la
crítica de borges al ulysses de joyce
TERRA INCÓGNITA
Soy el
primer aventurero hispánico que ha arribado al libro de Joyce: país enmarañado
y montaraz que Valery Larbaud ha recorrido y cuya contextura ha trazado con
impecable precisión cartográfica (N. R. F., tomo XVIII) pero que yo reincidiré
en describir, pese a lo inestudioso y transitorio de mi estadía en sus
confines. Hablaré de él con la licencia que mi admiración me confiere y con la
vaga intensidad que hubo en los viajadores antiguos, al describir la tierra que
era nueva frente a su asombro errante y en cuyos relatos se aunaron lo fabuloso
y lo verídico, el decurso del Amazonas y la Ciudad de los Césares.
Confieso no haber desbrozado las
setecientas páginas que lo integran, confieso haberlo practicado solamente a
retazos y sin embargo sé lo que es, con esa aventurera y legítima certidumbre
que hay en nosotros, al afirmar nuestro conocimiento de la ciudad, sin adjudicarnos
por ello la intimidad de cuantas calles incluye ni aun de todos sus barrios.
James Joyce es irlandés. Siempre
los irlandeses fueron agitadores famosos de la literatura de Inglaterra. Menos
sensibles al decoro verbal que sus aborrecidos señores, menos propensos a
embotar su mirada en la lisura de la luna y a descifrar en largo llanto suelto
la fugacidad de los ríos, hicieron hondas incursiones en las letras inglesas,
talando toda exuberancia retórica con desengañada impiedad. Jonathan Swift obró
a manera de un fuerte ácido en la elación de nuestra humana esperanza y el
Mikromegas y el Cándido de Voltaire
no son sino abaratamiento de su serio nihilismo; Lorenzo Sterne desbarató la
novela con su jubiloso manejo de la chasqueada expectación y de las digresiones
oblicuas, veneros hoy de numeroso renombre; Bernard Shaw es la más grata
Realidad de las letras actuales. De Joyce diré que ejerce dignamente esa
costumbre de osadía.
Su vida en el espacio y en el
tiempo es abarcable en pocos renglones, que abreviará mi ignorancia. Nació el
ochenta y dos en Dublín, hijo de una familia prócer y piadosamente católica. Lo
han educado los jesuitas: sabemos que posee una cultura clásica, que no comete
erróneas cantidades en la dicción de frases latinas, que ha frecuentado el
escolasticismo, que ha repartido sus andanzas por diversas tierras de Europa y
que sus hijos han nacido en Italia. Ha compuesto canciones, cuentos breves y
una novela de catedralicio grandor: la que motiva este apuntamiento.
El Ulises es variamente ilustre. Su vivir parece situado en un solo
plano, sin esos escalones ideales que van de cada mundo subjetivo a la
objetividad, del antojadizo ensueño del yo al transitado ensueño de todos. La
conjetura, la sospecha, el pensamiento volandero, el recuerdo, lo haraganamente
pensado y lo ejecutado con eficacia, gozan de iguales privilegios en él y la
perspectiva es ausencia. Esa amalgama de lo real y de las soñaciones, bien
podría invocar el beneplácito de Kant y de Schopenhauer. El primero de
entrambos no dio con otra distinción entre los sueños y la vida que la
legitimada por el nexo causal, que es constante en la cotidianidad y que de
sueño a sueño no existe: el segundo no encuentra más criterio para
diferenciarlos, que el meramente empírico que procura el despertamiento. Añadió
con prolija ilustración, que la vida real y los sueños son páginas de un mismo
libro, que la costumbre llama vida real a la lectura ordenada y ensueño a lo
que hojean la indiligencia y el ocio. Quiero asimismo recordar el problema que Gustav
Spiller enunció (The Mind of Man, p.
322-3) sobre la realidad relativa de un cuarto en la objetividad, en la
imaginación y duplicado en un espejo y que resuelve, justamente opinado que son
reales los tres y que abarcan ocularmente igual trozo de espacio.
Como se ve, el olivo de Minerva
echa más blanda sombra que el laurel sobre el venero de Ulises. Antecesores
literarios no le encuentro ninguno, salvo el posible Dostoiewski en las
postrimerías de Crimen y Castigo, y
eso, quién sabe. Reverenciemos el provisorio milagro.
Su tesonero examen de las
minucias más irreducibles que forman la conciencia, obliga a Joyce a restañar
la fugacidad temporal y a diferir el movimiento del tiempo con un gesto
apaciguador, adverso a la impaciencia de picana que hubo en el drama inglés y
que encerró la vida de sus héroes en la atropellada estrechura de algunas horas
populosas. Si Shakespeare –según su propia metáfora– puso en la vuelta de un
reloj de arena las proezas de los años, Joyce invierte el procedimiento y
despliega la única jornada de su héroe sobre muchas jornadas de lector. (No he
dicho muchas siestas.)
En las páginas del Ulises bulle con alborotos de picadero
la realidad total. No la mediocre realidad de quienes sólo advierten en el
mundo las abstraídas operaciones del alma y su miedo ambicioso de no
sobreponerse a la muerte, ni esa otra media realidad que entra por los sentidos
y en que conviven nuestra carne y la acera, la luna y el aljibe. La dualidad de
la existencia está en él: esa inquietación ontológica que no se asombra
meramente de ser, sino de ser en este mundo preciso, donde hay zaguanes y
palabras y naipes y escrituras eléctricas en la limpidez de las noches. En
libro alguno –fuera de los compuestos por Ramón– atestiguamos la presencia
actual de las cosas con tan convincente firmeza. Todas están latentes y la
dicción de cualquier voz es hábil para que surjan y nos pierdan en su brusca
avenida. De Quincey narra que bastaba en sus sueños el breve nombramiento consul romanus, para encender
multisonoras visiones de vuelo de banderas y esplendor militar. Joyce, en el
capítulo quince de su obra, traza un delirio en un burdel y al eventual conjuro
de cualquier frase soltadiza o idea, congrega cientos –la cifra no es
ponderación, es verídica– de interlocutores absurdos y de imposibles trances.
Joyce pinta una jornada
contemporánea y agolpa en su decurso una variedad de episodios que son la
equivalencia espiritual de los que informan la Odisea.
Es
millonario de vocablos y estilos. En su comercio, junto al erario prodigioso de
voces que suman el idioma inglés y le conceden cesaridad en el mundo, corren
doblones castellanos y siclos de Judá y denarios latinos y monedas antiguas,
donde crece el trébol de Irlanda. Su pluma innumerable ejerce todas las figuras
retóricas. Cada episodio es exaltación de una artimaña peculiar y su
vocabulario es privativo. Uno está escrito en silogismos, otro en indagaciones
y respuestas, otro en secuencia narrativa y en dos está el monólogo callado,
que es una forma inédita (derivada del francés Edouard Dujardin, según
declaración hecha por Joyce a Larbaud) y por el que oímos pensar prolijamente a
sus héroes. Junto a la gracia nueva de las incongruencias totales y entre
aburdeladas chacotas en prosa y verso macarrónico, suele levantar edificios de
rigidez latina, como el discurso del egipcio a Moisés. Joyce es audaz como una
proa y universal como la rosa de los vientos. De aquí diez años –ya facilitado
su libro por comentadores más tercos y más piadosos que yo– disfrutaremos de
él. Mientras, en la imposibilidad de llevarme el Ulises al Neuquén y de estudiarlo en su pausada quietud, quiero
hacer mías las decentes palabras que confesó Lope de Vega acerca de Góngora: Sea lo que fuere, yo he de estimar y amar el divino ingenio deste Cavallero, tomando del
lo que entendiere con humildad y admirando con veneración lo que no alcanzare a
entender.
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