LEÓN TOLSTOI (1828 -1910)
LA MUERTE DE
IVAN ILICH
DÉCIMA ENTREGA
10
Pasaron otros quince días. Ivan Ilich ya no se levantaba del sofá. No
quería acostarse en la cama, sino en el sofá, con la cara vuelta casi siempre
hacia la pared, sufriendo los mismos dolores incesantes y rumiando siempre, en
su soledad, la misma cuestión irresoluble: «¿Qué es esto? ¿De veras que es la
muerte?» Y la voz interior le respondía: «Sí, es verdad.» «¿Por qué estos
padecimientos?» Y la voz respondía: «Pues porque sí.» Y más allá de esto, y
salvo esto, no había otra cosa.
Desde el comienzo mismo de la enfermedad, desde que Ivan Ilich fue al
médico por primera vez, su vida se había dividido en dos estados de ánimo
contrarios y alternos: uno era la desesperación y la expectativa de la muerte
espantosa e incomprensible; el otro era la esperanza y la observación
agudamente interesada del funcionamiento de su cuerpo. Una de dos: ante sus
ojos había sólo un riñón o un intestino que de momento se negaban a cumplir con
su deber, o bien se presentaba la muerte horrenda e incomprensible de la que
era imposible escapar.
Estos dos estados de ánimo habían alternado desde el comienzo mismo de
la enfermedad; pero a medida que esta avanzaba se hacía más dudosa y fantástica
la noción de que el riñón era la causa, y más real la de una muerte inminente.
Le bastaba recordar lo que había sido tres meses antes y lo que era
ahora; le bastaba recordar la regularidad con que había estado bajando la
cuesta para que se desvaneciera cualquier esperanza.
Últimamente, durante la soledad en que se hallaba, ¡con la cara vuelta
hacia el respaldo del sofá, esa soledad en medio de una ciudad populosa y de
sus numerosos conocidos y familiares -soledad que no hubiera podido ser más
completa en ninguna parte, ni en el fondo del mar ni en la tierra-, durante esa
terrible soledad Ivan Ilich había vivido sólo en sus recuerdos del pasado. Uno
tras otro, aparecían en su mente cuadros de su pasado.
Comenzaban siempre con lo más cercano en el
tiempo y luego se remontaban a lo más lejano, a su infancia, y allí se
detenían. Si se acordaba de las ciruelas pasas que le habían ofrecido ese día,
su memoria le devolvía la imagen de la ciruela francesa de su niñez, cruda y
acorchada, de su sabor peculiar y de la copiosa saliva cuando chupaba el hueso;
y junto con el recuerdo de ese sabor surgían en serie otros recuerdos de ese
tiempo: la niñera, el hermano, los juguetes. «No debo pensar en eso... Es
demasiado penoso» -se decía Ivan Ilich; y de nuevo se desplazaba al presente:
al botón en el respaldo del sofá y a las arrugas en el cuero de éste. «Este
cuero es caro y se echa a perder pronto. Hubo una disputa acerca de él. Pero
hubo otro cuero y otra disputa cuando rompimos la cartera de mi padre y nos
castigaron, y mamá nos trajo unos pasteles.» Y una vez más sus recuerdos se
afincaban en la infancia, y una vez más aquello era penoso e Ivan Ilich
procuraba alejarlo de sí y pensar en otra cosa.
Y de nuevo, junto con ese rosario de recuerdos, brotaba otra serie en su
mente que se refería a cómo su enfermedad había progresado y empeorado. También
en ello cuanto más lejos miraba hacia atrás, más vida había habido. Más vida y
más de lo mejor que la vida ofrece. Y una y otra cosa se fundían. «Al par que
mis dolores iban empeorando, también iba empeorando mi vida» -pensaba. Sólo un
punto brillante había allí atrás, al comienzo de su vida, pero luego todo fue
ennegreciéndose y acelerándose cada vez más.
«En razón inversa al cuadrado de la distancia de la muerte» -se decía. Y
el ejemplo de una piedra que caía con velocidad creciente apareció en su
conciencia. La vida, serie de crecientes sufrimientos, vuela cada vez más
velozmente hacia su fin, que es el sufrimiento más horrible. «Estoy volando...»
Se estremeció, cambió de postura, quiso resistir, pero sabía que la resistencia
era imposible; y otra vez, con ojos cansados de mirar, pero incapaces de no
mirar lo que estaba delante de él, miró fijamente el respaldo del sofá y esperó
-esperó esa caída espantosa, el choque y la destrucción. «La resistencia es
imposible -se dijo. -Pero si pudiera comprender por qué! Pero eso, también, es
imposible. Se podría explicar si pudiera decir que no he vivido como debía.
Pero es imposible decirlo» -se declaró a sí mismo, recordando la licitud,
corrección y decoro de toda su vida. «Eso es absolutamente imposible de admitir
-pensó, con una sonrisa irónica en los labios como si alguien pudiera verla y
engañarse. -No hay explicación! Sufrimiento, muerte... ¿Por qué?»
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