, que La expresión americana implica una
perspectiva regresiva, arcaizante, por vincular el hecho americano al Occidente
primigenio o a su continuidad y auge en el período seiscentista-setecentista,
período que hoy quedó relegado a la condición “premoderna”, a partir de
interpretaciones que valorizan como “modernos” solamente los productos
culturales que lo sucedieron y “superaron”. El mensaje crítico más contundente
del ensayo lezamiano radica en la crítica a la interpretación causalista y mecánica
de la progresividad de los estilos artísticos, crítica que Lezama compartió,
por cierto, con Cintio Vitier en su balance final de Lo cubano en la poesía (pp. 579-580). El mensaje de Lezama, más
radical, proyecta la valoración de aquel Occidente primigenio, repasado por la
era barroca, como el núcleo de una modernidad legítima. En su revisión del
barroco colonial -visto ya como un “neobarroco” por su sentido crítico de
contraconquista- y sus proyecciones en la época contemporánea- (en aquel
banquete transhistórico que referimos) comprueban la perspectiva crítica de
revisión del concepto de modernidad estética.
Esto se comprueba de un modo aun más cabal en la apreciación que Lezama
teje en torno a las figuras más expresivas de los años veinte y treinta.
Picasso, Joyce y Stravinski son vistos como una “secreta continuidad” de
aquella cultura placentaria, por detrás de lo “frenético” y “destemplado” de
sus innovaciones estéticas. Evidentemente, el propósito de Lezama no es rebajar
la importancia de las búsquedas vanguardistas. Por el contrario quiere señalar
que la astucia de esas búsquedas exitosas consiste en “pellizcar en aquellas
zonas del pasado donde se habían aposentado viveros de innovaciones”. De ahí
que Picasso sea el artista que ilustra el paradigma de la modernidad estética y
que le permite a Lezama, de modo implícito, reivindicar la legitimidad del
devenir americano, que desde su origen en el barroco se ha mostrado como una “suma
crítica” de las tradiciones fundadoras de Occidente.
Son muchas las lecciones que nos ofrece Lezama en ese ensayo magistral,
imprescindible para la reflexión presente y futura sobre la cultura
latinoamericana. Pero es inevitable que una de ellas nos enseñe a ver, en su
diseño del devenir americano, la imagen del propio autor. En él Lezama se mira
para reconocer, en la poiesis demoníaca
de sus poemas, artistas, personajes mitológicos e históricos preferidos, la
marca de su ejercicio escritural, esa suma barroca que sigue renovando en la
poesía, el ensayo o la ficción la literatura hispanoamericana con la radicalidad
de una invención formal que recupera los
fragmentos aditivos de nuestros imaginarios ancestrales.
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