JAMES JOYCE (1882 – 1941)
EL FINAL DEL MONÓLOGO FINAL DEL
“ULISES”
me gustan las flores me gustaría tener
toda la casa nadando en rosas Dios del cielo no hay nada como la naturaleza las
montañas salvajes después el mar y las olas precipitándose luego el campo
encantador con sembrados de avena y trigo y toda clase de cosas y toda la
preciosa hacienda paseándose por ahí eso debe de ser bueno para el corazón de
una ver ríos y flores de todas las formas y perfumes y colores brotando hasta
las zanjas primaveras y violetas es la naturaleza en cuanto a los que dicen que
no hay Dios no daría un chasquido de mis dos dedos por toda su ciencia por qué
no van y crean algo yo a menudo se lo he dicho a ateos o como sea que se llamen
y vayan y pongan en orden sus remiendos primero después van lanzando alaridos
clamando por un sacerdote cuando se están muriendo y por qué por qué porque
tienen miedo del infierno debido a su conciencia acusadora ah sí yo lo conozco
bien quién fue la primera persona en el universo antes de que hubiera nadie que
lo hizo todo quién ah ellos no saben ni yo tampoco así que ahí tienes podrían
igualmente tratar de impedir al sol que saliera por la mañana el sol brilla
para ti me dijo el día que estábamos acostados entre los rododendros sobre la
puerta de Howth con el traje de tweed gris y sombrero de paja el día que conseguí
que se me declarara si primero le pasé el pedacito de pastel que tenía en mi
boca y era año bisiesto como ahora sí hace 16 años mi Dios después de ese beso
largo casi me quedé sin aliento sí me dijo que yo era una flor de la montaña sí
entonces somos flores todo el cuerpo de una mujer sí esa fue la única verdad
que me dijo en su vida y el sol brilla para ti hoy sí por eso me gustaba porque
vi que él entendía lo que era una mujer y yo sabía que siempre podría hacer de
él lo que quisiera y le di todo el placer que pude llevándolo a que me pidiera
el sí y primero yo no quería contestarle sólo miraba hacia el mar y hacia el
cielo y estaba pensando en tantas cosas que él no sabía de Mulvey del señor
Stanhope y de Hester y de papá y del viejo capitán Groves y de los marineros
que juegan al todos los pájaros vuelan y al salto de cabra y al juego de los
platos como lo llamaban en el muelle y el centinela frente a la casa del
gobernador con la cosa alrededor de su casco blanco pobre diablo medio asado y
las chicas españolas riendo con sus chales y sus peinetones y las griterías de
los remates por la mañana los griegos y los judíos y los árabes y el diablo
sabe quién más de todos los extremos de Europa y Duke Street y el mercado de
aves todas cloqueando delante de lo de Larby Sharon y los pobres burros
resbalando medio dormidos y los vagos tipos dormidos con las capas a la sombra
en los escalones y las grandes ruedas de las carretas de toros y el viejo
castillo de edad milenaria sí esos hermosos moros todos de blanco y con
turbantes que son como reyes pidiéndole a una que se siente en su minúscula
tienda y Ronda con las viejas ventanas de las posadas los ojos que espían
ocultos detrás de las celosías para que su amante bese los barrotes de hierro y
las tabernas de puertas entornadas en la noche y las castañuelas y la noche que
perdimos el barco en Algeciras el guardia haciendo su ronda de sereno con su
linterna y oh ese horroroso torrente profundo oh y el mar el mar carmesí a
veces como el fuego y las gloriosas puestas de sol y las higueras en los
jardines de la Alameda sí y todas las extrañas callejuelas y las casas rosadas y
azules y amarillas y los jardines de rosas y de jazmines y de geranios y de
cactos y Gibraltar cuando yo era chica y donde yo era una flor de la montaña sí
cuando me puse la rosa en el cabello como hacían las chicas andaluzas o me
pondré una colorada sí y cómo me besó bajo la pared morisca y yo pensé bueno
tanto da él como otro y después le pedí con los ojos que me lo preguntara otra
vez y después el me preguntó si yo quería sí para que dijera sí mi flor de la
montaña y yo primero lo rodeé con mis brazos sí y lo atraje hacia mí para que
pudiera sentir mis senos todo perfume sí y su corazón golpeaba loco y yo
dije quiero sí
LA VOZ DE
MOLLY
CARLOS
GAMERRO
El
capítulo final del Ulises de Joyce
es una de las cumbres de la literatura del siglo XX: un monólogo interior
femenino que por primera vez da voz a la liberación femenina, ofrece en directo
lo que Freud había teorizado, siembra lo que cosecharía Lacan, abre la puerta a
escritores como Virginia Woolf y William Faulkner y da forma a ese tercer
lenguaje que no es ni el oral ni el escrito, sino el de la mente. Con dirección
de Carmen Baliero y una traducción propia, para celebrar sus cuarenta y cinco
años en el teatro, Cristina Banegas le da voz y cuerpo a Molly Bloom, la mujer
de ficción más importante del siglo.
Sí es la
palabra fundamental del monólogo de Molly Bloom, con ella comienza y con ella
termina. Por su significado, ya que su monólogo es esencialmente afirmativo;
como recurso para pasar de un tema a otro (como el monólogo no tiene comas,
puntos ni párrafos, ante cada sí sabemos que algo termina y algo nuevo
comienza); y también una nota reconocible, un brevísimo leitmotiv, en un texto
que es a la vez una composición musical, “una sonata” según Cristina Banegas.
Así comienza: “Sí porque él nunca había hecho algo así antes como pedir que le
lleven el desayuno a la cama con dos huevos desde el hotel City Arms cuando se
le dio por hacerse el enfermo en la cama con esa voz quejosa mandándose la
parte con esa vieja bruja de la señora Riordan Dios me libre y me guarde si
todas las mujeres fueran como ella...” (James Joyce, Ulises, traducción de Cristina Banegas y Laura Fryd).
¿Cómo es la voz de Molly Bloom?
Cuando Joyce escribió el famoso monólogo que cierra su Ulises, ya había experimentado extensa e intensamente con el fluir
de la conciencia o monólogo interior, esa forma discursiva de su invención, a
la cual su fama estará siempre vinculada. El monólogo interior, como él lo
practica, va mucho más allá de poner en palabras los pensamientos del personaje
(algo que, convengamos, ya había hecho Homero unos tres milenios antes, y luego
Shakespeare, en aquellos memorables monólogos –de Hamlet, Lear, Macbeth– donde
los escuchamos pensar en voz alta). Los personajes de la mayoría de estos
antecesores piensan como si hablaran, o escribieran. Joyce parte de la
intuición –que a partir de él se hará comprobación– de que el lenguaje, lejos
de darse, tal como siempre se había supuesto, en dos formas básicas –la oral y
la escrita–, existe en tres: la oral, la escrita y la pensada. El lenguaje del
pensamiento tiene otras reglas, otra sintaxis, otro ritmo, otro vocabulario.
Joyce es el primero que pone la oreja a ese murmullo que incesantemente, y tantas
veces dolorosamente, atraviesa nuestra mente, y trata, en la medida de lo
posible, de transcribirlo. Su acto no es sólo decisivo para la literatura
mundial (ni Virginia Woolf ni William Faulkner, para dar sólo dos nombrecitos,
podrían, sin él, haber hecho lo que hicieron) sino para la historia del
conocimiento: Joyce nos da en directo lo que Freud nos había dado traducido:
Freud llegó demasiado tarde para escuchar a Joyce –como lector, Freud nunca se
salió del siglo XIX–, pero Lacan sí lo hizo. Para bien o para mal, sin Joyce,
el psicoanálisis tal como hoy lo conocemos simplemente no existiría.
Joyce viaja del pensamiento a la
escritura; pero, al hacerlo, sugiere su biógrafo Richard Ellmann, estaba
desandando el camino inverso: uno de los modelos del “estilo” de Molly fueron
las cartas de Nora Barnacle, su compañera de toda la vida, quien escribía sin
respetar la sintaxis, ni la puntuación, tampoco la pacatería a la que estaban
obligadas las cartas de señorita, el género ñoño por excelencia (Joyce la impulsaba
a eso, sin duda, está claro que las usaban para cachondearse cuando estaban
separados). Muchos se preguntaron y se siguen preguntando por qué uno de los
grandes genios literarios de la historia eligió como compañera a una mujer
inculta, casi iletrada: una parte de la respuesta es que Nora le dio a Joyce lo
que no podían darle sus lecturas, porque ninguna mujer en la literatura –ni
autora, ni personaje– había tenido la libertad de hablar y pensar como lo
hacían las mujeres reales. Donde otros apenas veían error, Joyce descubrió un
estilo.
En los capítulos 1 a 11 del Ulises, el monólogo interior de los dos
protagonistas masculinos, Stephen y Bloom, se combina con los diálogos y la
narración, que de alguna manera lo contextualizan, lo limitan, lo encorsetan:
en el último no hay más que monólogo, un interminable chorro de palabras, sin
signos de puntuación. Molly le saca el corset al lenguaje (ya se lo había
sacado del cuerpo, durante el encuentro con su amante Blazes Boylan). Con
Molly, el monólogo se desata (más precisamente, se deshorquilla: Joyce vinculó
la ausencia de puntos, comas y tildes en su texto al acto de Molly de soltarse
el pelo: recordemos los complejos, monumentales peinados de la época). Aun hoy,
la expresión inglesa to let your hair
down significa, usualmente en boca de mujeres, decirlo todo, no guardarse
nada; y un poco, también, equivale a nuestra más chabacana “tirar la
chancleta”.
Esta libertad formal va
acompañada, también, por una pareja libertad moral e intelectual. Molly está
pensando y, por lo tanto, piensa lo que quiere, con las palabras que se le da
la gana. En un país y una época donde se aliaban la moral victoriana de los
amos ingleses con la moral católica y la moral revolucionaria de los sometidos
irlandeses, el interior de nuestras mentes parecía ser el único espacio de
libertad posible. Bloom, Stephen y Molly, los Ulises, Telémaco y Penélope de
esta moderna Odisea, no son héroes conquistadores como sus contrapartes
homéricas sino héroes no conquistados (Joyce subraya esta diferencia
fundamental en el capítulo 11, “Sirenas”). Parecen, a veces, agachar la cabeza
(aunque Bloom lo haga, como las heroínas de Jane Austen, para buscar caminos de
libertad sin romper las reglas, y Stephen como las de las Brontë, para embestir
contra las convenciones), obedecer y someterse; pero su voz interior es libre,
no compran ningún buzón, no se comen ninguna. Así, también, es la voz de Molly:
“... después hice la prueba con la banana pero tenía miedo de que se rompiera y
se me perdiera adentro por algún sitio sí porque una vez le sacaron a una mujer
algo que tenía hacía años cubierto con sales de cal todos están locos por
meterse ahí de donde salen una creería que nunca llegan a meterse adentro lo
suficiente y después terminan con una de cualquier manera hasta la próxima vez
sí porque hay una sensación maravillosa ahí todo el tiempo tan tierno cómo
terminamos ah sí yo lo hice acabar en mi pañuelo fingía no estar excitada pero
abrí las piernas...”.
¿Cómo escuchamos a Molly Bloom?
No es difícil imaginar el efecto que palabras como éstas produjeron en 1922,
año de la publicación de Ulises: la
novela fue prohibida en todos los países de habla inglesa. No que ninguna mujer
hubiera hablado así en la literatura: en Fanny Hill. Memorias de una cortesana
(1748), de John Cleland, la protagonista hablaba de su vida sexual en primera
persona, sin vueltas y con todas las letras. Pero Fanny era una puta: es por
eso que podía hacerlo. Molly, en cambio, es un ama de casa. “Así piensan sus
esposas, así piensan sus hijas, aunque no lo digan”, era el mensaje implícito
que escandalizó a tantos caballeros de la época. Hasta tal punto que, durante
décadas, se habló de Molly como de una mujer promiscua, una suerte de Mesalina
dublinesca. Nada más lejos de la verdad: la evidencia interna del libro sugiere
que Blazes Boylan es el primer amante, a lo sumo el segundo (hay un teniente
Gardner rondando sus recuerdos) que ha tenido en sus años de casada. Si Molly
no era una ninfómana, eso quería decir que así pensaban todas las mujeres, y
pronto así hablarían, y actuarían. La liberación de la mujer tenía además, en
un país colonizado como Irlanda, un sentido político: Joyce las veía como el
grupo más sometido de un país ya demasiado sometido: no habría libertad para
Irlanda si no se liberaba la conciencia de las mujeres irlandesas.
“... por supuesto arruinando a
las sirvientas después proponiendo que ella podía sentarse a nuestra mesa para
Navidad por favor oh no gracias no en mi casa robando las papas y las ostras a
2 chelines 6 peniques la docena haceme el favor una ladrona común y silvestre
eso era pero yo estaba seguro de que él tenía algo con ésa yo me las arreglo
para descubrir esas cosas...” Joyce tampoco cae en la tentación de convertir a
su Molly en una Juana de Arco, una Rosa Luxemburgo, una Pasionaria. Molly es
bastante convencional a veces, descree de la política y de las mujeres
comprometidas en ella, la exasperan las veleidades socialistas del marido y sus
intentos de tratar como iguales a las sirvientas, puede ser bastante harpía,
bastante egoísta (en palabras de Cristina Banegas, “una Catita”). Pero a solas
en su cama, pensando sus ideas, ayudó a liberar a generaciones de mujeres.
Difícil dar ilustración más adecuada al lema feminista “lo personal es lo
político”.
¿En qué idioma habla Molly
Bloom? En inglés, claro. ¿Cómo, y a qué español traducirla? Borges, el primero
en acometer un fragmento del vasto continente joyceano (la metáfora es suya),
eligió el final del famoso monólogo y nos dio una Molly bien porteña; nuestro compatriota
José Salas Subirat, primer traductor del Ulises,
ensayó un habla más moderadamente argentina. Los españoles J.M. Valverde y F.G.
Tortosa nos dieron una bien castiza (tan sobreactuada, la del último, que
parece salida de una zarzuela). Están en su derecho: Molly es medio española,
gibraltareña de nacimiento, de madre española, quizá judía y, como Carmen,
amante pasajera de un soldado al servicio del imperio. La intuición fundamental
de las traductoras Laura Fryd y Cristina Banegas es que el acento local no
necesita tanto del léxico (su Molly, por suerte, nos ahorra palabras como
“chabón”, “conchaetumadre”, “boludo”) sino en la sintaxis, el tono, los modos
de decir. Esto, por supuesto, es esencial a la hora de decir un texto en
escena: y es práctica constante de Banegas encarar una nueva traducción de los
textos teatrales que va a dirigir o representar, y trabajar codo a codo con sus
traductores, para poder después inscribirlos en su cuerpo. Tanto Fryd como
Banegas estudiaron minuciosamente todo el Ulises
(puedo dar fe, pues lo hicieron conmigo), y tradujeron completo el monólogo
antes de decantarlo a esta versión teatral (realizada con la colaboración de
Ana Alvarado, y que Editorial Leviatán ha publicado como Molly Bloom puesta en
boca). Leí el texto completo de su traducción, y puedo decir que es hasta hoy
el mejor que la lengua española ofrece: una pena que no lo hayan publicado
completo.
El monólogo de Molly puede
recordar a los de algunos personajes de Beckett, que sin duda ayudó a engendrar
(se podría, incluso, pensar en la incurablemente optimista Winnie de Los días
felices como revisión o parodia de Molly, de su énfasis afirmativo), pero con
una diferencia: los personajes de Beckett, sobre todo en las novelas-monólogo
(la trilogía de Molloy, Malone muere, El innombrable), existen como mera voz, o voz que gradualmente se
distancia del cuerpo; en Molly, el monólogo se hunde en su carne, las palabras
se hincan en su creciente presencia física, notable, por otra parte, por darse
en un texto que transcurre todo en el interior de su mente. Esta evolución está
admirablemente presentada por Cristina Banegas, que en la ajustada dirección
musical de Carmen Baliero va pasando, como si las palabras mismas la llevaran,
de un inicial recitado sobrio, con partitura incluida, a una sinuosa danza de
contorsionista alrededor del texto, a bailar una suerte de sensual tango, ella
y Molly. Porque Molly, además de esposa, madre y amante, es cantante: su
monólogo está atravesado por fragmentos musicales, su voz canta en su oído; y
también canta –canta todo el tiempo, cuando recita y cuando ensaya fragmentos
de canciones– Cristina Banegas.
En 1989,
Banegas le puso cuerpo a Antígona, esa mujer que, como tantas mujeres
argentinas, se enfrentó al poder para poder dar sepultura a uno de sus seres
queridos; luego hizo lo propio con las palabras de Eva Perón, trabajadas por
Leónidas Lamborghini en su Eva Perón en la hoguera; y en 2009 fue Medea, otra
mujer furiosa y rebelde. Ahora, para celebrar sus cuarenta y cinco años en el
teatro, y tras más de trece de trabajo y espera (problemas con los derechos
complicaron en su momento el estreno), nos ofrece otra mujer que, como ella,
fue y es ama de casa, esposa, madre, actriz y cantante: una colega. Con su
Molly Bloom encarna, una vez más, la liberación que a todos nos libera.
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